La Mansión Playboy fue pintada muchas veces como el paraíso. El lugar en el que todos querían estar. Alguien dijo que era como el Disney para adultos. Le faltó aclarar que era el Disney para hombres adultos. La revista Time en los ochenta afirmaba: “Al final y al cabo tanto Disney como Playboy venden fantasías. Playboy hace que las mujeres parezcan irreales. Disney hace que las aventuras irreales parezcan reales”. Ambas fueron los dos grandes triunfos de la industria del entretenimiento americano de posguerra, de la segunda mitad del siglo XX. Y ambas tienen algo más en común, que tal vez haya sido el secreto del éxito y nadie se ha dado debida cuenta: el rasgo que comparten Mickey Mouse y las conejitas de Playboy son las orejas grandes.
Por infobae.com
Secrets of Playboy, el documental de 10 episodios que A&E está emitiendo en Estados Unidos narra a través del testimonio de antiguas novias de Hugh Hefner y de playmates cómo era la vida en la Mansión Playboy y los abusos que ellas (y muchas otras mujeres) padecieron. Con sorpresa, los medios levantaron esas revelaciones que dejan mal parado a Hefner. Sin embargo lo que sucedía en la Mansión Playboy, de alguna manera, se supo siempre. No hace falta indagar demasiado ni llenarse de polvo en una hemeroteca para encontrar referencias, denuncias o confesiones.
En Death of a Centerfold (La muerte de la chica del poster central), el artículo periodístico de Teresa Carpenter que ganó el Premio Pulitzer, ya se habla de esas fiestas con prostitutas y del ambiente ominoso de la mansión. La pieza de Carpenter es de principios de los ochenta. Allí cuenta el asesinato de Dorothy Stratten, la Playmate del año en 1980. Peter Bogdanovich le había iniciado juicio a Hefner por utilizar fotogramas de sus películas sin autorización. Tras llegar a un acuerdo el director fue invitado a la Mansión Playboy. Allí conoció a Dorothy Stratten. La contrató para su próxima película y se enamoraron. Al poco tiempo ella fue asesinada por su ex marido y proxeneta de un tiro en la cara (la historia se narra en Star 80, la última película de Bob Fosse). Carpenter muestra en su artículo lo que pasaba en la mansión y cómo la joven era tironeada por esos tres hombres: su exmarido, Bogdanovich y Hefner. En los medios gráficos más importantes de los años setenta y ochenta podemos encontrar referencias a abusos en las fiestas organizadas por el magante periodístico.
La primera Mansión Playboy era un gran palacio en Chicago. Tenía más de 70 habitaciones. Era una construcción señorial de 1899 diseñada por el mismo arquitecto que tuvo a cargo las universidades de Columbia y Yale. Hugh Hefner la compró en 1959. Hacía seis años que había aparecido la revista. Ya estaba consolidada y vendía más de un millón de ejemplares por mes.
Allí comenzaron las fiestas, los encuentros sexuales masivos, las reuniones swingers. Era el lugar al que todo hombre quería ingresar. Esto fue aprovechado por Hefner que fue anfitrión de su propio programa de TV en el que el set remedaba el salón principal de la mansión. El programa no tuvo demasiado éxito porque Hefner no tenía la fluidez necesaria ante cámaras, porque la televisión todavía era un programa familiar y la figura del creador de Playboy era peligrosa para el gran público y los anunciantes, y, también, porque participaban numerosos músicos negros de jazz, R&B y soul. Demasiados para la televisión de Chicago de la época.
Años después tuvo una segunda oportunidad en televisión que fue mucho más exitosa. Allí el estudio remedaba un lujoso penthouse, en el que hipotéticamente vivía Hefner.
Hugh Hefner, en esos años, era el epítome de lo cool. Había que vestirse como él, fumar como él, salir con las mujeres con las que salía él. Era el ideal del hombre soltero (o divorciado). Su revista llegó en el momento exacto. Y él entendió como pocos el espíritu de época, el cambio, las revoluciones que se producían en la vida cotidiana y en el sistema de creencias. El hombre de los pijamas. La imagen del creador de Playboy quedará perpetuada un su pijama, la bata de seda roja, las pantuflas, la gorra de capitán de barco y la pipa delgada apenas apretada con la comisura de los labios, haciendo equilibrio cada vez que hablaba.
