Así fue la masacre de una familia con un hacha que se volvió leyenda en Medellín

Así fue la masacre de una familia con un hacha que se volvió leyenda en Medellín

El hacha con la que se cometió el crimen está en el Museo de Antioquia. FOTO: Archivo Colección Museo de Antioquia

 

En un rincón del Museo de Antioquia está guardada una vieja hacha de madera y hierro. Mide de 70 centímetros de largo y está curtida y oxidada. Una mala manipulación podría destruirla y el Museo se quedaría sin una de sus piezas consentidas, la cual hace parte de la historia de Medellín.

Por eltiempo.com





Pero no es que con esta se haya forjado una de las empresas representativas de la ciudad ni que haya sido propiedad de un arriero de leyenda o de una familia rica y poderosa. No, ninguna de las anteriores. De todas formas, está acompañando a algunas de las más importantes obras de Fernando Botero, así como de la famosa pintura Horizontes, del maestro Francisco Antonio Cano, ícono de la antioqueñidad.

Con esta hacha fueron asesinadas seis personas en un sector conocido como el Aguacatal, cinco kilómetros al sur de Medellín -por donde hoy pasa la avenida Las Vegas-, en límites con el vecino pueblo de Envigado, hace 149 años. Un crimen, “tenebrosos y sangriento” y una “atroz carnicería”, dijo en su momento Francisco de Paula Muñoz, quien participó de la investigación y publicó un libro sobre los sucesos.

La noche del 2 de diciembre de 1873, mientras con un hacha masacraban a una familia a unos 100 metros de su casa, Manuel Antonio Botero escuchó unos quejidos que le interrumpieron el sueño.

Sentía movimientos en la casa de los Escovar. Se escuchaban golpes. Pero la única explicación que le dio Botero a esos ruidos que le interrumpieron el sueño fue un dolor de muela de Virginia, una de las habitantes de esa vivienda, así que decidió seguir en la cama.

Así registró la manera como quedaron los cuerpos Francisco de Paula Muñoz en su libro. Foto: Archivo particular

 

A la mañana siguiente, rumbo a Medellín, este hombre pasó por la casa de sus vecinos para conocer la razón de esos sonidos que lo despertaron. Las puertas y las ventanas estaban cerradas, pero alcanzó a escuchar unos lamentos que, por unos segundos, irrumpieron el silencio del lugar. Miró las ventanas e, incluso, pese a la oscuridad, alcanzó a ver a varias personas acostadas en la sala. Prefirió no hacer rudo, pensó que seguían dormidos.

Antes de continuar su camino rumbo a la entonces capital del Estado Soberano de Antioquia, vio en la puerta de la casa una mancha de sangre, pero lo único que se le vino a la cabeza fue que a Virginia le habían sacado la muela por la que se había estado quejando el día anterior, contó Muñoz en El crimen del Aguacatal.

Quien apareció después por la vivienda fue Tomás García, quien iba a hacer unos trabajos. Se extrañó que nadie diera señales de vida, por lo que decidió asomarse por una ventana. Como ya había más luz que en el momento cuando fue Botero, pudo distinguir los cuerpos de dos mujeres tirados en el piso y, además, vio sangre. Era el cadáver de Juana y el cuerpo de María Teresa, quien aún agonizaba. Vio, también, a dos niños yendo de un lugar a otro, llorando y llamando a su madre.

García alertó a los vecinos sobre la situación, entre ellos a José María Álvarez, quien a su llegada comenzó a ver los cadáveres y a los niños que habían sobrevivido a esta masacre.

Los muertos fueron seis. Virginia Álvarez, de 36 años; su esposo, Melitón Escovar, de 48; Sinforiano Escovar, de 22 años e hijo de la pareja; Juana Echeverri, de 63 años y madre de Virginia; Teresa Ramírez, de unos 15 años, y María Ana Marulanda, de unos 36 años, quien era la sirvienta.

A esa catástrofe sobrevivieron, milagrosamente, Manuel Antonio, de un poco más de un año e hijo de María Ana, y Manuel Salvador, hijo menor de los Escovar, quien tenía cuatro años.

El sitio se fue llenando de curiosos y llegaron las autoridades. De inmediato comenzó la investigación, que fue toda una novedad para la época. Los investigadores encontraron el hacha que hoy guarda el Museo de Antioquia debajo de la cama de una de las víctimas y según los registros del Museo, por primera vez en la ciudad se utilizó la fotografía en las labores judiciales.

