Como diría el viejo Chesterton, ni con la mejor de las voluntades podría decirse de él que era un gran hombre. William Kemmler era un vendedor ambulante de verduras, en los suburbios de Buffalo, New York. Era también un alcohólico peligroso y violento cuando se emborrachaba y durante sus resacas. El 29 de marzo de 1888, de resaca, discutió muy fuerte con Matilda “Tillie” Ziegler, su novia, su esposa de hecho. Kemmler la acusó de querer robarle sus miserias para huir de ese infierno con un amigo de ambos. Atrapado por una súbita calma, Kemmler fue al granero, regresó con un hacha y mató a Ziegler de veintisiete hachazos. Después fue a la casa del vecino y confesó su crimen. Cuarenta días después, el 10 de mayo, lo juzgaron, lo declararon culpable y lo condenaron a muerte.
Por Infobae
Kemmler iba a convertirse en el primer ser humano ajusticiado en un flamante invento destinado a matar sin dolor: la silla eléctrica. Hasta entonces, el método judicial de muerte en Estados Unidos era la horca. En su momento, también ese fue un procedimiento que garantizaba una muerte indolora. Matar sin sufrimiento es imposible, así lo encare el Estado más moderno, con los adelantos más sofisticados y las técnicas más depuradas. Ni el hacha medieval del verdugo, ni la filosa guillotina, ni el temible garrote vil, ni la modernísima inyección letal, garantizan un pase al otro mundo piadoso e indoloro. Las ejecuciones siempre dependieron de las artes del verdugo, y los hubo piadosos, chambones, crueles, borrachos, tontos y, muy pocos, eficaces. El que ejecutó a María Estuardo necesitó tres golpes y dos hachas para separar la cabeza del cuerpo. Es verdad que nadie vuelve del otro lado para explicar qué sintió, pero los testigos describen siempre una escena de espanto.
Cuando Kemmler fue con calma a buscar su hacha, en Nueva York estaba en estudio un sistema de ejecución más “humano”, así, entre comillas, que la horca. Colgar a alguien para matarlo requiere de especificaciones técnicas que a finales del siglo XIX ni siquiera se tenían en cuenta: resistencia de la soga, peso del condenado, sitio exacto del cuello donde colocar el nudo, todo destinado a matar por rotura de cuello y no por asfixia. Los conspiradores que el 20 de julio de 1944 quisieron asesinar a Adolfo Hitler fueron colgados con cuerdas de piano, garantía de una muerte lentísima y horrorosa por asfixia. Las cuerdas de piano colgaban a su vez de ganchos de carnicería, para que los condenados “bailaran” para regocijo de sus jueces y verdugos.
En 1889, ya con Kemmler condenado a muerte, entró en vigencia en New York la Ley de Ejecución Eléctrica: la primera de su tipo en el mundo. Le pidieron a Edwin R. Davis, electricista de la prisión de Auburn, capital del Estado, que diseñara una silla eléctrica. El tipo cumplió porque era un funcionario puntilloso. Diseñó una silla de material aislante, equipada con dos electrodos metálicos unidos con una goma y cubiertos por una esponja húmeda, la humedad favorece la circulación de la electricidad. Los electrodos debían aplicarse uno en la cabeza y otro en la espalda del condenado. Detalle más o menos, el modelo se eternizó en casi todo Estados Unidos.
De manera que Kemmler, que iba a morir, tenía ahora dos métodos para elegir: horca o electrocución. En una conferencia de prensa días antes de su muerte, dijo: “Soy un criminal y debo morir. Muy bien. Pero no en la horca: en esa silla que han inventado, más moderna”.
El 6 de agosto de 1890, hace hoy ciento treinta y un años, sentaron a Kemmler en la silla eléctrica de Davis. Lo amarraron, le colocaron los electrodos y le aplicaron entre 700 y 1000 voltios durante diecisiete segundos, hasta que algo falló en el generador. Los testigos olieron carne quemada, pero Kemmler estaba lejos de estar muerto, estaba un poco achicharrado, es verdad, porque así mata la silla eléctrica, pero tuvo que esperar entre gemidos de dolor y una ausencia de inconsciencia que no estaba en los manuales: se suponía que lo primero que provocaba el shock eléctrico era la pérdida de conciencia del condenado. Cuando se recargó el infiel generador, le aplicaron a Kemmler un segundo shock eléctrico de entre 1030 y 2000 voltios durante dos minutos. Eso sí acabó con su vida. Salía humo de la cabeza del muerto cuando le quitaron las amarras. La autopsia reveló que el electrodo de la espalda había quemado la columna vertebral de aquel hombre que pensó que la modernidad era sinónimo de piedad.
