Atroces “experimentos”: el médico que inyectaba químicos en los ojos de los niños y nafta en las venas de los adultos

Atroces “experimentos”: el médico que inyectaba químicos en los ojos de los niños y nafta en las venas de los adultos

Josef Mengele se recibió de médico a los 25 años. En ese entonces ya se había acercado al nazismo al que, luego, se adhirió con fervor

 

Inyectó distintos químicos en los ojos de miles de chicos porque buscaba que cambiaran de color y tomaran el azul ario, el color de la perfección de la raza que iba a dominar al mundo. Usó a miles de seres humanos como cobayos, a los que descartaba enviándolos a las cámaras de gas de aquella fábrica industrial de la muerte que fue Auschwitz. Amputó los miembros de centenares de prisioneros para intentar injertos que terminaron en gangrena y en la muerte. Sumergió a miles de cautivos judíos, gitanos, soviéticos, en aguas heladas para probar la resistencia humana al frío, y aportar así alguna terapia a los pilotos alemanes que eran derribados en las aguas del mar del Norte. Hirió cuerpos sanos y cubrió las heridas con vidrios, trapos sucios, excrementos, tierra y aguas podridas para recrear las condiciones del frente y estudiar la evolución de esas heridas, con la idea de aliviar a los soldados alemanes heridos. Inyectó en las venas de sus conejos de indias fenoles, cloroformo, insecticidas, nafta sólo para saber qué pasaba.

Por Infobae

El horror de la guerra, casi a modo de descargo, aportó siempre adelantos científicos y médicos. Pero Josef Mengele era el horror humano que se aprovechaba de la guerra. Un monstruo honrado como médico antes de la guerra y desatado como un criminal en los campos nazis. Todo al servicio del Tercer Reich. John Steinbeck, en su inolvidable Al Este del Paraíso, define a los tipos como Mengele cuando describe a uno de los personajes de su novela. Dice que así como hay seres humanos que nacen lisiados físicos, condición fácilmente detectable, hay otros seres humanos que nacen “baldados mentales”, condicionados por esa lesión, por esa “amputación mental” oculta, arcana, indescifrable.

Mengele era un fanático de la genética y tenía obsesión con los gemelos. Cuando los trenes de judíos deportados llegaban a Auschwitz, y en los amplios andenes del campo, llamados “El patio de los judíos” se seleccionaba a quienes iban a vivir y a quienes iban a ser gaseados de inmediato, por lo general las tres cuartas partes de los prisioneros formadas por mujeres, embarazadas ancianos y chicos, Mengele paseaba con un silbo en los labios, acaso una tonada de la lejana Alemania, y pedía: “Gemelos, gemelos…”. Estaba especialmente interesado en los gemelos idénticos y en prisioneros con heterocromía, ojos de distinto color. Sus investigaciones sobre los gemelos estaban destinadas a demostrar la supremacía de la herencia genética sobre el entorno, reforzar de esa forma la premisa nazi que proclamaba la superioridad de la raza aria y a generar mayor cantidad de soldados a futuro para el Reich de Hitler.

Terminó con una epidemia de tifus en el campo de manera drástica: mandó a las cámaras de gas a mil seiscientos prisioneros de la etnia gitana, hombres mujeres y chicos, para desinfectar luego el barracón en que estaban alojados. Hizo lo mismo ante epidemias de escarlatina y otros males contagiosos. En todos los casos, los infectados eran enviados a las cámaras de gas. La inoculación del tifus también abarcó los experimentos de Mengele con los gemelos: inyectaba la bacteria, transmitida por pulgas, a uno de los gemelos y realizaba luego transfusiones de sangre de uno a otro. Muchas de sus víctimas morían en las pruebas. Si, en cambio, moría uno de los dos gemelos, Mengele mataba al otro hermano para realizar estudios comparativos post mortem. En todos los casos los cuerpos eran diseccionados. Uno de los ayudantes en aquel horror, Miklós Nyiszli, un prisionero judío húngaro, relató que una noche Mengele mató personalmente a catorce gemelos con una inyección de cloroformo directa al corazón.

También llevó adelante experimentos masivos de esterilización y castración en hombres y mujeres. Su biógrafo, Gerald Astor, afirmó en Mengele, el último nazi, que el médico de Auschwitz arrojaba niños vivos al fuego de los crematorios vecinos de las cámaras de gas. En el juicio que los tribunales aliados le siguieron en ausencia, nunca lo apresaron, el médico judío prisionero en Auschwitz, Vexler Jancu describió: “Vi una mesa de madera. Sobre ella había muestras de ojos. Eran de color amarillo pálido, hasta el azul claro, verdes y violeta. Los ojos estaban pinchados somo si fuesen mariposas. Creí que yo había muerto y que ya estaba en el infierno”.

