Hablo de complejidad, porque se trata de una problemática que no podría solucionarse con una orden del dictador o de los militares que lo sostienen en el poder. La cuestión, y esto hay que entenderlo, es que toda la estructura del poder en Venezuela se ha construido sobre la violación de derechos humanos, el desconocimiento de la Constitución y las leyes vigentes, y la destrucción del Estado de Derecho. Son las violaciones de los derechos humanos las que sostienen al régimen en el poder.
Sin sus estructuras armadas, oficiales o paramilitares, que someten a los ciudadanos indefensos; sin sus mazmorras y sus centros de tortura; sin sus sistemas de espionaje y persecución de dirigentes sociales y políticos; sin organismos como la Fiscalía, el Tribunal Supremo de Justicia, las comisarías tribunalicias, la Contraloría y los cuerpos policiales; sin la doble política de la hegemonía comunicacional combinada con la aniquilación de los medios de comunicación; sin la militarización del país y la instauración de un programa nacional de matraqueo a la sociedad venezolana, de cobertura nacional, en la forma de alcabalas; sin las operaciones de vigilancia que se mantienen sobre las redes sociales y las comunicaciones telefónicas; sin todos estos recursos puestos al objetivo de mantener al régimen en poder, al costo que sea –lo que incluye el asesinato político, la tortura, las desapariciones forzosas y más–, sin este múltiple arsenal de violencia de Estado ejercido sobre personas y familias del modo más descarado, inescrupuloso y cruento, repito, sin todo esto, la dictadura ya habría sido superada: la voluntad de cambio que predomina en el país ya se hubiese impuesto por encima de cualquier resistencia.
La idea de que los anteriores son solo instrumentos, que el poder puede usar o no a su conveniencia, es ingenua. La dictadura es el uso constante de la violencia legal, institucional y física. En Venezuela, el régimen de Maduro se ocupa, cada día, de recordarnos que tiene la capacidad y la impunidad de acabar con nuestras vidas cuando quiera. No tiene otro recurso que no sea la violencia de Estado en sus múltiples versiones. Mata a diario: deja morir a los presos políticos que necesitan asistencia médica; deja morir a los niños que esperan soluciones a sus enfermedades en centros hospitalarios; mata a mansalva en una cadena de ejecuciones extrajudiciales; permite el asesinato de indígenas para apropiarse de sus tierras y sus derechos; mata haciendo uso de ese eficaz cocktail que consiste en mezclar el hambre con la hiperinflación; mata a las familias que han perdido sus viviendas –este es solo un ejemplo entre muchos posibles– impidiendo que la ayuda humanitaria llegue hasta quienes lo han perdido todo (por cierto, ¿quién será el monstruo, el sujeto que ha desterrado toda forma de compasión de su ser, que da la orden de evitar que unas cajas con alimentos, medicinas e insumos, enviadas por Cáritas, lleguen hasta las zonas que han sido devastadas por la lluvia?).
El documento de Human Rights Watch hace uso de una frase medular: los acuerdos deberían arrojar “resultados tangibles”. Resultados tangibles en cuestiones como la liberación inmediata de los presos políticos y el cierre total de las causas que se han inventado en contra de ellos; el cese sin demora ni trucos de las prácticas de represión de la sociedad (cuyo urgente primer paso debería ser el levantamiento de las miles puntos de extorsión –las alcabalas– con las que empobrecen y aterrorizan a los transeúntes); permitir el ingreso sin restricciones de la ayuda humanitaria, lo que significa que deben establecerse garantías para que sus destinatarios la reciban sin condiciones y sin ser víctimas de prácticas excluyentes.
Entre las muchas otras cuestiones que tendrían que formar parte del acuerdo está la vacunación contra el covid-19, que en Venezuela es la pura vergüenza: no hay cifras confiables de lo ocurrido con la pandemia, que permitan proyectar planes sanitarios adecuados; no hay vacunas y las que existen están sometidas al clientelismo, el amiguismo y la corrupción; la dictadura, salvo la de mentir al respecto con disciplina patológica, no tiene ni una política sostenible, ni un cronograma, ni metas, ni ha propuesto ninguna solución que permita a la sociedad venezolana guardar esperanza de vacunarse.
He escuchado opiniones que sostienen que, si se plantean estos asuntos en la mesa de debates, no será posible avanzar ni lograr ningún acuerdo. Ante esta posición, que ha sido calificada de pragmática, cabe hacerse una pregunta: ¿si los acuerdos no se basan en liberar a los presos políticos, obtener libertades políticas y ciudadanas, acabar de una vez con la represión y la trama de extorsión, lograr que la población sea vacunada, cesar con el acoso a periodistas y medios de comunicación; si no son estas las cuestiones prioritarias, cuáles son entonces? ¿Acaso entregar el arma de las sanciones a cambio de un manojo de promesas que no se cumplirán nunca?
Este artículo se publicó originalmente en El Nacional el 5 de septiembre de 2021