Treinta y ocho kilos, un metro sesenta y tres. Karen Carpenter tenía 32 años, pero pesaba lo mismo que una nena de 11. Su madre, Agnes, había tratado de reanimarla con respiración boca a boca cuando la encontró desvanecida en su vestidor del primer piso de la casa familiar, y los paramédicos le hicieron maniobras de resucitación y le inyectaron adrenalina, pero no hubo nada que hacer. La chica de la voz aterciopelada que golpeaba la batería con una fuerza imposible para su contextura moriría 25 minutos después de ingresar al hospital comunitario de Downey, en California, por un paro cardiorrespiratorio. Era la mañana del 4 de febrero de 1983, y su muerte acababa de ponerle cara, cuerpo y nombre propio a un trastorno que padecían en silencio miles de mujeres en todo el mundo: la anorexia.
Por infobae.com
Las dos cosas pasaron a la vez en su vida: su carrera y la enfermedad. Karen tenía 14 años cuando los Carpenter se mudaron desde New Haven, Connecticut –donde había nacido el 2 de marzo de 1950–, a California, para que Richard, su hermano mayor, estuviera más cerca de discográficas que apreciaran su talento como pianista. En la secundaria de Downing, se unió al coro para no hacer gimnasia; le dieron un xilofón, pero ella vio a un compañero tocar la batería y sintió que ése era su instrumento, así que empezó a tomar clases. Le faltaba descubrir al más potente y distintivo: su voz de contralto que educaría para alcanzar un rango de tres octavas, tan infrecuente como inolvidable.
En el colegio formó su primera banda –Two plus Two– con dos de sus compañeras. El grupo se rompió cuando Richard quiso sumarse, y Karen terminó armando otra formación con él y un bajista. The Dick Carpenter Trio hacía standards de jazz en los bares y llegó a presentarse en un concurso estudiantil de TV y a firmar un contrato con RCA por un disco que nunca vio la luz. Aunque parezca increíble, su vocalista entonces no era Karen, que sólo estaba a cargo de la percusión. Hasta que, en 1966, en una audición con Joe Osborn, parte del mítico estudio colectivo Wrecking Crew, la chica de atrás de la batería probó a cantar aunque no estuviera previsto. Osborn quedó tan impresionado con el color de esa voz que quiso grabar con ella; no estaba interesado en su hermano, cuenta su biógrafo, Randy Schmidt, en Little blue girl: The life of Karen Carpenter (2010).
En la primavera de 1967, Karen se graduó de la secundaria y se anotó en la misma escuela de Música en la que ya estudiaba Richard. El bajista del trío partió a Julliard, y los Carpenter formaron una nueva banda con otros músicos: Spectrum. Por esos días, con la inocencia de una adolescente cualquiera que encuentra una fórmula mágica en una revista, Karen comenzó la dieta Stillman, o la dieta del agua, exclusivamente a base de proteínas como carne, huevos y queso cottage, además de litros de agua mineral –de ahí su nombre– para compensar la excesiva ingesta proteica. Es algo perturbador como aún en nuestros días las crónicas la describen como una chica “nunca obesa, pero sí rellenita”. Pesaba 65 kilos, pero no daba la talla si le interesaba triunfar en una industria donde el espacio para las mujeres era escaso, y menos si no tenían un cuerpo hegemónico, cuando la hegemonía era Twiggy.
Nunca había tenido demasiada autoestima; su madre, según señalan todos sus biógrafos, tenía debilidad por Richard; el padre no participaba de las decisiones de la casa, a la que describen como un matriarcado en el que ella nunca se sintió querida. Con la primera dieta bajó quince kilos. Para cuando los Carpenter comenzaron a grabar su primer disco, en 1969, pesaba 50. Había logrado mantenerse sin dejar de darse gustos: vomitaba. Los tours hicieron el resto; nadie estaba atento a lo que comía o dejaba de comer Karen ahí.