El asesinato se convirtió en el único tema de conversación de la pequeña provincia que era Medellín en ese momento, que no tenía más de 30.000 habitantes, despertó la imaginación y curiosidad de los ciudadanos por la forma atroz como fue asesinada una honorable familia y, mucho más, porque uno de los sospechosos, narró Francisco de en su libro de 260 páginas, era un miembro de la familia.

Se habló que el crimen del Aguacatal, como comenzó a llamarse desde ese momento, había sido provocado por la locura de alguno de los Escovar.

Así era la familia y la casa de los Escovar

La familia Escovar tenía el aprecio y el respeto de sus vecinos, escribió Muñoz en su obra, que es considerada como uno de los primeros libros de periodismo narrativo en el país. Eran queridos en el vecindario y tenían ciertas comodidades por el valor de sus tierras.

La casa en la que vivían era pequeña, de seis metros de largo y cuatro metros de largo. Allí vivían ocho personas, pero en algunas oportunidades, eran más, como en la noche del crimen.

“El mal estado de la casa, su estrechez para este número de habitantes y quizá el deseo de vivir de acuerdo con su situación de fortuna, los había impulsado a construir otra, que efectivamente construían, a pocos metros de distancia, cubierta de teja, más elegante y más capaz”, narró Muñoz.

Virginia, dijo el autor del libro, era la directora de una escuela de niñas. Tenía un “excelente carácter y de una bondad que se revelaba en su mirada y en su sonrisa”.

Melitón, quien “había sido fuerte y laborioso en su juventud”, perdió la razón, la salud y fortaleza por una fiebre hacía más de una década. Según Muñoz, vivía melancólico y triste. Decía no tener corazón y no se cortaba las uñas de los pies porque “por ellas pensaba”. Incluso, en una época, manifestó su intención de ahorcarse.

Doña Juana, viuda, era la madre de Virginia. Era una mujer bondadosa, tímida y cumplía el papel del “médico ordinario de la comarca, razones todas las que la hacían acreedora de las simpatías y el amor del vecindario”, rememoró el periodista.

Sinforiano era soltero, “bueno y simpático” y “el brazo de la casa”. Manuel Salvador, el hijo mejor, apenas hablaba.

 

Teresa había vivido toda la vida en la casa de los Escovar. Era “idiota”, comentaban quienes la conocieron y “era de constitución endeble”.

María Ana, conocida como Martucha, era la sirvienta de la casa y trabajaba allí desde mitad de noviembre, unos 15 días antes de la tragedia. Procedía de Rionegro y llegó hasta esta zona de Medellín acompañada de su hijo.

Bajo este panorama surgió la hipótesis inicial y se creyó que, como Melitón era loco, había cogido el hacha de la casa y atacó a sus familiares.

Para avanzar con las investigaciones, la casa fue sellada y a eso de las 5 de la tarde los cadáveres fueron trasladados a lo que es hoy el centro de Medellín “en medio de una concurrencia numerosa y aterrada. Se leía la consternación en todos los semblantes y no se desprendía de la multitud más que el murmullo de los comentarios y algunas expresiones de conmiseración y de lástima”, escribió Muñoz. Entre la multitud estaba Daniel Escovar, sobrino de Melitón.

En ese momento la ciudad se dividió en dos. Entre los loquistas y antiloquistas. Los primeros argumentaban que como no se habían robado nada ni había señales de que las puertas y ventanas hubieran sido forzadas, la matanza la cometió un miembro de la familia y todo apuntaba a Melitón. Incluso, decían que él y Sinforiano habían muerto tras una lucha.

Daniel Escovar, en el centro, y los demás sospechosos. Foto: Flickr de Telemedellín

 

El otro bando, por su parte, argumentaba que era imposible que un loco “hubiera herido tan certeramente, nada más que en la cabeza a todas sus víctimas y que no hubiera quedado viva una sola”. E, insistía, que debió de haber un robo, teniendo en cuenta que eran acomodados.

“Era imposible que entre todas ellas no hubieran podido contener a Melitón, o no despertaran los demás, después de haber muerto a los primeros, si estaban dormidos”, señalaba este grupo y se preguntaba: “¿Al loco quién lo mató?”.

La investigación y la captura de Daniel, el hachero

Daniel Escovar contó después del asesinato de sus familiares que se había salvado de milagro, pues la tarde del martes había estado en la casa.

“La familia lo había invitado para que esa noche durmiera en la casa y él no había consentido a pesar de la insistencia. Nada se sospechaba de él, pero se esperaba poder deducir de su declaración algún indicio sobre los ejecutores del hecho”, aseveró el periodista en su libro.

