Una de las noticias que ha tenido una mayor trascendencia mediática durante esta semana ha sido la reclasificación que el semanario británico The Economist ha hecho de la calidad de la democracia española: si entre 2006 y 2020 (es decir, durante los quince años previos en los que se ha elaborado el ranking), nuestro país formaba parte de la categoría de “democracia plena”, en 2021 ha sido degradado a la categoría de “democracia defectuosa”.
A decir verdad, ésta no es una etiqueta que sólo les corresponda a países tercermundistas: países tan desarrollados y prósperos como EE.UU., Italia o Francia también han recibido esa calificación en 2021. De hecho, el propio seminario constata que, a raíz de la pandemia, el mundo ha experimentado un progresivo y preocupante avance hacia el autoritarismo. Pero, por mucho que haya otras notables sociedades que se ubiquen en la misma liga que nosotros, eso no debería llevarnos a soslayar el mensaje fundamental de este nuevo ranking, a saber, que la calidad de nuestras instituciones políticas se está deteriorando: algo que no nos sorprende a quienes residimos en este país y analizamos de manera crítica el funcionamiento de los poderes públicos, pero de lo que ahora acaso empiece a ser consciente el resto del mundo.
Pero, ¿a qué se debe este retroceso? The Economist lo atribuye esencialmente a dos factores: por un lado, la muy generalizada corrupción dentro de España (y que afecta, no lo olvidemos, a todos los partidos que alguna vez han tenido responsabilidades de gobierno) y, por otro, el bloqueo desde 2018 de la renovación del Consejo General del Poder Judicial por la incapacidad de PSOE y PP de llegar a un acuerdo al respecto. Sucede que el análisis de The Economist sobre este último punto es bastante incompleto: en efecto, el semanario británico nos concedería mejor nota en esa categoría (y nos regresaría a la confortable zona de “democracia plena”) en caso de que PSOE y PP se pusieran de acuerdo para repartirse otra vez a los miembros del “gobierno de los jueces” y todo volviera a la criticable normalidad de los años anteriores.
Pero, en este caso, la normalidad previa no debería ser vista, ni por The Economist ni por nadie, como una normalidad democrática: no, al menos, si incorporamos al concepto de democracia premisas liberales como la separación de poderes. A la postre, que los principales partidos del arco parlamentario escojan, en dudosa interpretación del texto constitucional, a la totalidad de los miembros del Consejo General del Poder Judicial debería ser visto no como un ejemplo de plenitud democrática sino de afrenta a la democracia: un ataque a esa división de poderes que debería caracterizar a toda democracia funcional.
Por eso, el bloqueo en la renovación de CGPJ, si no consiste finalmente en una mera treta negociadora del PP para obtener una mayor cuota de miembros, deba ser visto más bien como una esperanzadora posibilidad de regeneración democrática: si conseguimos cambiar la ley para que no sean los políticos quienes escojan a la totalidad del CGPJ sino que la selección se efectúe o por los propios jueces o, alternativamente, por sorteo entre jueces y juristas cualificados, entonces habremos dado un paso muy significado en sanear nuestras instituciones democráticas: un CGPJ completamente separado del poder político serán también unos tribunales más independientes para juzgar y sancionar, entre otras cuestiones, esa corrupción política que, con razón, tanto preocupa a The Economist y tanto considera que socava nuestra calidad democrática.
Este artículo fue publicado originalmente en La Razón (España) el 13 de febrero de 2022.