“Si lo suelta, disparale”.
Louis Zamperini está flaco, muy flaco. Ya no se parece en nada al atleta olímpico que impactó hasta a Adolf Hitler en los Juegos Olímpicos de 1936, al punto de ser invitado al palco del dictador nazi tras una épica última vuelta en los 5000 metros llanos. Pasaron ocho años y ahora está en un centro de detención en Tokio durante la última parte de la Segunda Guerra Mundial. Luce sucio, cansado y su cuerpo no es el mismo… Incluso parece ya no tener fuerzas para soportar una nueva vejación. El trabajo esclavo y las constantes torturas recibidas lo han debilitado. Aunque su alma está intacta. Y también su coraje y mentalidad de hierro, lo que genera una idolatría silenciosa en los otros prisioneros. Pero, claro, también la envidia de Mutsuhiro Watanabe, jefe japonés famoso por su sadismo y que encuentra una especial satisfacción en martirizar a la antigua estrella olímpica…
Por infobae.com
Ese día, el Pájaro –así le decían a Watanabe- ha apartado a Zamperini del grupo para exigirle que levante y sostenga sobre sus hombros una enorme viga de madera. Si la deja caer, la orden del oficial es clara y a los gritos: que los soldados lo ejecuten sin miramientos. Pero Louis hace gala de su entereza física y anímica: saca fuerzas desde sus entrañas y no sólo mantiene en alto la viga sino que lo hace mientras lanza una alarido que eriza la piel de detenidos y captores, mientras mira fijamente al oficial nipón, algo que le tenía prohibido. Lo que sigue, según puede apreciarse en la emotiva película Inquebrantable (Unbroken) estrenada en 2014 bajo la dirección de Angelina Jolie, es una paliza con su bastón de caña al grito de “te dije que no me mires”. Louis queda inmóvil, en el piso. Parece muerto. Pero no. Se hace de noche, vuelve el día y Zamperini permanece en posición fetal. Pero respira, se mueve. Y en un momento se levanta y llega hasta la barraca. Una muestra más de fortaleza física, temple y capacidad de supervivencia que este estadounidense dio a lo largo de su vida. Una historia de superación que detallaremos en este artículo.
Nada es casualidad en la vida, todo tiene un por qué. Nacido el 26 de enero de 1917, en Nueva York, una neumonía descubierta a los dos años hizo que su familia se mudara a un clima más benévolo, eligiendo Torrance, California. Allí se crió como un niño rebelde. Hijo de inmigrantes italianos, el pequeño Louis sufrió permanentes burlas de los otros chicos, tanto en el colegio como en los barrios que frecuentaba. Básicamente por su procedencia y el limitado dominio del inglés. Eso, claro, lo enojó… Y lo llevó a lugares no muy sanos para un chico: el cigarrillo, el alcohol, las peleas y hasta los robos. La calle fue su refugio. Ahí se sentía poderoso, fuerte, en su salsa. Y allí aprendió los códigos. Y también se metió en líos. Una y otra vez la Policía lo agarró y lo llevó a su casa. Todavía era demasiado chico para terminar en la cárcel pero, si seguía ese camino, sería un destino irremediable. Las respuestas que no encontraban sus padres para encausarlo la encontró su hermano mayor, Pete. Y casi de casualidad. Un día, mientras practicaba su deporte preferido, el atletismo, vio condiciones en el menor y lo convenció de sumarse al equipo del secundario Torrance, en California.
Louis encontró un mejor lugar en el deporte y, puntualmente, en las pistas. Dejó la calle y los malos hábitos para centrarse en el descanso y los entrenamientos. Más aún cuando se dio cuenta que tenía condiciones y que el competir y el ganar le despertaban una adrenalina que nunca había sentido. De repente, en apenas años, el chico rebelde que coqueteaba con la delincuencia se había transformado en un atleta con una ética de trabajo cuasi fanática. “Triunfa quien lucha sin descanso”, fue una de las tantas frases de su hermano que marcaron su vida. Zamperini siguió el consejo con una impactante disciplina, dejando el alcohol, el cigarrillo y las salidas nocturnas. A Louis le gustaba exigirse al máximo y así descubrió que las carreras de semifondo eran su especialidad. Y así, ganando una y otra vez, recogió respeto, reconocimiento, popularidad y oportunidades. Cosas que, de más chico, nunca imaginó y que ni cerca había estado de lograr, ni siquiera con la fuerza de sus puños…
En 1934 rompió el récord escolar en la milla y se clasificó para el campeonato estatal, donde obtuvo otra victoria, en el campeonato California State Meet, con lo que logró una beca en la Universidad del Sur de California. Durante los últimos tres años de la escuela secundaria, estuvo invicto. Sin recursos, salvo los boletos de tren que su padre podía darle al trabajar en el ferrocarril nacional, empezó a viajar y a ganar. Hasta que llegó la clasificación olímpica, en Randalls, Nueva York. El calor fue tal en esos días que 40 personas murieron en la isla de Manhattan durante la semana. Pero Louis, como demostraría a lo largo de su vida, sacó su entereza, anímica y física, para meter un terrible sprint final en los 5000 metros y así clasificarse, con 19 años y 178 días a los Juegos Olímpicos, siendo el atleta más joven de la historia en conseguirlo.