Daniel, de apenas 20 años de edad y muy cercano a Sinforiano, contó a las autoridades unos días después que estuvo en la casa de las víctimas ayudando a sembrar unas yucas. Dijo que la familia le insistió para que pasara la noche allí, para que ayudara al día siguiente con los trabajos de la nueva casa, pero él se negó argumentado que debía acompañar a su madre, quien estaba sola.

Sus declaraciones, rememoró Muñoz, “no suministraron luz alguna”, pero el joven tuvo actitudes que comenzarían a dar luces para resolver el caso.

“Daniel estaba muy impaciente por terminar: casi siempre lo encontraba de pie, con el sombrero en la mano y como en actitud de marcharse; pero se explicaba esto, porque siendo muy entrada la noche (serían las diez o las once) era natural el deseo de ir a acompañar a su madre que estaba sola, según lo había expresado él. Creyó notar también algún encogimiento y vacilaciones en su narración; pero como no lo conocía, atribuyó esto a su corta edad, pues tenía veinte años apenas, o a peculiar timidez de su carácter”, se lee en El crimen el Aguacatal.

El martes 9 de diciembre, siete días después del asesinato y tras minuciosas investigaciones judiciales en la escena, así como de entrevistas a posibles sospechosos y allegados a la familia, se ordenó un allanamiento de la casa de Daniel Escovar. Los investigadores, por primera vez, habían contemplado al joven como sospechoso.

Portada del libro Un pionero del reportaje, Francisco de Paula Muñoz y El crimen del Aguacatal. Foto: Archivo particular

 

Era extraño, por ejemplo, que no hubiera querido dormir en la casa, cuando ya lo había hecho en otras oportunidades, así como que llegara a su casa el miércoles “muy temprano” y no en la noche del martes.

Y, justamente, en esa casa encontraron dos cachiporras y unos pantalones cenizos, o tal vez grises, ensangrentados. Todo pertenecía al pariente de las víctimas, quien inmediatamente fue detenido, junto con otros sospechosos.

La ciudad seguía dividida. Mientras algunos insistían que “era el loco”, otros resaltaban el trabajo de las autoridades para resolver el crimen.

Finalmente, 40 días después de su captura y de múltiples interrogatorios, Daniel confesó. Fue el 31 de enero de 1874, cuando en la ciudad comenzó a correr el rumor de la confesión, que resultó ser cierto.

En su confesión, recopiló Muñoz, aseguró que todo sucedió por cobrar tres pesos que Sinforiano le debía hace días, por lo que acudió a la casa tipo 8 o 9 de la noche.

“No, hombre; hace días que me los debes y hoy tengo mucha necesidad de ellos: te los cobré en días pasados, en Medellín, y me dijiste que no tenías, que viniera aquí por ellos”, le dijo Daniel a su primo -escribió Muñoz-, quien ante la insistencia cogió el dinero y se lo arrojó.

Esto comenzó una discusión y Escovar, contó en su confesión, le expresó a su primo que si bien podía ser pobre, “no le hacía falta”.

Ahí se fueron a los golpeas, que incluso involucraron a Melitón, quien estaba dormido, y, dijo Daniel, toda la familia comenzó a atacarlo. “Cuando esto sucedía me atacó Sinforiano con un taburete y Marucha con un regatón. Virginia tenía una luz en la mano y me arrojó un pocillo que tenía frisoles o café en grano, estando yo en este momento como en la mitad de la salita, frente a la alcoba, y Virginia cerca de la puerta de la misma alcoba”, recopiló Muñoz en su libro.

Y agregó, citando la confesión de Daniel: “Como fui atacado por estas cuatro personas, di un empujón a Virginia y la arrojé contra la puerta de la casa, atajé con el brazo derecho un puntazo que, con el regatón, me tiró la mulata Marucha, y al recular contra la punta de la tarima toqué un hacha, siendo éste el punto en que se acostumbraba colocarla”.

Y es ahí, en ese momento, cuando empieza la carnicería, como la catalogaron los medios de la época. Escovar tomó el hacha y viendo que Sinforiano se acercaba a atacarlo una vez más, le dio un golpe en la cabeza. Él cayó encima de una cama, boca abajo. Luego siguió con Melitón, a quien atacó en el brazo y quien al caer aseguró: “¡Quién demonios me dio!”.

“Entonces, como jugando gallina ciega, seguí tirando hachazos a todos en general, hasta que di con ellos en tierra (…). Tomé la precaución de dar a los heridos fuertes golpes en la cabeza; pero con el lomo del hacha: a ninguno de ellos con el filo”, le dijo Escovar a las autoridades.

Aseguró, además, que actuó solo y no había más involucrados.

Pero las investigaciones siguieron y el juicio y el caso del hachero o crimen del Aguacatal se robó todas las miradas de la prensa y de la ciudadanía, incluso después de la condena.

