Al explotar su colonia venezolana, la dictadura pasó por alto el profundo rechazo de los cubanos hacia el comunismo.
Mientras las tendencias globales llevaban a la deprimida economía cubana a una crisis devastadora, la isla enfrentaba uno de dos escenarios: o “una revuelta palaciega” liderada por “los altos mandos militares”, o una reacción popular “originada por la creciente escasez, con protestas en las calles y tal vez algunos saqueos, como ensayo general del gran motín general que se avecina”.
Tales fueron las palabras de Carlos Alberto Montaner, el escritor cubano exiliado, en 1994. El colapso de la Unión Soviética, país que había mantenido a Cuba escasamente a flote –pero sólo al subsidiar aproximadamente el 23 % de su PIB entre 1985 y 1988– le había propiciado un fuertísimo golpe al dictador Fidel Castro. Desesperado, el mandamás aseguraba que la isla “se hundiría en el mar antes de abandonar el comunismo”. Su insistencia en mantener el sistema comunista intacto en Cuba mientras las reliquias del Muro de Berlín se vendían a través del mundo como ítems de colección suscitaba metáforas paleontológicas. Mario Soares, presidente de Portugal, llamó a Castro un dinosaurio político; “una especie respetada, pero en vía de extinción”. El diario español ABC fue más lejos, asegurando que Castro era “el último tiranosaurio”. El fin parecía avecinarse. “El comunismo cubano”, escribió Montaner, “no tiene la menor posibilidad de prevalecer sin la antigua tutela constante y solícita de Moscú”.
No obstante, lo más cercano a una revuelta masiva en la Cuba post-soviética fue una manifestación por parte de algunos cientos de personas en el Malecón de La Habana en 1994. Aunque la asistencia al “Maleconazo” fue masiva bajo los parámetros totalitarios de la isla, la protesta no fue exactamente la Toma de la Bastilla. Sin embargo, Castro llegó a temerle al palpable disgusto lo suficiente como para permitir que decenas de miles de cubanos embarcaran hacia el norte en precarias balsas. Fue una repetición de las tácticas del “éxodo del Mariel” de 1980, cuando 125.000 refugiados, incluyendo muchos presidiarios, arribaron al sur de la Florida y desataron una crisis migratoria.
El anhelado golpe militar contra Castro, perenne esperanza de la comunidad exiliada en Miami, resultó ser tan ilusorio como una insurrección militar. Inclusive más, teniendo en cuenta que Castro, tras tomarse el poder en 1959, había convertido al ejército cubano en una fuerza altamente ideologizada y del todo leal, donde el ascenso profesional dependía de la devoción al comunismo ortodoxo y al mismísimo comandante. Como escribió un académico en 1976, los cadetes de la academia militar cubana, 90 % de los cuales eran miembros del Partido Comunista, eran adoctrinados con “los principios del marxismo-leninismo” y “una orientación casi maoísta hacia el rol de la conciencia” de clase. Más allá del adoctrinamiento, escribió Montaner, el ejército cubano no era una institución republicana e independiente, sino una entidad que crearon Fidel y Raúl Castro, “con más rasgos de banda personal que de fuerzas armadas”.
Castro sobrevivió la Guerra Fría al convertir a Cuba, país que estaba al borde del desarrollo en 1959, en un empobrecido percebe fijado de manera parasítica a la nave nodriza soviética. El parasitismo salvó a Castro de nuevo no mucho después de que la Unión Soviética dejara de existir. En 1994, mientras muchos predecían su inminente caída del poder, el tirano le rindió un honor oficial en La Habana a un antiguo teniente coronel venezolano llamado Hugo Chávez, quien había liderado una insurrección fallida, pero violenta, contra el presidente Carlos Andrés Pérez en 1992. Durante la extravagante ceremonia, Castro aplaudió mientras Chávez, recientemente liberado de la cárcel tras recibir un indulto por parte del presidente Rafael Caldera, se refería a Cuba como “un bastión de la dignidad latinoamericana”. También anunció su intención de lanzar “un proyecto revolucionario” en Latinoamérica y convertir a toda la región en “la sola nación que somos”.
