El fin de la Guerra Fría y la caída del comunismo produjeron la reconfiguración del territorio europeo. No se trató solo de un cambio de régimen. Tres Estados—la Unión Soviética, Checoslovaquia y Yugoslavia—se transformaron en 22 de la noche a la mañana. Ocurrió de manera pacifica, en el divorcio de terciopelo de Praga y Bratislava, pero también con guerra y genocidio hasta bien entrado el siglo XXI, en los Balcanes.
Las propias alteraciones cartográficas—o sea, la inestabilidad de la institución política primordial, el mapa—revelan que la promesa de un nuevo orden internacional en los noventa nunca llegó a concretarse. De hecho, publicado en 2014, “World Order” de Kissinger es en realidad acerca del “desorden” de la post-Guerra Fría. Desde entonces, ello se ha visto reforzado por la confluencia de dos tendencias mutuamente complementarias: un nuevo soberanismo estatal y el resurgimiento del sentimiento nacionalista.
El reclamo soberanista propone un orden que vuelva a poner el centro de gravedad en el Estado. Una reacción “neowestfaliana” si se quiere, se expresa como una suerte de post-multilateralismo crítico de las instituciones que forjaron la gobernabilidad internacional desde 1945. Nótese que dicha posición ha adquirido protagonismo tanto bajo un orden político democrático—por ejemplo en el Reino Unido—como autocrático—por ejemplo en Rusia—y en contextos culturales también marcadamente divergentes.
El nacionalismo, a su vez, descansa sobre la idea que el Estado, una construcción jurídica y política, es—o debería ser—el reflejo de una comunidad relativamente homogénea étnica y culturalmente, organizada en base a identidades y anhelos comunes. El problema de esta visión es que la vasta mayoría de los Estados son multinacionales, formados por múltiples y diversas comunidades, de ahí que sean esencialmente heterogéneos. Ello subraya que la utopía del nacionalismo es problemática para crear un orden político inclusivo, pacífico y mínimamente democrático.
O sea, es una receta para la autocracia que, en Rusia, además evoca nostalgias imperiales. Es el caso de Putin, cuya política exterior, obligada a recuperar la influencia perdida con la disolución de la Unión Soviética, incluye recorrer Europa buscando personas con ancestros rusos a quienes les concede pasaportes y pensiones del Estado. Herencia del periodo de sovietización en los países bálticos y en Ucrania, esa es la base sobre la cual Putin planta su bandera, declara soberanía y cambia el mapa.
Lo hace por medio de plebiscitos de dudosa legitimidad, invasiones y acciones terroristas de “rusos étnicos”. Paradójicamente, Putin auspicia en Ucrania exactamente lo mismo que padece en Chechenia y Daguestán. Mientras los separatistas ucranianos derriban aviones civiles, como el vuelo 17 de Malaysia Airlines en julio de 2014, los Chechenos asaltan teatros y masacran al público. La lógica es idéntica.
En otras palabras, con el manual nacionalista en mano, las cien mil tropas rusas estacionadas en la frontera con Ucrania no estarían preparando una invasión sino cumpliendo con el mandato de la Gran Madre Rusia: regresar a casa a socorrer a sus hijos, reunificar a esa gran familia extendida y completar la tarea iniciada en 2014 con la anexión de Crimea y la ocupación militar de las provincias (oblast) de Donetsk y Luhansk.
Es decir, la amenaza de Putin de hoy es redundante, dicha invasión comenzó hace siete años. Al igual que en América Latina, donde también amenaza con hacer lo que ya hizo, enviar tropas y equipamiento a Venezuela (y Cuba), ahora como elemento de presión a Estados Unidos y OTAN en relación a la crisis ruso-ucraniana. De hecho, información de inteligencia habla de dos bases rusas operativas en Venezuela desde 2018: una en la ciudad de Valencia, estado Carabobo, y la otra en Manzanares, estado Miranda.
Lo nuevo ahora es la expansión de la geografía del conflicto. En la Guerra Fría, el continente americano estaba fuera de las hipótesis de guerra a consecuencia de la negociación que resolvió la crisis de los misiles en 1962. El “campo de batalla” siempre estuvo en Europa. Hasta los tratados de armas nucleares limitaban el alcance mutuo de misiles, pero no así a territorio europeo. Europa siempre es el escenario, pero Putin acaba de poner al hemisferio occidental en el radar bélico; América es ahora otra variable en la ecuación militar.
Putin es un arriesgado jugador. En el lenguaje de las relaciones internacionales su estrategia es pura “brinkmanship”. Su país no puede financiar un esfuerzo bélico sostenido, no tiene los recursos ni la infraestructura necesarios. Cuenta con las armas heredadas de su pasado de superpotencia, pero su economía es más pequeña que la de Italia y apenas por encima de la de Brasil. No obstante, con su extraordinaria audacia, Putin pone al mundo, y a Rusia, al borde del desastre con frecuencia.
Y también de rodillas. En parte lo logra por la inacción y el desconcierto de Occidente, hay que decirlo. Los funcionarios de la Administración Biden no hablan con una sola voz. Algunos prometen una “respuesta decisiva” a cualquier incursión en Ucrania. Otros prometen “duras sanciones económicas”, en caso de producirse; lo cual no suena proporcional a la gravedad de la crisis ni parece suficiente para disuadir a Putin.
El Presidente, por su parte, pareció considerar la ocurrencia de dicha invasión poco menos que un hecho consumado. Las inconsistencias en el mensaje reflejan contradicciones en el abordaje de la crisis. Ello evoca las líneas rojas de Obama a Al-Assad, aquel ultimátum sin efecto alguno—la guerra civil siria se convirtió en un genocidio que dura hasta hoy—o la misma partida de Afganistán, que dejó detrás caos y pérdida de credibilidad.
Los europeos, a su vez, no lo están haciendo mejor, debe destacarse. Ucrania pidió armamento defensivo como ayuda para hacer frente a la amenaza, a lo cual el Reino Unido accedió. Alemania optó por la posición apaciguadora, argumentando que enviar armamento solo agravará la situación. Ello como muestra, este Occidente de hoy parece ser capaz de renunciar a sus principios y abandonar a sus aliados.
Como construcción política y económica, el orden liberal internacional post-1945 tenía una operación sistémica. La estabilidad de todo sistema depende de la cooperación entre sus miembros, tanto como de la capacidad del mismo de sancionar a los infractores. Para ello depende de convencer a los adversarios sobre la conveniencia de abandonar posturas agresivas y reasegurar a los aliados que cuentan con su protección.
Y hacerlo de ser necesario. Como en 2014, esta crisis es el test de Litmus para probar si ello ocurre todavía, si los infractores serán sancionados y los aliados, protegidos.
@hectorschamis