Fue el primero de marzo de 1875 cuando el caso fue cerrado y se conoció el veredicto del jurado. “En él se declara a Daniel Escovar autor principal de seis asesinatos, de un robo, de una herida con circunstancias de asesinato, y del delito de cuadrilla de malhechores; a Manuel Antonio Escovar y a Francisco Parra blanco, cómplices de los mismos delitos; y a Evaristo Galiano, auxiliador de los delitos de robo en cuadrilla y de cuadrilla de malhechores. Evaristo Galiano es absuelto por todos los demás cargos”, escribió Muñoz.

Daniel fue condenado a “diez años de presidio que sufrirá en el establecimiento respectivo; sesenta y nueve años, dos meses de arresto, que sufrirá en la cárcel pública de esta ciudad; dieciséis de confinamiento, que sufrirá en el distrito de Nare y un año, dos meses de aislamiento que sufrirá del modo prevenido en los Artículos 980 y 981 del Código penal”.

Tras esta condena, el joven insistió en que actúo solo e, incluso, cambió la primera versión de los hechos. Narró que él estaba durmiendo con Sinforiano en la misma cama, se levantó en la noche y lo mató con el hacha. Luego fue por Melitón, después por Virginia, doña Juana, Teresa y Marucha. Dijo que todo lo hizo para llevarse un dinero y unas alhajas.

Sin embargo, las autoridades nunca creyeron que había actuado solo.

La fuga y la salvación de Daniel Escovar

El hachero, como comenzó a ser conocido Daniel, se convirtió en una leyenda urbana de Medellín y Antioquia. Y la leyenda, podría decirse, creció cuando se fugó de la cárcel de una manera que no es clara, pues dicen que habría construido una escalera con huesos.

Según el periodista Juan José Hoyos, tras una investigación que hizo sobre este caso y la obra de Francisco de Paula Muñoz, Escovar llegó hasta Urrao y allí se ganó el afecto de los ciudadanos e, incluso, se dice que les contó a varias personas cómo mató a la familia.

“Daniel Escovar de repente se puso de pie, elevó el tono de su voz, echó sobre sus hombros las puntas de la ruana y simuló tomar entre sus manos el hacha. El doctor Álvarez, que lo escuchaba nervioso, en aquella noche oscura, a la simple luz de una vela de cebo, le preguntó: ¿Qué sintió usted en ese momento?, y Escovar le respondió: “¡Sed de sangre!”, escribió Hoyos, citado a Clemencia Hoyos de Montoya.

Daniel vivió en Urrao hasta el final de sus días. Allí fue un reconocido ciudadano, se casó y, dicen, fue un padre ejemplar. Pero esta última parte ya hace parte de la leyenda.

Incluso, se comenta que Pablo Escobar, durante su estadía en la cárcel La Catedral, en Envigado, de la cual se fugó en 1992, tenía un ejemplar de El crimen del Aguacatal y se obsesionó con la historia de Daniel. Ese ejemplar, se comentó en su momento, tenía anotaciones hechas por el capo.

Curiosamente, el narcotraficante falleció un 2 de diciembre, mismo día en que sucedió la masacre.

El hacha, una joya del Museo de Antioquia

El Museo de Antioquia no solo alberga obras de arte, también conserva piezas históricas que permitan recordar la historia de Medellín, así como del departamento y el país.

Es por esto que dentro de su colección está el hacha del crimen del Aguacatal, el cual, en palabras de Carlos Uribe, curador en jefe del Museo, “fue uno de los sucesos de mayor consternación que vivieron los habitantes del valle de Aburrá durante la segunda mitad del siglo XIX”.

Para Uribe, esta pieza es considerada icónica o importante por lo curiosa que es, ya que representa un momento histórico de nuestra sociedad, “enmarcada en el proyecto civilizatorio de la élites políticas y sociales del siglo XIX, que vieron perturbada su quietud y prosperidad por acontecimientos no aislados como este, que desnudan la doble moral de un pueblo que dirime sus conflictos por los hechos y no por los argumentos”.

Por esto, agrega que el Museo es testigo de objetos, documentos y piezas de arte que cuestionan el status quo de la identidad antioqueña. “Por ser reflejos distorsionados del espejo en que Blanca Nieves se quiere ver, es que adquieren su principal valor”.

Según la leyenda que se construyó alrededor de Daniel, quien habría muerto en el primer cuarto del siglo XX, él nunca pudo explicarse por qué cometió el crimen y que haber cogido esa hacha de 70 centímetros que hoy está en el museo más importante de Medellín fue un acto de locura.