La belleza del volcán de La Palma es tan hipnótica que no se cansan de mirarlo ni los que más perjudicados han salido de su intensa actividad: los que perdieron sus casas o están a punto de perderlas de vista por el avance arrasador de la ceniza o por el peso de la misma sobre techos y cubiertas.
El miedo a que el pisco, como lo llaman en La Palma, devore lo que en muchos casos costó una vida construir, hace que muchos vecinos pierdan, por momentos, la noción del peligro. Particularmente de aquel peligro que no se ve y no se huele: el monóxido de carbono.
Desde que comenzó la erupción, las autoridades de La Palma suelen mencionar más el dióxido de azufre, que tiene una ‘ventaja’: su olor avisa de que es hora de salir corriendo.
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