Sólo cuatro años después, el nuevo protegido de Castro fue electo presidente de Venezuela, país que tendría las mayores reservas petroleras del mundo en el 2010. En el 2011, Caracas cubría el 61% de las necesidades energéticas de Cuba al proveerle un creciente suministro de petróleo, exportando a la isla un promedio diario de 105.000 barriles altamente subsidiados entre el 2007 y el 2014. A cambio de tan abundante oferta de crudo, Cuba exportó a Venezuela su propia ventaja comparativa, refinada durante décadas bajo la experticia sin paralelos de Fidel Castro: una represión política de la estirpe más brutal, ocultada bajo el velo del humanitarismo revolucionario.
En el año 2000, los dos países firmaron un acuerdo, según el cual Venezuela inicialmente enviaría a Cuba 53.000 barriles diarios de petróleo, mientras que La Habana le ofrecería “gratuitamente” a Venezuela los “servicios médicos” de sus doctores, especialistas y otros “técnicos de la salud”. En el 2012, Chávez aseguró que había más de 44.000 médicos, enfermeras, oftalmólogos y terapistas cubanos trabajando en siete “misiones médicas” en Venezuela. Según Julio César Alfonso, un médico cubano exiliado, tales misiones, replicadas en docenas de otros países, son “un negocio redondo para el régimen cubano y una forma moderna de la esclavitud”. De hecho, el régimen sólo recibe sus enormes ingresos, los cuales alcanzaron un nivel de USD $6,4 mil millones en el 2018 –casi el doble del monto que recibieron los cubanos por las remesas– al impedir que el personal médico obtenga más del 25% de su salario según el monto que recibe Cuba por cada profesional.
La fachada humanitaria ocultó una invasión silenciosa. En el 2018, Luis Almagro, Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA), afirmó que por lo menos 22.000 cubanos habían infiltrado el Estado venezolano, en particular el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN). El tenebroso Helicoide, la sede de esta cruenta institución de espionaje que Chávez creó en el 2009, es notorio por ser una cámara de torturas. Según un estudio del Instituto CASLA publicado en el 2019, la Dirección de Inteligencia cubana, conocida como el G-2, tenía su propia base de operaciones en Caracas, y sus miembros estaban involucrados directamente en el uso sistemático de la tortura contra los rivales políticos del régimen venezolano.
Los funcionarios cubanos también se han ocupado de la seguridad tanto de Chávez como de su sucesor, Nicolás Maduro. En el 2019, cuando las fuerzas de Maduro detuvieron al periodista Jorge Ramos y sus colegas de Univisión tras un intento fallido de entrevista en el Palacio de Miraflores, los miembros del equipo detectaron el acento cubano de varios miembros del círculo de seguridad más íntimo del dictador.
Si los dos países se convirtieron en “una sola nación”, como el mismo Chávez aseguró en el 2007, fue porque Cuba, el supuesto baluarte de la dignidad anti-imperialista latinoamericana, colonizó a Venezuela, un país mucho más grande y más rico que su metrópolis caribeña. Su riqueza, sin embargo, perduró hasta que llegaron al poder los comunistas. Al inicio del mandato de Chávez, Venezuela tenía el Producto Interno Bruto más alto de América Latina; recientemente, el país fue declarado más pobre que Haití.
Mientras Venezuela descendía hacia su colapso humanitario, la dinámica colonial obligó a los sucesores de Fidel Castro en la cúpula del régimen cubano –inicialmente, su hermano Raúl, luego Miguel Díaz-Canel, un burócrata del Partido Comunista– a explotar todas sus habilidades en el arte de la intimidación para mantener a Maduro en el poder. Los cubanos fueron instrumentales en la supresión de las protestas masivas contra el chavismo en el 2017; en la implementación de la “puerta giratoria”, la técnica de liberar a ciertos presos políticos mientras otros son encarcelados; y en el manejo de la desventurada oposición, la cual acepta negociaciones fútiles cada vez que el régimen está contra la pared. A través de los años, de hecho, han surgido suficientes teorías acerca de la próxima caída de Maduro para que sea prudente mantener cierto escepticismo frente a las afirmaciones eufóricas acerca del inminente fin de la dictadura cubana.