Para él fue vivir un sueño. Un sueño que nunca había soñado. De repente, se encontró en un barco viajando a Alemania, con comodidades que nunca había disfrutado, como el buffet libre, una tentación irresistible que no pudo sortear y que le hizo llegar a la competencia con cinco kilos de más… Pero, claro, poco le importó cuando se dio cuenta adonde había llegado, cuando entro a la villa olímpica y le tocó competir habitación con el gran Jesse Owens, el atleta afroamericano que sería la gran estrella de aquel evento olímpico, con cuatro medallas de oro en atletismo, un resultado que tuvo un impacto mayor por estar Hitler en el poder, esperando la victoria de la llamada “supremacía aria”.
A Zamperini, en tanto, no le fue tan bien. Al menos como el esperaba. Quizás el sobrepeso, la inexperiencia o la falta de entrenamiento le jugaron una mala pasada y, tras la largada, quedó muy lejos del grupo de punta. Sin embargo, impactó a todos en la última vuelta, que la hizo a una velocidad pocas veces vista y en la que marcó un impactante tiempo de 56 segundos. Así pasó de estar en los últimos lugares a llegar octavo, un esfuerzo que levantó al estadio y generó la admiración de Hitler. “¿Tu eres el chico con ese final tan rápido?”, aseguran que le dijo el dictador cuando estrecharon la mano en el palco del Fuhrer.
Louis nunca imaginó que ese mismo hombre sería el responsable de los mayores pesares de su vida y quien haría añicos sus suelos de revancha para los Juegos de 1940 –en 1938 había establecido un récord nacional de la milla colegial, ganándose el apodo el Tornado de Torrance-. Pero, claro, un año antes de la cita olímpica, Hitler dio la orden de invadir Polonia y la vida de Zamperini –y de millones de personas- cambió para siempre. Louis, ciudadano curioso y comprometido, decidió enlistarse voluntariamente en la Fuerza Aérea estadounidense, a mediados de 1941 y aprendió tan rápido que poco tiempo después, ya siendo teniente, fue destinado a la Isla de Funafuti, en el Pacífico. Su rol: artillero de aviones Consolidated B-24 Liberator. Allí hizo varias misiones hasta que en mayo de 1943, durante un rescate a un bombardero perdido cerca de la Isla de Oahu, uno de los motores del avión falló y el aterrizaje forzoso en medio del océano hizo que sólo sobrevivieran tres de los 11 tripulantes. Uno de ellos, Zamperini. Otro guiño del destino para Louis, quien volvió a recordar una de las frases de cabecera de su hermano, la misma que le había dicho cuando subió al tren rumbo a Alemania: “Louis, un momento de dolor vale la pena por toda una vida de gloria”.
Durante 47 días, él y sus compañeros se debatieron entre la vida y la muerte, en dos pequeños botes salvavidas, casi sin comida ni bebida, a merced de las inclemencias climáticas –sobre todo el sol-, de las mareas y los animales, en especial los hambrientos tiburones, que rondaban su precaria embarcación. Fue tal la desesperación –y la pericia- que terminaron matando a uno, con un remo y un pequeño cuchillo que tenían. Así sobrevivieron por días, tomando agua de lluvia, comiendo algunos pescados crudos y hasta un ave que se posó sobre la balsa. Incluso soportaron una balacera de un avión japonés, que hundió uno de los botes y terminó costándole la vida a uno de los compañeros (Francis McNamara), en el día 33 de la desventura. La marea terminó llevando el bote hasta las proximidades de las Islas Marshall, donde fueron encontramos por la Marina Imperial Japonesa. “Tengo una buena y una mala noticia”, apenas le balbuceó Zamperini a su amigo, cuando abrió los ojos y vio a soldados japoneses apuntando desde un enorme barco. La odisea, lejos de terminar, volvía a comenzar, sólo que esta vez en tierra.
Primero estuvo presó en un cárcel en el medio de la selva, en un atolón. Allí arrancaron las torturas. Los japoneses buscaban información –que nunca conseguirían de Louis- y, para lograrlo, aplicaban sus técnicas con un sadismo pocas veces visto. De allí pasó a un campo de prisioneros en Ofuña y luego a otro, llamado Omori, en la capital nipona. “Estamos en Tokio, aquí soñaba llegar, pero para correr una carrera”, atinó a decir el protagonista, según narra el famoso filme –puede verse hoy en Netflix- que se inspiró en el libro “Invencible; una historia de supervivencia, valor y resistencia durante la Segunda Guerra Mundial”, escrito por Laura Hillenbrand. Pero, claro, lejos de los sueños que había tenido.