Algo parecido dijo Eli Rosembaum, director de la Oficina de Investigaciones Especiales del Departamento de Justicia de Estados Unidos: “Fuimos completamente sobrepasados por su monstruosidad. Lo más importante es ver que su mente operaba como la de un científico que se concentraba en sus estudios y experimentaba mientras dejaba de lado sus sentimientos. No creo que Mengele tuviera remordimientos por lo que hacía. Pienso que en su mente de científico, justificaba todo lo que hacía”. Para tranquilidad de Rosembaum, el único hijo de Mengele, Rolf, dijo que su padre jamás había expresado remordimiento alguno por sus actividades durante la guerra.

Mengele nunca estuvo solo. En el “Bloque 10? de Auschwitz, el temido “pabellón médico”, aquel premiado doctor en medicina hizo lo que se le antojó con miles de seres humanos junto a otros treinta profesionales, todos al mando del capitán médico de las SS Eduard Wirths. Mengele sólo fue el monstruo más famoso, el más sádico también, pero no el único. En aquel “pabellón médico” se experimentaron en seres humanos las primeras vacunas contra la malaria y el tifus, desarrolladas por los entonces principales laboratorios alemanes.

Si hoy la inútil memoria de Mengele regresa del horror, es porque se cumplen cuarenta y tres años de su muerte, un gesto de Dios, ahogado en una playa de Brasil después de que lo derrumbara en las aguas un derrame cerebral, casi un mes antes de cumplir sesenta y ocho años. Murió bajo el nombre falso de Wolfgang Gerhard, sin haber sido juzgado nunca por sus crímenes. Fue un hábil fugitivo eterno, protegido, tal vez mimado, por las autoridades de Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil, donde vivió desde que huyó de la Europa que estaba tras sus pasos.

Josef Mengele nació en Gunzburgo, Baviera, el 16 de marzo de 1911. Empezó a estudiar medicina y filosofía en la Universidad de Múnich en 1930, en pleno auge del nazismo. A los veinticuatro años, era doctor en antropología de esa Universidad y, en enero de 1937 egresó del Instituto de Biología hereditaria e Higiene Racial de Frankfurt, como asistente de su mentor y protector, Otmar von Verschuer, que investigaba ya la genética de los gemelos. Ese mismo año se afilió al partido nazi y, al siguiente, a las SS. El 28 de julio de 1939 casó con Irene Schönbein, su hijo Rolf nacería en 1944. En junio de 1940, plena guerra, fue voluntario en el servicio médico de las SS, destinado a Ucrania en 1941 donde ganó dos Cruz de Hierro, de segunda y primera clase, y fue herido grave cerda del río Don en el verano del 42. Incapacitado para servir en el frente. Regresó a Berlín para trabajar en la Oficina de Raza y Reasentamiento y, junto a Von Verschuer y en el prestigioso instituto Kaiser Wilheim, en el departamento de Antropología, Genética Humana y Eugenesia.

A inicios de 1945, ya con los rusos en los talones y camino a Berlín, Mengele y otros médicos de Auschwitz fueron destinados al campo de concentración de Gross-Rosen, adonde llevó dos cajas con especímenes u los registros médicos de sus investigaciones. Los soviéticos liberaron Auschwitz el 27 de enero y Mengele y los suyos huyeron de Gross-Rosen el 18 de febrero. Empezó entonces la larga y exitosa huida del baldado mental que ni siquiera imaginó Steinbeck. Terminó prisionero de los americanos que lo registraron con su nombre real. ¿Quién conocía entonces a Mengele? Su nombre no figuraba en la lista de los SS buscados y ni siquiera tenía el tradicional, y ritual, tatuaje en la axila con su número de identificación y su grupo sanguíneo. Lo liberaron a finales de julio y logró hacerse de un documento falso a nombre de Fritz Ullman, que luego cambió por Fritz Hollman.

Pasó cuatro años en Alemania, hasta que los juicios de Núremberg y su secuela de procesos judiciales lo colocaron en la lista de criminales de guerra más buscados. Dejó Alemania el 17 de abril de 1949 con una meta fijada como un paraíso para los nazis fugados: Argentina. Su mujer se negó a seguirlo. Se divorciaron en 1954. El camino de Mengele a Buenos Aires fue similar al de Eichmann: una nueva identidad, con la anuencia de la jerarquía religiosa del norte de Italia, gracias a los buenos oficios del obispo Alois Hudal, muy cercano al entonces secretario del Papa Pío XII, cardenal Giovanni Montini quien, con los años, sería Su Santidad Paulo VI. Con su nueva identidad, falsa pero legal, Mengele obtuvo de Italia una “Carta d’Identitá”, la número 114, con el nombre de Helmut Gregor. Eichmann consiguió la suya con el número 131 como Riccardo Klement. Cuatro libros son indispensables para seguir esa ruta a través del tiempo: La auténtica Odessa y Perón y los alemanes, de Uki Goñi, el historiador y periodista que mejor desentramó la fuga de los nazis a la Argentina, Eichmann before Jerusalem, de Bettina Stangneth, y Ruta de escape, de Philippe Sands.

