El bullicio que ha desatado la visita a Venezuela de altos funcionarios estadounidenses para América Latina, ha agitado nuestras redes más que la guerra de Ucrania. El asunto ha florecido en especulaciones hasta plantearlo como un parteaguas de nuestra relación política con EE.UU., poniendo en tela de juicio los compromisos de Washington con Venezuela. La conjetura más alarmante ha sido que EE.UU., urgido de reemplazar 450 MBD de petróleo ruso, propondría comprarlos a Venezuela en un quid pro quo por las sanciones vigentes.
Ese volumen representa 1% del consumo total y 3% de las importaciones estadounidenses. No es un asunto crítico. No es la dependencia alemana de 32% del gas natural ruso. Por supuesto, es importante en un momento en que el galón de gasolina al consumidor ya supera el umbral de 4 dólares. Hablando en términos prácticos, Venezuela, con su industria petrolera sobreviviente, de 19% de lo que producía a la llegada del chavismo, con una infraestructura en estado doloroso, que hasta es exportada como chatarra, sería una opción marginal en la región para reemplazar los barriles rusos, detrás de Colombia, Ecuador y México. Ni que decir de las condiciones jurídicas y garantías que exigirían las corporaciones a la administración maula de Venezuela, para la millardaria inversión necesaria para levantar producción, que en un plazo de un año no pasaría de adicionar unos 250 MBD.
Pero el hecho notorio es que seguimos sobrevalorando el arbitraje de los agentes externos como determinante del cambio político, un propósito que continúa siendo esencialmente responsabilidad de los venezolanos. Consideremos que hoy, en el horizonte, la única y concreta oportunidad de cambio que avizoramos es la elección presidencial de 2024. Entonces, además de indagar sobre qué hablan Washington y Caracas, preguntémonos qué estamos haciendo para construir una opción de triunfo para esa fecha, que aunque lo parezca, no es distante. Distante será 2030 si no actuamos desde ahora.