En 1967 los psiquiatras Thomas Holmes y Richard Rahe elaboraron la Escala de reajuste social o de estrés. Analizaron cinco mil registros médicos con 43 acontecimientos que cambian o provocan incertidumbre en las personas. Descubrieron que lo más estresante era la muerte del cónyuge, luego venían el divorcio y la separación matrimonial. Las rupturas de pareja resultaban más difícil de atravesar que la cárcel, los problemas laborales y hasta las dificultades sexuales.
Por infobae.com
Imagine el lector que si para los simples mortales una separación es estresante cómo será para una pareja que no solo debe anunciarlo a sus familiares sino a una nación y al mundo todo. Un anuncio tan difícil que sus protagonistas dejaron pasar cuatro años para comunicarlo. El 12 de julio de 1996, la oficina de prensa de la Reina de Inglaterra anunció la disolución “amistosa” del matrimonio entre Carlos de Inglaterra y Diana de Gales. El comunicado demostró dos cosas: los royals son mortales y los cuentos de hadas no existen.
La historia podría haber sido así: “Había una vez una dulce y tímida muchacha que aunque vivía en un palacio trabajaba de maestra jardinera y un príncipe, de orejas un poco grandes, que amaba la poesía y sería el rey de una de las naciones más poderosas de la Tierra. Se conocieron, se enamoraron. Su boda fue aplaudida por millones de personas. Tuvieron dos hijos hermosos. Ella se convirtió en Reina de corazones y él en el príncipe feliz. Fin”.
Lo que parecía una idílica historia de amor fue en realidad la historia de una pareja común, con problemas comunes, que no vivió una historia rosa sino otra llena de grises y de cicatrices como la mayoría de los mortales, excepto porque la suya fue seguida por millones de personas.
Vaya a saber cuándo Diana comprobó esa definición que asegura que “el amor es una insanía temporaria que se cura mediante el matrimonio”. Vaya a saber cuándo Carlos hizo suya esa definición de Groucho Marx: “Maravillosa institución, el matrimonio. Pero, ¿quién quiere vivir en una institución?”. Y si algo sabía Carlos era de instituciones.
Heredero a la corona británica en su vida sobraban los compromisos institucionales tanto como faltaba un entorno familiar de risa y afecto. Si competir con los hermanos por el cariño de una madre ya es complejo, mucho más cuando tu competencia es una nación y una corona nacida en 1603.
La pareja se conoció en 1977, él tenía 29 años y ella apenas 16. Él tenía pinta de profesor y ella de alumna. Carlos asistió como invitado de la hermana mayor de Diana, Lady Sarah McCorquodale, a una fiesta de caza en Althorp. Al conocerlo, Diana no exclamó “my Good es el hombre de mi vida” sino que pensó “Dios, qué hombre tan triste”. Fue más benévola que Carolina de Mónaco que prefirió casarse con un playboy reconocido como Phillipe Junot antes que con ese príncipe que le pareció “el hombre más aburrido del mundo”.
A Carlos, Diana le resultó “divertida, animada y llena de vida”. No se volvieron a ver hasta julio de 1980 cuando unos amigos de Sussex organizaron un encuentro. El heredero cargaba con la tristeza del asesinato por parte del IRA de su tío, Lord Mountbatten, el hombre que lo alentaba a disfrutar de su soltería pero también quien le aconsejaba que eligiera por esposa a alguien “joven y maleable”.
Ese día en Sussex, Diana y Carlos conversaron. Ella le dijo: “Fue horrible verte caminar por el pasillo con el ataúd de Mountbatten, espantoso, necesitas a alguien a tu lado”. Quizá porque encontró “un poco de comprensión”, Carlos la besó y ella se dejó besar. Comenzó a seducirla pero con la onda ghosting, llamados, largas conversaciones y de repente… silencio. Pasaban de conversar todos los días a la mudez del heredero por tres semanas.
El 8 de septiembre de 1980, Carlos la invitó al castillo de Balmoral. Los diarios titularon “El príncipe enamorado de nuevo”. Los paparazzi comenzaron a rastrear a la candidata fotografiándola en su trabajo en el jardín de infantes Young England en Pimlico, en Londres. Una de esas imágenes causó revuelo. Se la veía con un vestido de flores, un chaleco cuello en V. Llevaba a una nena de la mano y a otro de los niños en brazos. Hasta ahí, una imagen inocente y angelical excepto porque sus piernas eran visibles a través de la falda. El pequeño escandalete marcaría lo que sería el futuro de Diana. Mostrarse sí, ser transparente, no.