Hugh Hefner creó la revista en 1953. Lo hizo con el poco capital que contaba. Era una aventura que emprendió junto a su esposa de ese entonces (tenían dos hijos pequeños). Ese joven de 27 años –que se había casado hacía cinco con la primera mujer con la que tuvo relaciones sexuales- metió dentro de ese primer número un cuento de Sherlock Holmes, un extracto del Decamerón, una nota sobre la carga financiera que implicaba el divorcio para un hombre, un artículo sobre jazz, ilustraciones sobre un músico drogándose. Material que oscilaba entre lo tradicional y lo audaz para su tiempo. Pero lo importante, lo que provocó que la revista agotara los 51.000 ejemplares fueron las fotos en colores de Marilyn Monroe desnuda. Las imágenes eran anteriores al ascenso a la fama de la actriz; Hefner las adquirió por 500 dólares. En ese primer número además de “la” chica desnuda hubo otra innovación, otra marca de la publicación: el centerfold, el poster central desplegable. Gay Talese recordó que antes de Playboy muy pocos hombres habían visto una foto en color de una mujer desnuda. La revista se convirtió rápidamente en un boom. Y eso que los hombres no la podían leer en bares ni en transportes públicos, todavía era un consumo vergonzante, que en el kisoco camuflaban debajo de otras publicaciones o que apenas comprada la enrollaban para que no se viera su tapa. La otra gran habilidad del editor fue eludir las restricciones de la censura de la época y que la revista no fuera considerada pornográfica por las autoridades.
En la mansión de Chicago las dos primeras plantas estaban dedicadas a los lujos. Playroom, salones de baile, livings fastuosos, biblioteca victoriana. El subsuelo era el lugar de la pileta, construida especialmente por él, separada por una pared vidriada de un gran bar desde el que los hombres veían nadar desnudas a las mujeres más bellas del planeta. En el tercero y en el cuarto no había lugar para grandes arañas, alfombras caras, ni elementos suntuarios. Los habían convertido en unas especies de barracas, superpobladas, en la que vivían las conejitas.
Una paradoja: la gente suponía que en esa casa reinaba la libertad, pero las chicas, las conejitas debían cumplir reglas rígidas. La primera era la de confidencialidad: tenían prohibido contar algo de lo que sucedía en la casa. No había posibilidad de salir con otros hombres que los aquellos que visitaban la casa, a las 9 de la noche debían estar en la mansión (si alguna llegaba después de esa hora, no le abrían la puerta: debía dormir en el jardín), y el aspecto físico de ellas era el que determinaba Hugh Hefner; ellas no podían elegir el color ni el largo de su cabello ni siquiera podían rehusarse a maquillarse. Tampoco podían engordar algunos kilos. Y debían someterse a las intervenciones estéticas que él ordenara: implantes de siliconas o rinoplastias.
En 1971, Hefner compró en Los Ángeles, cerca de Beverly Hills, la segunda Mansión Playboy, la más famosa de ellas. La anterior, la de Chicago con el tiempo se convirtió en sede de una universidad. Y hacia allí se mudaron las actividades.
Quien encontró la nueva propiedad e insistió a Hefner para que la adquiriera fue Barbi Benton, una playmate y novia del magnate. El costo fue de 1.100.000 dólares. “Fue la mejor inversión en la historia de la empresa”, dijo Hefner varias décadas después. En 2016 la vendieron por más de 100 millones con usufructo vitalicio en favor de Hefner: allí viviría hasta su muerte que se produjo un año después.
Hefner no hablaba del negocio inmobiliario. La mansión, los clubs Playboy alrededor del país, la televisión, los festivales de jazz, todas esas actividades completaban el imaginario de la revista. Pero la Mansión era la principal, era la comprobación fáctica de que el mundo que ellos pregonaban y vendían desde sus páginas podía existir en realidad. Una especie de meca pagana a la que los hombres querían arribar. Este proyecto arquitectónico-mediático está descripto y pensaba con extraordinaria lucidez en Pornotopía, el ensayo de Paul Preciado.