Así las protestas recientes no amenacen a los tiranos en Cuba, sí contienen varios niveles de ironía. Para empezar, el régimen que exporta médicos y enfermeras como si fuesen materias primas y asegura que su decrépito sistema de salud es un ejemplo global, embaucando a intelectuales ingenuos del mundo desarrollado como Michael Moore, ahora se enfrenta a la agitación popular a raíz de una fuertísima crisis de la sanidad. Aunque varios medios internacionales han asegurado que la pandemia llevó al sistema de salud cubano al borde del colapso, en realidad esto no es nada nuevo. En el 2015, una reportera del PanAm Post visitó de manera encubierta un hospital en La Habana, donde presenció una escasez de productos médicos básicos, camillas improvisadas, baños visiblemente sucios y carentes tanto de puertas como de papel higiénico, salas enteras atendidas por estudiantes de medicina y pacientes obligados a suministrar sus propias sábanas, almohadas y medicamentos. En semanas recientes, un nivel elevado de atención y la diseminación de las redes sociales han hecho que esta realidad sea evidente para quien preste atención.
Otra ironía es que, mientras Chávez se refería a Cuba como una inspiración para la juventud latinoamericana –hasta el día de hoy, una imagen del Che Guevara, un asesino en serie, se erige sobre la plaza principal de la Universidad Nacional de Colombia– hoy son los cubanos jóvenes y hábiles en el uso de la tecnología, entre ellos algunos artistas reconocidos, quienes denuncian al régimen de manera más efectiva. Quizá sea esta la consecuencia inevitable de privar a la generación Tik Tok del acceso al internet, ni hablar de las libertades más elementales, que ahora estos jóvenes exigen con valentía. Quizá la muerte de Fidel Castro como déspota nonagenario en el 2016, y su eventual reemplazo con Díaz-Canel, un tedioso apparatchik de 61 años, agotaron todo remanente del encanto juvenil de la Revolución Cubana. Hoy, cuesta creer que, en los 1950, Herbert Matthews, periodista del New York Times, elogiaba a Castro como “el líder rebelde de la juventud cubana”, mientras que éste le aseguraba a un deslumbrado Ed Sullivan, periodista estrella estadounidense, que Fulgencio Batista sería “el último dictador de Cuba”.
Finalmente está el “efecto bumerán” de las protestas recientes. En octubre del 2019, cuando terroristas urbanos destruían la infraestructura pública y la propiedad privada a través de Santiago de Chile, Maduro se jactó de que estaba funcionando perfectamente “el plan” que él y sus aliados habían fraguado unos meses antes en el Foro de São Paulo, una congregación de partidos de izquierda. También fue entonces cuando Diosdado Cabello, sañudo corifeo chavista, aseguró que una “briza bolivariana” soplaba a través de la región. Estas no eran meras bravuconadas; sin duda, Venezuela y Cuba han fomentado el caos en las repúblicas constitucionales suramericanas. En mayo, cuando las protestas violentas asolaban a Colombia, el gobierno de dicho país expulsó a un diplomático cubano por llevar a cabo “actividades incompatibles” con la responsabilidad de su cargo. Ahora que la población cubana, supuestamente sumisa, reclama su libertad en La Habana misma, circulan los rumores de los agentes cubanos infiltrados en Venezuela que reciben la orden de regresar a la isla para aplastar la revuelta. Es un caso clásico de un imperio extralimitado, como el de los espartanos que, al subyugar la mayor parte de Grecia, se enfrentan repentinamente a una rebelión de los ilotas en su patio trasero.
Fue un historiador griego, Polibio, quien describió la naturaleza cíclica de las revoluciones; en sus varias formas, el gobierno de un solo hombre, la oligarquía y la democracia se suceden uno a otro. Con el tiempo, hasta la Revolución Cubana podría ver a sus tiranos caer.
Este artículo fue publicado originalmente en Reason.com (EE.UU.) el 22 de julio de 2021.