Mengele se embarcó a Buenos Aires el 25 de mayo de 1949 en el buque inglés “North King”. Llegó el 22 de junio, se alojó en una pensión de la calle Paraguay, en Palermo, hasta que fue cobijado por la activa comunidad nazi argentina, que había plantado una importante red de espionaje protegida en cierto modo por el gobierno de Juan Perón. Después vivió en Florida, en la casa del Gerhard Malbranc, gerente del Banco Alemán Transatlántico y “uno de los testaferros de los dineros nazis girados al país durante la guerra”, como reveló Jorge Camarasa, otro investigador que murió en 2015, en su libro El Ángel de la muerte en Sudamérica.

Tan seguro se sintió Mengele en Buenos Aires que empezó a usar su verdadero nombre, como reveló uno de sus amigos, el empresario Robert Mertig, titular de la empresa Orbis. En 1956, ya derrocado Perón, el Juzgado de Primera Instancia en lo Civil número 9 resolvió que Helmut Gregor y Josef Mengele eran la misma persona, por lo que la Policía Federal le extendió la cédula 3.940.484. Mengele se dedicó al comercio, fabricó juguetes, fundó una empresa, Laboratorios Wander y fue socio mayoritario de la empresa Fadrofarm (Fábrica de Drogas Farmacéuticas). También fue representante en Sudamérica de la empresa de maquinarias agrícolas que había sido de su padre. Como agente comercial viajó varias veces a Paraguay y a Brasil, mientras aprovechaba para establecer contactos seguros y una eventual, otra más, ruta de escape.

Una información muy curiosa lo pone en contacto con Perón. La historia le fue narrada a Uki Goñi por el periodista Tomás Eloy Martínez, que reporteó en profundidad a Perón en su exilio en España, en 1970. Cuenta Goñi que Tomás Eloy Martínez le reveló que Perón le había contado que, en los años 50, visitaba la Quinta de Olivos (que era entonces residencia de fin de semana de los presidentes, la residencia oficial estaba en la calle Austria, donde hoy se alza la Biblioteca Nacional) un alemán “especialista en genética”, que solía contarle sus supuestos y raros experimentos científicos. Aquel hombre había ido a despedirse de Perón porque un cabañero paraguayo le iba a pagar una fortuna para mejorar su ganado. “Me mostró -dijo Perón- las fotos de un estable que tenía por allí cerca del Tigre, donde todas las vacas le parían mellizos”, cuenta Goñi en La auténtica Odessa. Tomás Eloy, que olía una noticia a la distancia, quiso saber quién era aquel misterioso alemán. Y Perón: “¿Quién sabe…? Era uno de esos bávaros bien plantados, cultos, orgullosos de su tierra. Espere, si no me equivoco, se llamaba Gregor. Eso es, el doctor Gregor”.

Recién en 1985, cuando se reveló que quien había muerto ahogado en una playa brasileña con el nombre de Wolfgang Gerhard, era Helmut Gregor que era en realidad Josef Mengele, Martínez supo que Perón le había dado una pista imposible de rastrear. Es imposible suponer que Perón no supiese quién era el tal doctor Gregor que lo visitaba.

El 25 de julio de 1958, a las cuatro y media de la tarde, Mengele finalmente se presentó ante un juez. Pero no lo iban a interrogar sobre sus crímenes: iban a unirlo en matrimonio con Martha Will, que era su cuñada, viuda de su hermano menor, Karl Mengele. Antes, la pareja debió demostrar ella su viudez y él el divorcio de su primera mujer, que no había querido acompañarlo en su aventura argentina, pero que había jurado a los aliados que su marido había muerto al final de la guerra, a sabiendas de que mentía. Los casó el responsable del juzgado civil de Nueva Helvecia, Uruguay, Pedro Szacelaya, según figura en el acta que Infobae reproduce en exclusiva. En esos documentos hay un borrón interesante: en un acta manuscrita que habla del hijo en común con su primera mujer, el empleado había anotado el nombre real de Mengele: Josef. Fue modificado y castellanizado a José.