Según cuentan, Diana y Carlos se vieron apenas trece veces antes que él le propusiera matrimonio. Ella le contó de sus trabajos comunitarios con ancianos, enfermos y chicos discapacitados. De su frustración cuando por su altura (1.73) no pudo seguir con ballet. Le dijo que no deseaba ir a la universidad y que por eso pasó unos meses en el Instituto Videmanette, en Suiza, estudiando francés, confección, taquigrafía y mecanografía. Carlos sonrió. Diana calzaba perfecto en la definición “joven y maleable”.
El 24 de febrero de 1981, el Palacio de Buckingham anunció: “Con el placer que la reina y el duque de Edimburgo anuncian el compromiso de su amado hijo, el príncipe de Gales, con Lady Diana Spencer, hija del conde Spencer y la honorable señora Shand Kydd”.
Según contó el heredero en una entrevista en la BBC: “Ella había planeado ir con su madre a Australia durante bastante tiempo, entonces pensé: ‘Bueno, le preguntaré para que tenga la oportunidad de pensarlo y decidir sí puede soportar toda la idea, o no, según fuera el caso’. Sin embargo, Diana dijo que sí de inmediato”.
Si el escándalo por la primera foto tendría que haber sido un llamado de atención, para Diana la primera entrevista que concedieron a los medios debería haber sonado como un despertador. El periodista les pregunta si estaban enamorados y mientras la novia respondió ¡sí! el príncipe remató con un “Whatever ‘in love’ means” (“Lo que sea que signifique ‘enamorado’”).
El 29 de julio de 1981, 750 millones de personas miraban su boda. La presentaban como un auténtico cuento de hadas o una demostración de la fortaleza de la corona británica. Pero ya lo dice el dicho “las apariencias engañan”. En la noche de bodas Carlos se la pasó llorando y pensando que una de esas podría llegar a amar a Diana al igual que su abuela logró amar a su marido impuesto, el rey Jorge VI. Diana ya luchaba contra la bulimia.
Ahora sabemos que quizá ese matrimonio nunca debió ocurrir: Carlos estaba enamorado de alguien con quien no podía casarse, Camilla Parker-Bowles, nunca dejó de verla y sobre todo, de amarla. Diana lo comprobó cuando descubrió una pulsera grabada que Carlos le había comprado a su amante poco antes de la boda. Más tarde, en la luna de miel, vio a su marido usando los gemelos que le había regalado su amante
En 1989, Diana enfrentó a Camilla en un cumpleaños. “Le dije: ‘Yo sé lo que pasa entre vos y Carlos, y solo quiero que lo sepas’. Me dijo: ‘Tenés todo lo que siempre quisiste. Todos los hombres del mundo están enamorados de vos y tenés dos hijos divinos, ¿qué más querés?’. Y yo le dije: ‘Lo que quiero es a mi marido’”.
Eventualmente, Diana le encontró algo de sentido al consejo condescendiente de Parker-Bowles: su marido no le prestaba atención, pero para el resto de los hombres era irresistible. “Era profundamente insegura y estaba en una permanente búsqueda de amor. Eso dominó su vida”, dice una de sus biógrafas, Kate Snell.
En 1986, con su matrimonio hecho pedazos, tuvo su primer romance con el instructor de equitación James Hewitt, que duró cinco años. También tuvo affaires con el galerista Oliver Hoare y con el vendedor de autos James Gilby.
Encerrada en su propio laberinto, a cinco meses de casarse y embarazada Diana se arrojó por las escaleras de Balmoral. “En el fondo, yo sabía que no iba a perder al bebé, porque cuando me tiré, cuidé mi vientre con las manos. Pero a Carlos no le importó nada y se fue a cabalgar. Volvió horas más tarde y estuvo indiferente, absolutamente indiferente”.
