La hija de Mónica estudia piano y el lunes no irá a la escuela. Raudel tiene planeado faltar al trabajo y su hermana piensa colgar una sábana en el balcón, mientras que Maykol y su abuela ya tienen lista la ropa blanca para salir a las calles. Todos se preparan, de una manera u otra, para la Marcha Cívica del 15 de noviembre, una convocatoria a la que nadie está ajeno en esta Isla.
Las calles cubanas, tan volcadas en la queja cotidiana, han comenzado a hablar de otra manera desde que el pasado 11 de julio una muchedumbre las recorriera al grito de libertad. Es como si después de aquella jornada no hubiera podido recuperarse el guion de la conversación que había protagonizado por décadas las colas, los mercados y las paradas de ómnibus. La mala calidad del pan, el calor y la telenovela pasaron a un segundo plano.
Nadie se sorprende cuando otro menciona la convocatoria a manifestarse, todos parecen enterados. Las discusiones públicas ni siquiera van por la falsa dicotomía que los medios nacionales intentan mostrar entre quienes convocan a salir a las calles para exigir respeto a los derechos humanos y aquellos que todavía se sienten identificados con el discurso oficial. El dilema es otro: cómo protestar, cuál es la mejor forma de sumarse al #15NCuba.
Desde el gesto más osado al más tímido. Desde los que sienten que ya no tienen nada que perder y pondrán sus cuerpos en las avenidas hasta la señora jubilada que no podrá dejar sola a la madre postrada pero colocará en la tendedera las dos únicas fundas blancas que le quedan. Desde el padre que le ha advertido a sus hijos que no irán al colegio ese día para evitar que los usen como tropa de choque hasta la jovencita que tocará la cazuela en la azotea de su casa a las tres en punto de la tarde.
Nunca antes, una convocatoria independiente había calado tanto en el alma nacional. La razón para esta extensión de la convocatoria no está solo en la sensación de asfixia que este fallido modelo político económico ha extendido entre los cubanos, sino en la campaña de fusilamiento de la reputación que la televisión y los periódicos controlados por el Partido Comunista han llevado a cabo contra la iniciativa y sus principales promotores. Al satanizarlos los han hecho más atractivos.
Incluso entre los que más temen a que llegue ese día, porque tienen un hijo en el Servicio Militar que será usado para reprimir a los manifestantes, o no pueden faltar a su jornada laboral aunque los suban a un ómnibus poniéndoles un garrote en la mano, la sensación es de final. Saben que el sistema está en agonía y que ahora solo cabe ponerse en el bando de los que ayudarán al parto de la nueva criatura que necesita la Nación o de quienes harán latir artificialmente el deshilachado corazón del régimen.
Los argumentos oficiales de la conspiración orquestada desde fuera de las fronteras apenas calan en las conversaciones callejeras espontáneas y, cuando aparecen, son recibidos con burlas, sonrisas a media cara y una avalancha de respuestas que dejan al promotor de esas justificaciones en franca desventaja ante la mayoría. El discurso del victimismo se agotó; a la gente ya no le sirven estas tramas rocambolescas.
Los miedos y las dudas sobre el futuro están sobrevolando todas las mesas familiares, pero de esa mezcla de aprensiones que nos ha quitado el sueño a millones de cubanos, brota la convicción. Es ahora o nunca. El castrismo está herido, atravesado de lado a lado, y el tajazo es de muerte. La Marcha Cívica ha cumplido parte de sus propósitos al hacer que las autoridades cubanas tengan que mostrar su propio rostro, una cara que ya muchos conocíamos por haber sufrido directamente la represión pero que maquillaban hábilmente con el colorete de la justicia social, la soberanía y la igualdad para todos.
Esa capa de cosméticos la usan también para hacernos creer que lo pueden todo, que tienen cada milímetro del suelo cubano controlado, que perseguirán con saña a la jubilada de las fundas blancas en el balcón, a la joven que golpea una cazuela sobre el techo de su vivienda y al padre que no permitirá a sus hijos ir a la escuela para que no la usen en las Brigadas de Respuesta Rápida. Quieren hacernos creer que les queda tiempo para eso.
En noviembre de 1989, los alemanes tumbaron el Muro de Berlín. Al oso soviético no le hizo ninguna gracia aquella osadía pero tenía otras muchas preocupaciones. Ese mismo mes, una huelga general paralizó Praga y aceleró la caída del régimen comunista, con lo que se rompió otro eslabón de la cadena que, controlada desde el Kremlin, intentaba mantener unido por la fuerza al bloque socialista.
La Plaza de la Revolución no es más fiera que la Unión Soviética que, por tener, tenía hasta armas nucleares; ni la Seguridad del Estado cubana trabaja de manera más eficiente que la Stasi alemana, imbuida de una disciplina y una tenacidad poco vistas en esta Isla. Si ambas grotescas criaturas ya no existen, por qué creer que el castrismo será eterno. ¿Llevará su lápida también un noviembre como mes de despedida? Depende de nosotros.
Este artículo fue publicado originalmenmte en 14ymedio el 11 de noviembre de 2021