Se enamoraba como un adolescente, a menudo y con intensidad. Y, como un adolescente, no aceptaba el rechazo femenino. Y las mujeres lo rechazaron, a menudo y con intensidad. El resultado fue una agresión cuasi eterna a las mujeres de parte de un hombre que las amaba demasiado.
Por Alberto Amato / Infobae
El drama de vida de Friedrich Nietzsche que nació el 15 de octubre de 1844, hace ciento setenta y siete años, fue más pedestre que su igual de agitada filosofía que proclamó al súper hombre, influyó en generaciones de filósofos, sociólogos, psicólogos historiadores, poetas y novelistas, entre ellos quienes intentaron reorganizar el pensamiento del siglo XX como Michel Foucault, Martin Heidegger, Jacques Derrida y Gianni Vattimo; decretó la muerte de Dios, matado por el hombre; estableció una ética y una moral entre amos y esclavos, entre poder y sumisión, entre la armonía, la belleza, la claridad y la lógica de Apolo frente al desorden la borrachera, la emoción y el éxtasis de Dionisio, traspalados ambos a la naturaleza humana; el que creía en la “guerra perpetua de los sexos”, en el “odio mortal de los sexos”, guerreros ambos que usaban el amor como arma efectiva de su lucha.
La altura de su pensamiento se hundía en el fango al hablar de la mujer.
“El hombre ama dos cosas: el peligro y el juego. Por eso ama a la mujer, el más peligroso de los juegos”. Esas cosas escribía Nietzsche, y otras peores, ante el rechazo femenino. Caía a los pies de toda mujer atractiva que se cruzara en su torturado camino; si, además, la mujer era rubia y rica, el enamoradizo Friedrich le pedía matrimonio de manera compulsiva, como el reflejo de Pávlov en los perritos. El previsible rechazo desataba en el filósofo la furia: “Hasta aquí hemos sido muy corteses con las mujeres. Pero, ¡ay! llegará el día en que para tratar con una mujer habrá primero que pegarle en la boca”.
Aún hoy está en debate si Nietzsche llevaba encima el gen de la locura. Murió demente, tal vez por una sífilis que lo atrapó en sus redes desde muy joven, en una visita inicial a un prostíbulo. Su padre murió también demente, lo que implicó un grave deterioro en la vida del chico Nietzsche, que recordó así aquellos días terribles: “El primer acontecimiento que me conmocionó cuando aún estaba formándose mi conciencia, fue la enfermedad de mi padre. Era un reblandecimiento cerebral. La intensidad de los dolores que sufría, la ceguera que le sobrevino, su figura macilenta, las lágrimas de mi madre, el aire preocupado del médico y, finalmente, los incautos comentarios de los lugareños debieron advertirme de la inminencia de la desgracia que nos amenazaba. Y esa desgracia vino: mi padre murió. Yo aún no había cumplido los cuatro años. Algunos meses después, perdí a mi único hermano, un niño vivaz e inteligente que, presa de un ataque repentino de convulsiones, murió en unos instantes”.
Una crónica estupenda, un escrito de juventud de Nietzsche, que fue criado por mujeres. A partir de la muerte del padre, se hicieron cargo de la educación de Nietzsche su madre, Franziska, su hermana Elizabeth, de la que Nietzsche estuvo enamorado en secreto, y acaso no tan en secreto dado que Thomas Mann lo revela en su autobiografía, su tía Rosalie y su abuela Erdmunde: todas, a su modo, lo protegieron y cuidaron hasta su muerte.
El amor de su vida fue Lou Andreas Salomé, la mujer que fuera de su familia más influyó en su vida. Se conocieron en Italia, adonde Nietzsche viajaba con frecuencia en busca del sol, que aliviara su salud precaria y caprichosa.
Lou era una joven rusa de dieciocho años, pionera del psicoanálisis y del feminismo que intentaba ejercer la libertad de la mujer incluso más allá de la práctica de aquel feminismo en albores. Nietzsche, que tenía treinta y ocho años, ya estaba enfermo de sífilis y era un misógino pertinaz, se rindió de inmediato ante la belleza y la inteligencia de Lou y, por supuesto, le pidió matrimonio de inmediato.
“¿De qué astros del universo hemos caído los dos para encontrarnos aquí uno con el otro?”, le soltó el filósofo, que sabía ser ramplón cuando quería. Lou rió ante la propuesta, la rechazó también de inmediato porque, entre otras cosas, estaba enamorada de Paul Rée, un discípulo de Nietzsche.
A modo de consuelo, Nietzsche propuso vivir con ambos un triángulo amoroso, no sexual, sino estético y en Capri, un escenario que da para todo tipo de amores, y con viajes a menudo a Niza y Venecia. Lou, que iba a comenzar una colección de amantes famosos, Rilke y Freud entre ellos, también rechazó la idea. Ambos mantuvieron una muy buena amistad, destino irremediable y amargo para el filósofo, y Lou siempre estuvo atraída por el filósofo y por su pensamiento, no por el hombre.
La ruptura se produjo en menos de un año, en parte por algunas intrigas plantadas en el trío por Elizabeth, la hermana de Nietzsche que, aislado, con nuevos síntomas de su mal, acosado por fantasías suicidas, se marchó a Rapallo, una comuna de Génova, y en diez días escribió “Así habló Zaratustra”.