Esta nueva mansión tenía más de 2000 metros cuadrados cubiertos. En ella existían todas las comodidades que se podían imaginar. Grandes salones, un cine privado, saunas, tres jacuzzis exteriores, piletas, canchas de tenis y de básquet, un zoológico privado, un lugar para aves exóticas, un órgano tubular como los que había en las grandes iglesias, una enorme bodega subterránea y el corazón de la propiedad: la gruta con cascada, pileta, un pequeño bosque, el lugar en el que se desarrollaban las grandes fiestas a las que nadie quería faltar. Todas las celebridades de Estados Unidos, en especial de Hollywood, de los últimos sesenta años pasaron por la mansión. Aunque la mayoría no pueda contar públicamente lo que hizo allí.
Durante años una leyenda recorrió Hollywood. La vivienda tenía un complejo sistema de túneles subterráneos que comunicaba con las mansiones de celebridades como Jack Nicholson, Warren Beatty o James Caan que accedían a las orgías de Playboy a través de esa vía sin ser vistos por los demás. También se dijo que estaba habitada por fantasmas.
En la casa vivían las novias oficiales de Hefner. Siempre tenía al menos tres simultáneamente. Una especie de harén que completaba con las playmates de cada mes y otras chicas que eran invitadas a quedarse. El tiempo pasaba pero las chicas siempre parecían ser las mismas. Jóvenes que no superaran los 25 años, con grandes pechos, llamativas, delgadas. Así la diferencia de edad con Hefner se iba agrandando. Las últimas parejas tenían casi cincuenta años menos que el magnate.
El staff principal de mujeres jóvenes vivían en la Bunny House, la Casa de las Conejitas, que quedaba a pocos metros de allí. Las reglas como, en la mansión de Chicago, eran muy rígidas. Y estaban al cuidado de una Mamá Conejita, una ex playmate que ya no cumplía los parámetros físicos impuestos por Hefner pero que conocía las reglas del juego y se las hacía cumplir a las más jóvenes.
Las chicas debían cumplir con parámetros estéticos estrictos y no todas lo hacían. Estas aspirantes rechazadas alimentaban otras casas que administraban allegados y amigos de Hefner, una especie de circuito Playboy clase B en que las chicas con promesas de futuros contratos, contactos y de castings eran comerciados entre hombres poderosos e influyentes.
El funcionamiento de la Mansión Playboy es impensado en esta época. Una especie de enorme y sofisticado burdel con el anfitrión sirviéndose de las jóvenes dispersas por la casa, ofreciéndolas a sus amistades y socios comerciales, utilizándolas como moneda de cambio mientras él se paseaba en bata y tomaba a la gente que deseaba sin importar el consentimiento ajeno. “La gente se imagina que las fiestas eran salvajes. Pero se equivocan. Eran mucho más salvajes de lo que se imaginan”, dijo una de las ex playmates.
Las chicas paseaban entre los hombres poderosos en sus sensuales vestidos o ataviadas con los trajes de conejitas con orejitas, pompón en la cola, con los pechos escapando por el body apretado. Ellas eran atraídas por las posibilidades que se les abrían si eran elegidas las playmates del mes o por la chance de conocer algún productor que las contratara para una serie o una película. A veces ni siquiera acudían tentadas por una oferta laboral, sino por la posibilidad de disfrutar de un gran banquete y de saciar el hambre. Muchas eran aspirantes a actrices, muy jóvenes, que malvivían en Hollywood a la espera de una gran oportunidad. Y que cortas de recursos aceptaban una invitación a comer bien. Eso es lo que contó Sarah Magnuson, que participó de alguna de esas veladas siendo muy joven a principios de los setenta y ahora es ejecutiva de un estudio: “Era glamoroso y divertido. La mansión era impactante. Y los banquetes abundantes y tentadores. Y de pronto bajaba Hugh por las escaleras y era gracioso y encantador. Pero en algún momento todo se volvía oscuro y te querías ir. Después de la comida, estaba caminando por un pasillo y un ejecutivo importante, me agarró de atrás y me quiso forzar a tener sexo. Yo me resistí. Lo empujé contra una pared pero él era más fuerte. Le pegué una patada y salí corriendo. Bajé hacia una de las piletas. Pero cuando estaba sentada en el borde vino uno de los hombres de seguridad y me dijo que me retirara, que el señor Hefner no quería que estuviera más en la propiedad. Se ve que no había entendido las reglas de juego”.
