Cada vez que me entero de la desaparición física de criaturas a causa de la falta de alimentos, recuerdo aquella insólita pregunta de la funcionaria designada por el alcalde entrante para recibir las casas de atención a los niños en situación de calle que, con el respaldo del alcalde Antonio Ledezma, pusimos en servicio en la ciudad de Caracas: “¿por qué esos niños comen tanta carne?”, interrogaba la “camarada revolucionaria”, a esa persona que se había seleccionado para asumir el programa social que entusiastamente habíamos emprendido con probados éxitos, le resultaba llamativo la inversión que se venía haciendo en alimentos, además de cuestionar el costo que se derivaba de la puesta en servicio de una unidad odontológica. Todas esas casas con sus respectivos servicios fueron suprimidas.
He querido basar este escrito en los datos que dan cuenta del tamaño de nuestras adversidades para tratar de encontrarle explicación a esta explosión de dolor que sentimos, cuando nos vamos cerciorando que otra Venezuela se va instalando en los cuatro puntos cardinales del planeta, tal como lo resume en sus redes el alcalde David Smolansky al compartir cifras expuestas desde el Grupo de Trabajo de la @OEA_oficial, asegurando que “La crisis de migrantes y refugiados venezolanos alcanza la escalofriante cifra de 6 millones. Es oficial, según la última actualización de la @Plataforma_R4V de Naciones Unidas. Cifra que compartimos desde el Grupo de Trabajo de la @OEA_oficial”.
La verdad es que hoy Venezuela encaja la segunda crisis de refugiados más grande del mundo, solamente superada por Siria.
Así tenemos, según los números aportados por Smolansky, que “Colombia es el país con más migrantes y refugiados venezolanos, aproximadamente 1,8 millones. Le sigue Perú, con 1,1 millones. Poca gente sabe esto, pero Lima es la ciudad del mundo con más venezolanos en su territorio. De esos 1,1 millones que están en Perú, casi 800.000 residen en Lima”.
Nada más de imaginarme a los padres de esos miles de niños venezolanos angustiados o mas bien desesperados, buscando el cupo en la escuela, me enternece y conmueve, recordando como en aquellos tiempos de la Venezuela democrática, que abrió sus fronteras para recibir a legiones de colombianos, peruanos, ecuatorianos, bolivianos, chilenos o argentinos, entre los que se contaban miles de menores cuyos progenitores se apersonaban a las puertas de los preescolares que financiaba la alcaldía a cargo de Antonio Ledezma para procurarles el ingreso.
Ahora nos toca a los venezolanos representar una de las crisis de migrantes y refugiados más grandes del mundo, aparejada a la que encarnan millones de sirios. Ya bien sabemos que los venezolanos huyen del hambre, de la crisis de salud que ponen en riesgo sus vidas, de la horrorosa inseguridad que da lugar a la violación de sus elementales derechos humanos, son millones de seres humanos que escapan de los impactos derivados del colapso económico y del agobio que les produce el descalabrado aparato de servicios públicos que hace de Venezuela un país sin agua potable, sin luz, sin gas y sin servicio de transporte decente.
Ese cuadro pavoroso es el que hay que revertir, y esa tragedia no será dejada atrás mediante elecciones fraudulentas ni diálogos ineficaces. Por eso hoy más que nunca estamos convencidas que sólo apartando de la escena nacional a esa dictadura, Venezuela y los venezolanos volveremos a ver la luz de la libertad.