Sólo importaba esa voz profundamente intensa, que parecía brotar sin esfuerzo detrás de los platillos. Parece evidente ahora que Karen no quería exponer su cuerpo en el escenario, pero el gesto pasaba por timidez, y era bien aprovechado por su hermano, que prefería no cederle el liderazgo de la banda. Al final, el público se quejó: querían ver a esa chica que cantaba Close to you (el tema con el que arrasaron las carteleras en 1970) desde allá lejos, al fondo del teatro, y a la que su metro sesenta y tres apenas dejaba asomar por sobre la batería. Tuvo que hacerles caso.
Y entonces terminó de armarse el combo que iba a destruirla: mientras su carrera crecía, Karen se redujo frente a los ojos de sus fans, de la industria y de su familia. Los Carpenters eran algo singular por donde se los viera: dos hermanos que hacían canciones de amor en una escena musical dominada por el rock de denuncia sobre la guerra de Vietnam. Era difícil ver que tras ese timbre angelical que le cantaba a los pajaritos y a la lluvia se escondía una guerra personal.
Con el tiempo se sabría que Karen tomaba hasta 90 pastillas por día, entre laxantes y anfetaminas –un método de uso extendido en los 70, la década en la que los Carpenters brillaron con 17 hits en el top 20, más de cien millones de discos vendidos y el aporte musical de incorporar solos de guitarras con distorsión a las baladas, como en Goodbye to love–, se provocaba el vómito con jarabe de ipecacuana, y seguía una rutina física exigente con un entrenador personal que no la dejaba ni en las giras. En 1973, despidió al trainer después de verse panza en las fotos de un recital en Lake Tahoe. En un especial de Bob Hope de aquellos días, ella remarcó que había subido de peso, y Richard estuvo de acuerdo: “Es cierto, se ve más pesada”. Se decidió a hacer algo por su cuenta, compró sus propios aparatos y comenzó a entrenar sola, a toda hora.
Cuando los lectores de Playboy la eligieron como la mejor baterista del año –ella misma se consideraba “una baterista que canta”–, en el 75, pesaba apenas 41 kilos. Por entonces se encendieron las alarmas: tuvieron que cancelar un tour por Europa y Oriente y un show para la Reina Isabel porque ella estaba débil. Pero la mirada de los medios y de su madre estaban centradas en su hermano, que fue internado para rehabilitarse de su adicción al Quaalude (un sedante hipnótico que también era moneda corriente en esa época).
Con el tiempo, las cancelaciones de shows se volverían habituales; cuando él no estaba en rehab, ella no podía con su cuerpo. Así fue como grabó su primer disco solista, mientras Richard atravesaba una de sus internaciones, en 1979. Producido por Phil Ramone, el álbum estuvo listo a principios de 1980, pero la discográfica no lo editó en su momento: dijeron que no iba a funcionar. Lo que en verdad pasaba era que Richard, recuperado, otra vez no quería ceder ningún lugar para que Karen despegara por su cuenta. La imagen del hermano ególatra y explotador que mostró Todd Haynes en Superstar: The Karen Carpenter Story –el film que Richard logró cancelar en 1990 luego de un juicio por la reproducción de los temas–, no parece tan errada. El disco terminó por editarse, pero tras la muerte de Karen. Entonces ya no tenía sentido negar lo obvio: Los Carpenters eran ella, y había que sacarle el máximo beneficio a lo que quedaba, los derechos.
En 1981, de nuevo las alarmas. Nadie iba a escucharlas. O en todo caso, sólo las dejarían sonar, ocultas entre la melodía. En una gira, Karen se vio envuelta en un escándalo cuando trató de comprar cantidades industriales de laxantes en una farmacia parisina. De vuelta en los Estados Unidos, consultó en Nueva York al psicoterapeuta Steven Levenkron, uno de los pocos expertos en desórdenes alimentarios por esos años. Levenkron la trató con terapias individuales y también hizo un intento de terapia familiar que resultó un fracaso: tanto los padres como el hermano de Karen minimizaron el trastorno. Para ellos, sólo actuaba para llamar la atención y llevarles la contra. Estaba un poco flaca, sí, ¿pero qué tenía eso de malo?
