Para Paulina Gamus
Cuando salí de la escuela primaria en Los Teques y me llegó la hora de entrar a la secundaria no había en Venezuela un mejor destino para un joven que el Liceo San José. Para ese momento estaba manejado por los sacerdotes salesianos después de haber sido fundado y dirigido por José de Jesús Arocha, médico nacido en Montalbán, estado Carabobo, a quien llamaban El Tigre. Durante la etapa de Arocha el Liceo San José tenía maestros como Rómulo Gallegos y alumnos como Arturo Uslar Pietri. Al enfermarse, el Dr. Arocha lo vendió a los salesianos por Bs. 138.000, suma a ser pagada en cuotas mensuales de Bs. 500.
Mi familia no era católica, no teníamos religión alguna, nunca supe exactamente la razón. Mi padre era muy conservador y nuestro apellido Coronel es de origen judío converso, de la rama de Abraham Senior, de Segovia. El apellido de mi madre era García Maldonado y, entre sus diez hermanos (as), había dos comunistas, Víctor y Margot. Mi abuelo materno había sido médico en una Venezuela muy pobre, acostumbrado a ver la muerte de cerca y, quizás por ello, escéptico en materia religiosa. Lo cierto es que mi familia no era creyente, pero, cuando debí ingresar a la secundaria, mis padres no dudaron en ponerme en manos de los padres salesianos. El director del Liceo era el extraordinario Padre Isaías Ojeda, con quien mi mamá compartía actividades comunitarias
Un día de 1945 mi mamá me llevó al Liceo para inscribirme y le dijo al director: “Padre Ojeda, aquí le traigo a Gustavo para que me lo eduquen, pero no para que me lo conviertan”.
“No se preocupe, Doña Filo”, le respondió Ojeda, de buen humor, “tendremos mucho cuidado en no convertirlo”. Y, realmente, así fue. Estuve con ellos cuatro años maravillosos y aunque salí tan escéptico en materia religiosa como cuando había entrado desarrollé un gran afecto por mis maestros Ojeda, Losch, Simonchelli y otros. Tuve el honor y el placer de compartir esos años con un grupo de jóvenes venezolanos que serían después extraordinarios ciudadanos, entre ellos, Antonio Pasquali, Carlos Alberto Moros, José Luis Bonmaison, los hermanos Segnini, los Melo, los González Barreat, Juan Roger y tantos otros jóvenes inolvidables.
Aunque mi estadía en el Liceo “San José” estuvo llena de grandes momentos nunca he olvidado la conferencia sobre la fe religiosa que nos dio el seminarista, pronto a ser ordenado sacerdote, Rosalio Castillo Lara, cuyo desarrollo fue de una gran importancia para mí formación integral.
Al terminar su conferencia, en la cual hizo énfasis sobre la importancia de la fe como vía para alcanzar la vida eterna, Rosalio abrió la reunión a los comentarios, los cuales casi unánimemente se refirieron a la fe religiosa como pilar fundamental de la iglesia y del mensaje cristiano. Yo pedí la palabra y comencé a hablar sobre importancia de las buenas obras y de cómo la salvación eterna debía, quizás, fundarse en ellas, tanto o hasta aún más que en la fe. Mencioné que el mismo Jesús había dicho que la mansión de su padre tenía muchas puertas, incluyendo algunas para quienes no tenían la suerte de creer. Mientras yo iba hablando los comentarios de los asistentes se hacían cada vez más audibles, hasta llegar a incluir uno que otro abucheo.
En ese momento Rosalio intervino, para decir con voz tranquila, pero de un advertible componente admonitorio: “Coronel nos está diciendo lo que piensa y eso es respetable. Sus argumentos son dignos de meditación por nosotros. Debemos recordar que la tesis que él ha defendido ha sido objeto de serias reflexiones en el seno de nuestra iglesia. La insistencia en la fe como única vía de salvación tuvo que ver con la reforma”.
Después de decir esto Rosalio dio por terminado el evento. Cuando me retiraba, se me acercó y me dijo: “Pienso que defendiste con convicción y entereza tu punto de vista y eso es importante ante los ojos de Dios. Quiero darte esta medallita como recuerdo de esta reunión”. Y me entregó una medallita con la imagen de San Juan Bosco.
Rosalio Castillo Lara tendría una brillante carrera eclesiástica, llegando a niveles muy altos en el Vaticano como funcionario de la mayor confianza Papal. En aquel momento, en 1945, era aún un seminarista próximo a ordenarse, pero ya poseía grandeza de espíritu.
Muchos años después tuve la oportunidad de visitar a Rosalio Castillo Lara en su modesta y apacible morada de Guiripa (estado Guárico), donde eligió pasar sus últimos años.
Allí me dijo, sonriente: “Sabes, Gustavo, no tengo dudas de que nos veremos en el más allá, aunque entremos a la mansión por puertas diferentes”.
74 años después de aquella conferencia en el Liceo San José aún conservo en mi cartera la medallita que me diera Rosalio. Me reconforta saber que Rosalio anda conmigo.