Era una ley no escrita que en estos eventos: los avances de los hombres importantes debían ser correspondidos. Las que no lo hacían eran violadas o expulsadas.
En el documental se cuenta el caso de Don Cornelius, presentador del programa de música negra Soul Train, que era asiduo visitante. Una vez se llevó dos chicas de allí. Ellas al regresar denunciaron que las secuestró y que abusó de ellas durante varios días. Pero nada pasó. Don Cornellius estuvo presente en la siguiente fiesta organizada en la mansión. Alguno de los muchos abusos perpetrados por Bill Cosby sucedió en la Mansión Playboy. Peter Nyjard, magnate de la moda, también juzgado por delitos sexuales, era otro de los invitados frecuentes.
La casa tenía otro equipamiento que era vital para su funcionamiento. Estaba equipada en cada habitación con infinidad de cámaras y micrófonos. Cuando alguien los descubría, Hefner se escudaba en sus inclinaciones vouyerísticas. Pero ese material era utilizado para extorsionar a hombres y mujeres que participaban de las bacanales.
En el documental se habló de lo que Hugh Hefner llamaba La Noche de Cerdos. Era una noche fija por semana en la que algunos de sus allegados reclutaban prostitutas por todo Los Ángeles. Había también transexuales y actrices porno en el elenco. En la mansión las esperaban decenas de hombres poderosos, influyentes y/o famosos. Políticos, actores, directores, productores, empresarios, deportistas. Eran orgías sin límite de tiempo y en las que todas las combinaciones eran posibles. Las jornadas de cada miércoles fueron bautizadas de esa manera porque Hefner llamaba cerdos a las prostitutas.
Sondra Theodore, una de las mujeres que ofrece su testimonio en la serie documental y una de sus novias, cuenta que un día entró de improviso a la habitación de Hefner y lo encontró masturbando a su perro: “Ellos también tienen sus necesidades” dijo el fundador de Playboy. Ya existían, también, testimonios que hablaban de zoofilia en la mansión. Apenas instalados en Los Ángeles y mientras se desataba el boom de Garganta Profunda, la película que abrió una nueva era en el cine porno, una noche Linda Lovelace, su protagonista, arribó en una limusina. Estaba pasada de alcohol y de drogas. Hefner y otros de los hombres aprovecharon su estado y la obligaron a practicarle sexo oral a un ovejero alemán que estaba en la propiedad mientras era alentada por los demás.
En las fiestas había grandes cantidades de drogas. Había recipientes con cocaína en cada mesa con bebidas. Una especie de canilla libre de alcohol y drogas. A fines de los sesenta y los setenta a las chicas les daban Qualude, un potente sedante, que las dejaba indefensas y les permitía no oponerse a ser usadas en las orgías. En la Mansión a esas pastillas las llamaban, socarronamente, las “abre piernas”.
Uno de los perros de la mansión tomó cocaína sin darse cuenta de uno de esos recipientes y se convirtió en adicto. Andaba todo el día en busca de droga. Dicen que saltaba y lamía las narices de los invitados. Que se abalanzó sobre una actriz muy famosa que acababa de ganar un Oscar apenas esta salió del baño y que al agarrarla por sorpresa la derribó, al tiempo que le lamía con desesperación la nariz. Su olfato no fallaba.
Tras la emisión de los primeros capítulos de la serie documental uno de los hijos de Hefner utilizó twitter para defender al padre. Aunque la defensa fue colegial. Destacó la sinceridad de su padre y su capacidad de disfrutar. Mountain Crest, la actual empresa propietaria de la marca Playboy, emitió un comunicado tratando de controlar los daños. Explicó que nadie de la familia Hefner tiene relación con ellos, que la revista no sale más y que un gran porcentaje de los ejecutivos de la compañía son mujeres: “Seguimos redefiniendo los cánones obsoletos de belleza y abogamos por la inclusión en materia de género, sexualidad, raza, edad, habilitad y localización”.