Se dice que tal vez el desamor contribuyó a agravar el cuadro: en agosto de ese año, se casó con el broker inmobiliario Tom Burris, que dejó a su mujer por ella. Una semana antes del casamiento, él le confesó que se había hecho una vasectomía. Ella intentó suspender todo porque quería hijos. Pero la madre se opuso; ya estaba todo listo y sería un escándalo para la prensa.
Tal vez en realidad no quisiera casarse. Cuando trataban de sumarla a los movimientos de liberación femenina, invocando su figura de baterista mujer –una rareza en ese tiempo–, ella decía que el lugar de la esposa era cocinar para su marido. Pero no tenía interés en convertirse en eso, ni siquiera salió con muchos chicos antes de Burris. El matrimonio fue el desastre imaginado: él estaba tapado de deudas y esperaba salvarse gracias a la fortuna de Karen. Además, terminó con la poquísima autoestima que le quedaba. “Se te notan todos los huesos”, le decía burlón. Se separaron sólo un año después, en 1982.
A Karen le encantaba el baseball y, mientras tuvo la fuerza suficiente, integró el equipo de las estrellas. Se hizo amiga de Petula Clark, Olivia Newton-John y Dionne Warwick, que siempre la describieron como ingenua y tranquila. Clark contó hace unos años que la última vez que la vio fue poco antes de su muerte: “Vino a mi camarín cuando yo hacía The Sound of Music, y no podía creer lo que estaba viendo. Cuando se iba, le di un abrazo y le dije, ‘No sé lo que está mal, Karen, pero esto tiene que parar’”.
En septiembre de 1982 la internaron de urgencia en un hospital de Nueva York. Estaba descompensada y tuvieron que hidratarla y alimentarla por vía endovenosa. Lograron que consumiera algunos sólidos y subiera algo de peso, pero su condición era grave. Unos meses antes, en abril, había grabado el que sería su último disco, Made in America. Durante la promoción, una periodista de la BBC le preguntó si sufría “la enfermedad del adelgazamiento”. Karen lo negó tajantemente. Pero la presión y la exposición mediática sólo podía agravar el cuadro.
En noviembre, volvió a la casa de Downey. Tenía la suya, pero ya no podía estar sola. Había mejorado algo respecto del último episodio, pero vivía angustiada, además de no tener fuerzas. La noche antes de morir, Karen estaba nerviosa, al día siguiente firmaba su divorcio de Burris. No llegó a hacerlo. Los médicos del hospital de Downey fijaron la hora del deceso a las 9.31 de la mañana. Ni ellos ni sus padres habían logrado reanimarla. Pesaba 38 kilos y eso fue lo primero que se supo con la noticia. El peso que había tratado de disminuir hasta apagarse ella, fue lo que trascendió para siempre junto al registro de esa voz increíblemente potente para su cuerpo enfermo.
La autopsia reconocería las marcas de las agujas por las que había sido alimentada en los meses previos. La causa de la muerte, según el forense, era una arritmia “causada por desequilibrios químicos asociados con la anorexia nerviosa (como se denominaba entonces a aquel trastorno tan poco conocido)”. La familia intentó evitar que se difundiera, pero fue inútil. En las tapas de las revistas del momento se imprimió por primera vez en letra grande la palabra anorexia junto a su foto esquelética. Karen estaba muerta, pero la duda comenzaba a plantearse, ¿cuántas mujeres se consumían en silencio, como ella?
Millones de niñas que crecieron en los 90 aprendieron la palabra mientras veían en sus casas la película The Karen Carpenter Story, protagonizada por Cynthia Gibb. El drama, que contaba con el aval de Richard Carpenter, aparecía desdibujado. Al fin y al cabo, Karen sólo era una chica que quería ser flaca, como decía su familia. Como Twiggy, como Olivia, o como cualquiera de sus amigas, como las que aparecían en el cine, en la televisión y las revistas, ¿y qué podía tener eso de malo, salvo la muerte?