La venezolana Glenda Boscán, radicada en Konotop, Ucrania, dice que los últimos días “el techo parece que va a salir volando, las ventanas vibran, parece que se van a reventar los vidrios” por los ataques rusos.
Por Adriana Núñez Rabascall / vozdeamerica.com
“Es una cuestión desesperante. ¿Qué se siente? Mucho miedo. No sabes si va a caer algo en tu casa, si te va a pasar algo, si van a pasar disparando. Lo que hacemos es escondernos”, agrega.
Antes de llegar hasta el que hoy es escenario de guerra, Boscán había vivido en Perú. Allí conoció a un ucraniano que pronto se convertiría en su esposo y la llevaría a vivir a Ucrania.
Desde la invasión rusa del pasado 24 de febrero, Glenda, su pareja y su hija han intentado salir de Konotop, una localidad a apenas 16 kilómetros de la frontera con Rusia, muy cerca de la ciudad de Sumy, que ha sido blanco de bombardeos.
“Mi niña tiene 8 años. Psicológicamente le ha afectado mucho, no quiere comer, no puede conciliar el sueño”, dice la venezolana.
La familia teme escapar por los corredores humanitarios abiertos en los límites con Rusia y Bielorrusia porque han escuchado de tiroteos mientras los refugiados se trasladan. Su plan es llegar a Polonia, a 1.300 kilómetros de distancia y al otro extremo del país.
“No me ha sido fácil desplazarme, porque no hay ningún medio de transporte, las vías del tren están dañadas. Nadie quiere salir. Nadie nos puede llevar a ningún lugar, porque todos tienen el temor de que pueda suceder algo en el camino”, cuenta Boscán a VOA vía Skype.
La señal se interrumpe con frecuencia, pero a pesar de ello, Boscán ha ido documentando en su cuenta de Instagram lo que vive día a día, mientras transcurre el conflicto.
“Hay bastantes militares en la calle. Te detienen, te revisan, revisan a los hombres a ver si están armados”, detalla Boscán, desde su casa.
Salir de Kiev
El profesor venezolano Lechner Rodríguez salió de Kiev tras los primeros ataques. Se refugió en la ciudad de Dubno, tras una travesía de 14 horas en carretera.
“Las 14 horas fueron realmente de pánico, porque solamente veía a mi novia llorar, a las amigas de mi novia llorar y gritar, llamando a sus familiares a ver si seguían con vida”, relata a la Voz de América.
Rodríguez se ganó una beca para estudiar educación física de alto rendimiento en Ucrania hace nueve años. Durante ese tiempo ha trabajado como traductor de español y abrió una cafetería en Kiev. Su negocio quedó en pie, a pesar de los ataques, pero refiere que el vecindario donde se ubica se ha reducido a escombros.
“Uno llega muy traumado de las bombas. Yo por ejemplo, soy de barrio (en Caracas), soy de La Vega, en Venezuela. Ahí se escuchan tiros todas las noches, no voy a decir que nunca he escuchado un tiro, pero cuando escuchas los bombardeos, es otro nivel de shock, porque no sabes dónde están cayendo, si están detrás de ti, si te va a pasar algo”, agrega.
Video VOA
Hoy dice estar a salvo. Afirma que la ciudad donde se protege ha pasado desapercibida por Rusia y exhibe una resistencia armada.
“Si te metes a un pueblo, que es donde yo estoy ahorita, están los vigías, que es la misma gente del pueblo que se turna para vigilar la zona, por si entra un ruso”, relata.
El sótano de la casa donde hoy vive ha servido de albergue para quienes escapan del fuego cruzado.
“He ayudado a 40 latinos, entre ellos colombianos, ecuatorianos. Con venezolanos tengo conexión. He tratado de ayudarlos, pero realmente se les hace muy difícil estar acá, por el punto en el que me encuentro. La mayoría no tiene carro, no tienen cómo salir de donde están”, explica.
La electricidad se corta todos los días a las 8 p.m., en una suerte de toque de queda. “No me quiero ir de Ucrania. Tengo fe en que los presidentes Putin y Zelenskyy lleguen a un acuerdo para parar esta guerra”, concluye.
Video VOA