Cinco años después, desesperada porque su marido no le prestaba atención tomó un cuchillo y se lo clavó en el pecho y las piernas. “Necesitaba descansar y que me cuidaran, que me mimaran un poco. Necesitaba que entendiera mi calvario y todo lo que estaba sufriendo. No soy una malcriada, fueron desesperados intentos de pedidos de ayuda”, le contaría mucho después al su biógrafo, Andrew Morton.
En junio de 1994, Lady Di usó en la gala anual de Vanity Fair un vestido que se conocería como “el de la venganza”. Un strapless al cuerpo de seda negro que la mostraba elegante, sensual y empoderada. Carlos había confesado por televisión lo que para ese momento ya era un secreto a voces: que le había sido infiel con Parker-Bowles. La transmisión era un intento por acercar al príncipe a la gente y que su versión ganara algo de simpatía frente a la arrolladora popularidad de Diana, “la princesa del pueblo”. Pero resultó todavía peor para su imagen porque durante la entrevista el presentador le preguntó si durante su matrimonio le había sido sido “fiel y leal” a su mujer. “Sí –respondió Carlos–. Hasta que todo se rompió irremediablemente, los dos tratamos”.
Un año después, el culebrón seguía. Veintitrés millones de británicos escucharon a Diana contar en la BBC: “Bueno, en este matrimonio éramos tres, así que estaba un poquito concurrido”. En esa charla también habló por primera vez en público sobre sus trastornos alimentarios y sobre su dolor por la relación de Carlos y Camilla. Dijo que no creía que el padre de sus hijos tuviera lo necesario para adaptarse a la demandante tarea de ser rey, pero que no quería divorciarse.
Su suegra, sin embargo, tenía otra idea: los trapitos al sol del desavenido matrimonio de su hijo ya le habían hecho demasiado daño a la credibilidad de los Windsor. Lo consultó con el arzobispo de Canterbury y les escribió una carta a cada uno de los príncipes de Gales instándolos a que se divorciaran cuanto antes. Algunos políticos señalaron que la separación podría significar el fin de la monarquía en Reino Unido y que la familia real había “oprimido el botón de su propia destrucción”. Isabel fue inflexible. Había que terminar cuanto antes el cuento del heredero y la princesa casi perfecta. Un príncipe infeliz, al que su esposa le era infiel daba una imagen muy débil para la Corona, pensó como Reina. Qué pensó la madre nunca se sabrá.
Ese 12 de julio, unos días antes de cumplir el decimoquinto aniversario de la boda se anunció la separación “amistosa”. Diana perdía el tratamiento de Alteza Real y su despacho en el palacio del príncipe en St James, pero las conservaba en Kensington. Ambos compartirían la custodia de sus hijos, William, de 14 años, heredero del trono, y Harry, de 11 años, que seguirían viviendo con ella.
El acuerdo también establecía que Diana seguiría siendo parte de la Familia real por lo que, de vez en cuando, recibiría invitaciones de la propia soberana o del Gobierno. Además se le permitió conservar todas sus joyas, se la indemnizaba con 17 millones de libras y se le otorgaba una pensión anual de 400.000 libras.
El divorcio tuvo una consecuencia inesperada. A partir de la experiencia de Carlos muchos millonarios empezaron a firmar acuerdos prenupciales para determinar qué pasarías con la fortuna y los hijos en común en caso de divorcio. Hasta Máxima de Holanda estampó su firma en un documento de este tipo. Según los periodistas Soledad Ferrari y Álvarez Guerrero, la argentina perdería la custodia de sus hijas en caso de divorcio y recibiría una pensión de casi un millón de dólares anuales.
El acuerdo final entre Carlos y Diana se concretó el 28 de agosto de 1996, Un año más tarde, el 31 de agosto de 1997, la princesa moría cuando el auto en el que huía de los paparazzi junto a su pareja, Dodi Al-Fayed, se estrelló en el Puente del Alma.
Carlos se mostró por primera vez en un evento público con Camilla Parker-Bowles en 1999, en el Ritz de Londres: los esperaban 200 fotógrafos. Durante esos dos años los expertos de la corona habían hecho un trabajo fino para reconstruir la imagen de villana de Camilla.
Se casaron en abril de 2005 en una ceremonia civil en Windsor. Desde entonces están juntos, sin escándalos, sin infidelidades y sobre todo, sin cuentos de hadas. Si algo les enseñó la historia es que deben ser felices por ellos y no para que lo crean otros.