Un testigo de renombre sintetizó todo con una frase irónica: “Habría sido mejor que hubiesen usado un hacha”. Quien hablaba así era George Westinghouse, enfrascado en una disputa eléctrica que en cierto modo fue la que apadrinó la silla. Westinghouse estaba enfrentado, o rivalizaba, con Thomas Alva Edison, por implantar un sistema de suministro eléctrico doméstico. Había algo más que la búsqueda de un sistema más piadoso de ejecución: latía una feroz batalla comercial en la que estaban en juego millones de dólares y el prestigio de aquellos dos colosos de la electricidad.
Edison defendía un sistema eléctrico de corriente continua, mientras que. Westinghouse, que seguía las huellas de Nikola Tesla, defendía el uso de corriente alterna, de mayor tensión y conducida por cables aéreos. Edison impulsaba menor tensión y cables subterráneos. En el laboratorio de Menlo Park, Edison pidió a uno de sus ingenieros, Harold Brown, que creara una silla eléctrica que funcionara con corriente alterna, la de su competidor Westinghouse, con el ánimo de desacreditar tal vez no a su rival, sino a sus aspiraciones.
Brown se puso a trabajar duro, armó un prototipo y lo paseó por varias ciudades americanas y para demostrar las bondades de su creación, y antes cientos de espectadores, acabó con la vida de perros, vacas, caballos, liebres y hasta con la de un orangután. En 1903, cuando ya la silla eléctrica estaba aceptada, la rivalidad entre Edison y Westinghouse llevó a la muerte a una elefanta del circo de Coney Island. Se llamaba Topsy y había matado a su entrenador, un hijo de mil frustraciones que le daba a comer cigarrillos encendidos. Quisieron ahorcarla, pero las sociedades de defensa de los animales protestaron. Edison, que quería demostrar los peligros de la corriente alterna, impulsó su electrocución. Está todo filmado. No es grato de ver.
Con todo, Edison y Westinghouse se manifestaban contrarios a la silla eléctrica. Tampoco era una cuestión de piedad, sino de intereses económicos: los dos temían que los consumidores americanos rechazaran que en sus casas circulara por sus aparatos la corriente que abrasaba a los condenados a muerte. De hecho, Edison se mantuvo siempre aparte, supuestamente, de las investigaciones de Brown y siempre negó vinculación alguna con la silla eléctrica. Pero negar la influencia de Edison en el trabajo de Brown, es como adjudicarle al muñeco lo que dice el ventrílocuo. Brown no cambió demasiado el mecanismo de Davis, su colega de la prisión de Auburn, pero lo refinó, siempre con la idea de la muerte indolora. Utopías.
¿Cómo mata la silla eléctrica? El principio elemental se mantiene inalterable: se hace circular electricidad por el cuerpo del condenado, con un electrodo en la cabeza y otro en una pierna, afeitadas ambas para facilitar la conducción, humedecido todo para lo mismo. Se aplican dos choques eléctricos por varios minutos: voltaje y tiempo dependen, como la soga del ahorcado, de la estructura, peso y condición del ajusticiado. La tensión inicial es de 2000 voltios y, en teoría, sirve para romper la resistencia de la piel y provocar la inconsciencia. No sucede a menudo. Luego se baja el voltaje para impedir que el prisionero arda, literalmente. Se usa un flujo de corriente de unos ocho amperes que lleva la temperatura interior a unos 60 grados centígrados. El daño que produce ese flujo de corriente y esa temperatura en los órganos internos, provoca la muerte, si antes no han llegado el paro cardíaco o la parálisis respiratoria.
Esa es la teoría. La práctica, según los testigos, sugiere otro escenario de aquelarre: pelos y piel que arden con el prisionero todavía consciente. La alta temperatura de los órganos internos provoca saltos incontrolados, pese a las amarras, y el condenado defeca, orina, vomita sangre, en medio de un olor intenso a carne quemada. La intensidad de la ejecución hizo que, en más de una ocasión, saltaran las amarras que mantienen al prisionero inmóvil, con lo que hubo de interrumpirse la ejecución y recomenzarla una vez sujeto de nuevo el moribundo a la silla. Los expertos han propuesto ciertos cambios en la silla, refinados todos, para esquivar u ocultar esas tristes derivaciones.