Nunca creyó que le esperaba una nueva pesadilla, comandada por Watanabe, un oficial nipón que supo del pasado olímpico de Zamperini y se la tomó especialmente con él. Hablamos de un sádico oficial que fue incluido por el General Dougles MacArthur como el N° 23 de la lista de los 40 criminales de guerra más buscados. El Pájaro solía llevar al límite –y pasarlo- a Louis, privándolo de comidas, golpeándolo y sometiéndolo a humillaciones de todo tipo. “Podría hablar de los golpes y el castigo físico, pero era el intento de destruir tu dignidad, de hacerte sentir insignificante, lo más duro que tuve que soportar”, reconoció Zamperini, un estoico soldado que ni siquiera aceptó grabar un mensaje propagandístico para la radio, a cambio de beneficios en su encierro. Lo rechazó. Fueron tales las vejaciones recibidas que, en Estados Unidos, lo dieron por muerto en 1944, luego de aquel castigo recibido tras sostener la viga. Incluso los padres recibieron un mensaje de condolencia del presidente Franklin Roosevelt, algo que Louis guardó toda su vida.
“Si me ayudas a salir de esta, dedicaré mi vida a ti”. El mismo Zamperini admitió que, acostado en la balsa, ya sin fuerza y a merced de las mareas y del clima, dijo esa frase mirando hacia arriba. Una ayuda divina esperaba, en el momento más complejo de su vida. Pocas horas después estaba en tierra firme. En los campos de concentración japoneses, la volvió a pronunciar e, increíblemente, la ayuda llegó. No sería la única vez que el designio le daría una mano. Tras la rendición de Japón, Louis fue rescatado en septiembre de 1945 y, desde su llegada a su casa, como héroe de guerra, la vida no fue fácil. Aquellas torturas en cautiverio volvían en forma de pesadillas, noche a noche. Intentó regresar a su primer amor, el atletismo, pero ya no era el mismo. Su cuerpo había sufrido demasiado… Entonces, de alguna forma, recurrió a lo conocido. A lo malo conocido: el alcohol. Creyó que podía ser su refugio ante tanta angustia. Hasta que su mujer, Cynthia Applewhite, con quien tuvo dos hijos y atravesaba una crisis matrimonial, le pidió ir a un misa de un pastor evangelista de su confianza. Zamperini pensaba que una pérdida de tiempo, pero era lo menos que podía hacer por ella. Pero, escuchando el sermón, tuvo una epifanía que cambió su vida, según él mismo reconoció.
Así fue que como el atletismo lo rescató en su adolescencia, la religión lo hizo en la mitad de su vida… Zamperini dedicó el resto de su vida a organizar campamentos para chicos problemáticos y dar charlas motivacionales, predicando el perdón y el amor.. Paralelamente, Louis tuvo un gesto que lo enaltece: decidió buscar a sus torturadores, muchos de ellos en prisión, para ofrecerles su perdón. Con varios se encontró en una visita a la prisión de Sugamo (Tokio), realizada en octubre de 1950. El único que nunca asistió a su encuentro fue el Pájaro, seguramente con una envidia a flor de piel, la misma que había mostrado en la guerra. Sin embargo, Zamperini le envió una carta, indicando que aunque sufrió un gran maltrato de su parte, lo perdonaba… Se desconoce si Watanabe leyó la carta. Al menos, Louis nunca recibió una respuesta.
Esa actitud empática, más allá de dar un ejemplo al mundo, lo ayudó a él. Louis encontró otra motivación en la vida y definitivamente dio una vuelta de página, tras aquellas atrocidades. Las pesadillas que lo torturaban, desaparecieron para siempre. Y otra puerta se abrió en su vida, reencontrándose incluso con su amado deporte. En 1984, durante los Juegos de Los Angeles, fue relevista de la antorcha olímpica, experiencia que repitió en Atlanta 96. Pero nada significó tanto, para él y para el mundo, cuando volvió a Japón y corrió por sus calles. Fue durante la previa de los Juegos de invierno de Nagano, en 1998, cuando tenía 81 años y corrió con una sonrisa en su rostro… En este último trayecto pasó no tan lejos de uno de los campos donde había sido torturado. “No me considero un héroe, sino un superviviente agradecido”, admitió, dejando claro postura humilde, de aprendizaje, pese a tanto sufrimiento…
Zamperini falleció el 2 de julio de 2014, en su casa de los Angeles, a los 97 años, a causa de una neumonía pero en paz, recordando una premonitoria frase de su hermano mayor. “Louis, un momento de dolor vale la pena por toda una vida de gloria”. Dicen que una sonrisa lo acompañó en sus últimos segundos de vida.