Nadie en este mundo está a salvo de sufrir una larga y tortuosa tiranía. Ni siquiera un país como Venezuela que fue ejemplo de democracia y de progreso. En la década de los sesenta sobrevivió a la violencia cubana que estaba entendida con la Unión Soviética, y nada mejor que el cordón sanitario que extendió Rómulo Betancourt frente a las dictaduras. Pero nos confiamos y, desde Cuba, dieron a entender el deseo de superar sus desgracias y acercarse a la libertad, engañándonos. Fidel Castro descubrió en Hugo Chávez un magnífico agente.
Todas las precauciones frente al comunismo, se perdieron. Se creyó que bastaba el derrumbe el muro de Berlín para que todos comulgaran con el ideario de la libertad, pero no fue así. Hubo exceso de confianza y, por supuesto, fueron burlados todos los mecanismos tedientes a salvaguardar la vida democrática. Chávez y el rabipelado que se hoy se jura poeta y fiscal, como Tarek William Saab, mientras Maduro disfrutaba de sus altas posiciones en una Asamblea Nacional y cancillería de disfrute, celebraron sacar a Venezuela de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos(CIDH).
Sin embargo, todavía la comunidad internacional está en guardia y pueblos muy sojuzgados y preteridos, pueden contar en que, tarde o temprano, cuando ellos no pueden con sus genocidas y cómplices, hay instancias y países dispuestos a tender la mano. Está ocurriendo con la Corte Penal Internacional que, al abrir el proceso, acumula y acumulará mayor evidencias para juzgar a Nicolás Maduro y a la cuerda de asesinos que tienen a Venezuela en un puño. Es la mejor prevención que puede tomarse en el hemisferio antes que esos genocidas continúen con esa siniestra tarea de aniquilamiento de los inocentes venezolanos. Además, ni sus hijos y nietos podrán disfrutar de los miles de millones de dólares que tienen acumulados en los paraísos fiscales. Uno a uno caerán y de la Corte Penal no se salvarán.