El Estado americano de Nebraska, siempre con ese espíritu que reza que la eficiencia no debe ser salpicada por el azar, elaboró un protocolo de ejecución que ordenaba someter al condenado a una descarga de 2.450 voltios durante 15 segundos. Tras una espera de quince minutos, un médico verificaba si aún había señales de vida en el condenado, lo que parecía improbable. Pero en febrero de 2008, después de ciento veintiocho años de uso, el Tribunal de Nebraska, por seis votos a uno, decidió que electrocutar a los condenados a muerte “infligía un inmenso dolor y sufrimiento agonizante y un castigo cruel e inusual”. Lo que estaba prohibido por la Octava Enmienda constitucional de Estados Unidos.
Después de Kemmler y nueve años después de su ejecución, Martha Place se convirtió en la primera de las veintiséis mujeres ejecutadas en la silla eléctrica en Estados Unidos. Fue declarada culpable de asesinar a su hijastra, Ida Place. El 16 de junio de 1944, murió en la silla eléctrica de la penitenciaría estatal de Carolina del Sur, George Junius Stinney Jr., un chico afroamericano de 14 años, acusado de asesinar a dos chicas blancas: fue el ser humano más joven en ser ejecutado en Estados Unidos. En 2014, setenta años después de su muerte, Stinney Jr. Fue absuelto de sus cargos y su condena fue declarada nula por el tribunal del circuito de Carolina del Sur.
Es famoso el caso de Willie Francis, un adolescente negro de 17 años, condenado en 1946 a morir en la silla eléctrica del estado de Luisiana, por el asesinato de Andrew Thomas, propietario de una farmacia en la que trabajaba Francis. El chico sobrevivió al primer shock eléctrico y luego a sucesivas descargas, mientras gritaba: “¡Paren! ¡Paren! ¡Déjenme respirar!”. La silla había sido mal instalada por un funcionario ebrio. Sus abogados exigieron entonces la liberación de Francis porque había sido “ejecutado”, tal como ordenaba la sentencia. Sólo que no había muerto. Una nueva ejecución, sostenían los letrados, violaría la Constitución de los Estados Unidos. El caso llegó a la Corte Suprema (Francis vs Resweber – 329 U.S. 459 (1947), que rechazó los argumentos de la defensa. Francis fue ejecutado el 9 de mayo de 1947. Su caso es el primero de un fallo grave en la silla eléctrica y el primero de una condena a muerte que se ejecutó dos veces.
En la silla eléctrica fue ejecutado León Frank Czolgosz, el anarquista que asesinó al presidente de Estados Unidos, William McKinley en 1901, en la misma prisión de Auburn en la que murió Kemmler. En 1927, en Boston, fueron ejecutados en la silla eléctrica los anarquistas italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti por un crimen que no habían cometido. En 1953, el matrimonio de Julius y Ethel Rosenberg murieron en la silla eléctrica de Ossining, Nueva York, acusados por revelar secretos atómicos norteamericanos a la Unión Soviética. En enero de 1989, en Florida, también fue ejecutado en la silla eléctrica Ted Bundy, el asesino serial que confesó haber asesinado a treinta mujeres, aunque se sospecha que cometió muchos más crímenes.
Paradoja de la pena de muerte, la silla eléctrica cayó en desgracia, si eso es posible, porque Estados Unidos suspendió las ejecuciones en 1966, y las retomó diez años después, pero por inyección letal que, ahora sí, sonó como un procedimiento indoloro, pulcro e inclemente. No fue así. Las varias combinaciones de drogas hipnóticas, sedantes y analgésicas, más el uso de bloqueadores neuromusculares y la prohibición de utilizar ciertos fármacos para provocar la muerte, sumado a algunas ejecuciones fallidas en cuanto a lo inclemente, hicieron que la legislación americana diera libertad al condenado pare elegir entre la inyección letal y la silla eléctrica. Es el teorema de Kemmler al revés: aquel quería la moderna silla antes que la antigua horca; hoy muchos condenados a muerte quieren la antigua silla a la moderna inyección letal. Ante la posibilidad de elegir con libertad cómo pasar al otro mundo, si a esa elección se la puede llamar libertad, la silla siguió en uso en Estados Unidos al menos hasta febrero de 2020.
Matar al prójimo, aún bajo el paraguas de la legalidad, ni es cómodo, ni es indoloro, ni es insensible, ni es fácil, ni es progreso; es un rasgo cultural, pero no es cultura; no es indiferente y no se puede vestir de seda. Jorge Luis Borges lo puso claro en cuatro versos breves, simples y profundos: “Así de manera fiel / conté la historia hasta el fin / es la historia de Caín / que sigue matando a Abel”. Lo que aquel viejo pícaro también decía en su “Milonga de dos hermanos”, es que todos nos llamamos Abel, y nadie quiere llamarse Caín. Pero somos todos hijos de Caín, y no de Abel