La pareja fue a vivir a Olivos, en Virrey Vértiz 970, no muy lejos de la quinta presidencial donde Mengele había visitado a Perón. El castillo se vino abajo en 1959 cuando Alemania pidió a Argentina la extradición del criminal de guerra nazi que había cometido un yerro de arrogancia: años antes había viajado a Alemania con su identidad falsa pero legítima, visitó su pueblo y la empresa de maquinarias de su padre. Todo le mundo lo conocía y nadie dijo nada. Lo denunció un ex prisionero de Auschwitz que no había olvidado. Mengele vendió sus acciones de Fadro, rompió con su mujer y huyó a Paraguay. No obstante volvió ocasionalmente a la Argentina, pero con ojos en la espalda.

El 11 de mayo de 1960, un comando del Mossad secuestró a metros de su casa de la calle Garibaldi a Adolf Eichmann. Cuando se conoció la noticia, Mengele huyó del país para no volver. Tuvo suerte. Y Eichmann lo ayudó. Los agentes del Mossad intentaron secuestrar también a Mengele y mantuvieron cautivo varios días a Eichmann en una casa que todavía hoy es un misterio, pero que probablemente se haya alzado en Castelar. Lo interrogaron sobre el paradero de Mengele y Eichmann mintió, dijo que no lo conocía. No era verdad. En su libro Eichmann en la Argentina, Álvaro Abós afirma que ambos, Eichmann y Mengele, sostuvieron amables encuentros para hablar de tiempos idos en el restaurante ABC, de indudable espíritu alemán, de Lavalle y Reconquista. Los agentes del servicio secreto israelí no creyeron a Eichmann e insistieron. Eichmann aceptó dar un dato, a cambio de que su familia no fuese afectada por el operativo de su secuestro. Dio una vieja dirección donde era posible hallar a Mengele. Era la pensión Jurmann, en 5 de julio 1045, Vicente López, donde había vivido Mengele pero hacía varios años. Y Eichmann lo sabía. El comando del Mossad partió de Argentina sólo con Eichmann a bordo del primer avión de El-Al que había llegado días antes al país, con la delegación diplomática isrealí a los festejos del Sesquicentenario de la Independencia.

Mengele vivió dos años en Paraguay con una nueva identidad: Peter Hochbicheler. Después se instaló en Brasil. Allí adoptó la identidad de Wolfgang Gerhard que era un simpatizante nazi que viajó a Alemania para llevar adelante un tratamiento médico y allí fue asesinado a golpes. Los documentos de Gerhard hacían a Mengele catorce años menor, austriaco, viudo y técnico mecánico.

Su familia sabía quién era y adónde estaba. En 1977 lo visitó en Brasil su hijo Rolf. Le preguntó sobre los campos de exterminio y Mengele le dijo que él no había inventado Auschwitz. “No admitió haber hecho algo mal. No demostró culpa, ni arrepentimiento. Dijo que había cumplido órdenes”. Con su salud debilitada desde 1972, hipertensión, una afección crónica en el oído que le producía vértigo, padecía reumatismo y además dormía mal, con una pistola Walther bajo la almohada, ante el temor de correr el mismo destino que Eichmann.

La tarde del 7 de febrero de 1979 visitó a sus amigos Wolfram y Liselotte Bossert en la playa paulista de Bertioga. Confiado se metió al mar para nadar un rato, lo devastó un derrame cerebral y murió incluso antes de ahogarse. Nadie lo reconoció y los Bossert, que sí sabían quién era, nada dijeron.

Seis años después, el 31 de mayo de 1985, gracias a una pista anónima recibida por la fiscalía de Alemania Occidental, la policía registró la casa de Hans Sedlmeier, amigo de toda la vida de Mengele y jefe de ventas de la empresa familiar. La policía halló una agenda con direcciones cifradas, copas de cartas de Mengele y otra carta en la que los Bossert informaban a Sedlmeier la muerte del antiguo médico monstruo de Auschwitz. Las autoridades alemanas se pusieron en contacto con la policía de Sao Paulo que localizó a los Bossert, que revelaron dónde estaba enterrado Gerhard-Mengele.

Los restos fueron exhumados el 6 de junio. Por su dentadura, Mengele tenía un notorio diastema en los incisivos centrales. Cuatro días después, el 10 de junio, Rolf Mengele confirmó que se trataba del cadáver de su padre y que la noticia de su muerte se había mantenido en secreto para no comprometer a quienes lo habían ayudado a ocultarse a lo largo de treinta años.

En 1992, un examen genético ratificó la identidad de Mengele. La familia se negó a repatriar sus restos a Alemania y sus huesos, que fueron exhibidos en público, permanecen almacenados en el Instituto Médico Legal de San Paulo.

Podrá parecer una paradoja, leve si se tiene en cuenta de quién se habla, pero los restos de Mengele están a disposición de los estudiantes de medicina forense.

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