Es allí y en “La gaya ciencia” donde aparece ese aforismo que Hegel había sugerido ya veinte años antes del nacimiento de Nietzsche. “¿No oísteis hablar de aquel loco que en pleno día corría por la plaza pública con una linterna encendida, gritando sin cesar: ‘¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!’. Como estaban presentes muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron la risa. (…) El loco se encaró con ellos, y clavándoles la mirada, exclamó: ¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir. Le hemos matado; vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte (…) ¡Y nosotros le dimos muerte! ¡Cómo consolarnos nosotros, asesinos entre los asesinos! Lo más sagrado, lo más poderoso que había hasta ahora en el mundo ha teñido con su sangre nuestro cuchillo. ¿Quién borrará esa mancha de sangre? (…) ¿La enormidad de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros?”.
Tal vez haya sido Nietzsche el pensador más “interpretado” del siglo XX. El fascismo alemán y el nazismo hicieron suyos sus pensamientos. Y lo mismo hicieron los anarquistas y los pensadores de extrema izquierda. Nietzsche fue defensor de los judíos, mostró su alarma ante el creciente racismo de Alemania y rompió su amistad con Richard Wagner (también se enamoró de la esposa de Wagner, Cósima) debido al antisemitismo rampante del compositor.
El péndulo de la interpretación parece en cambio detenido a la hora de interpretar el pensamiento, y el sentimiento, de Nietzsche hacia la mujer. Aparece como el filósofo machista, misógino, patriarcal, sexista, antagonista del feminismo.
Algunas de sus frases: “Todas las mujeres son muy sutiles al exagerar sus debilidades. (…). Se defienden de los fuertes y de todo el ‘derecho de los más fuertes’. De esta manera, ellas no sólo son las débiles, sino que se victimizan aún más para defenderse”.
Otras tomadas de sus “Fragmentos póstumos” “¡En fin, la mujer! Una de las mitades de la humanidad es débil, típicamente enferma, cambiante, inestable -la mujer necesita fuerza para aferrarse a ella-, y una religión de la debilidad, que glorifica como divino el hecho de ser débil, de amar, de ser humilde (…) La mujer siempre ha conspirado con los tipos de decadencia, con los sacerdotes, contra los ‘poderosos’, los ‘fuertes’, los hombres”. “¿Vas a la casa de la mujer? No olvides el látigo”. “La mujer quiere ser tomada, aceptada como propiedad”. “La emancipación de la mujer es el nombre que toma el odio instintivo de la mujer fracasada”.
Si el feminismo tiene un enemigo, es Nietzsche, un guerrero contra la mujer, a las que parece repudiar y a las que les reserva como único rol social el de servir de descanso y como madre del hombre.
Sin embargo, la filósofa chilena Daphne Barly da un giro a la interpretación feminista de las provocadoras definiciones del filósofo alemán. Cree que, detrás de su machismo expuesto, puede existir una incitación al feminismo: “Bajo su misoginia, quizás se oculta una provocación a la superación de un cierto tipo de mujer. En el corazón de su sexismo, podría vislumbrarse el reconocimiento de una potencia femenina tradicionalmente invisibilizada. Desde su visión patriarcal, podemos reconocer una crítica a la civilización masculina. Y a partir de su posición contra la emancipación de la mujer, entrevemos la posibilidad de un llamado a otro tipo de liberación de los impulsos femeninos”.
Y, más adelante, en su ensayo “Nietzsche y el feminismo: ¿Antagonista o precursor?, sostiene: “De esta manera, la imagen del látigo no se dirige contra la mujer en sí misma. Más bien, pretende provocar a un cierto tipo de feminidad: la servil, la oprimida, la esclava, la fuerza reactiva. Porque, como Nietzsche explica en su ‘Genealogía de la moral’, en los conflictos sociales hay fuerzas activas, auto afirmativas, y fuerzas reactivas, que necesitan oponerse a las activas para poder emerger. En este escrito de combate, el autor toma la palabra de los nobles, de los espontáneos. Él lucha contra los esclavos, los resentidos. Defiende a los fuertes contra los débiles. Sin embargo, a pesar de su posición de dominio, Nietzsche nos muestra que las fuerzas reactivas pueden superar a las activas. Porque éstas, con decir ‘no’ a la moral de los nobles, ya han invertido el significado original del bien y del mal, dado nacimiento a nuevos valores. A partir de su genealogía de nuestra moral, podemos leer cómo los valores que dominan las épocas pueden ser transvalorizados. El patriarcado puede ser superado”.
Con nuevas manifestaciones, cada vez más serias, de su mal, cualquiera haya sido, si es que la sífilis, no lo llevó a la demencia, Nietzsche cae en el pozo de la sinrazón el 3 de enero de 1889, en la Plaza Carlo Alberto, de Turín.
Ve que un cochero castiga a latigazos a su caballo y se lanza al rescate; empuja al cochero, abraza al caballo, apoya su mejilla sobre el animal y le promete que nadie le hará ya más daño. Luego, se desmaya.
Su casero lo saca de la plaza y lo lleva de regreso a casa, donde pasa varios días en su habitación, desnudo, cantando de modo salvaje y tendido en el suelo. Pasa en ese estado, primero en una clínica mental y luego al cuidado de su madre, los últimos once años de su vida. Murió el 25 de agosto de 1900.