La semana pasada comentamos brevemente la aproximación que en la mente de algunos venezolanos se cumplía con respecto a la conveniencia de examinar eventualmente, un giro, una reforma hacia el parlamentarismo, en lugar de continuar padeciendo los usos y abusos del presidencialismo.
Hicimos notar que el modelo europeo y el latinoamericano conocieron situaciones de debilidad o inconsistencias que reclamaron a esos sistemas sus carencias y falencias y, por cierto, la irrupción del fenómeno populista, además, adulteró las formas y contaminó de tal manera el fondo, para dejar colar, ademanes autoritarios.
Mencionamos qué, en Venezuela, en nuestra historia subrayamos la figura del hombre fuerte y detentador del poder, lo que incidió e incide en la configuración de una suerte de consciencia histórica que, modelaba, mutatis mutandis, una idiosincrasia influida por esa imagen del gendarme necesario que devenía en una jefatura recia y reconocida, como de la naturaleza de la magistratura y del mando.
Claro que se hace patente que, en las últimas dos décadas del siglo pasado, el constitucionalismo regional había refaccionado las estructuras de una tradición presidencialista, traído igualmente nuevos actores para mediar ante la potencia pública y atemperado, por decirlo de algún modo, el diseño de la distribución de poder y competencia, para controlar más al presidente y ampliar los recursos del órgano legislativo y contralor, acotando igualmente el fortalecimiento del ente administrador de justicia.
Paradójicamente, la doctrina hace notar que fueron los gobiernos militares los que dieron inicio a ese proceso y, además, abrieron una ventana a la apertura económica tal como se desprende del seguimiento hecho a Chile (1980), Honduras (1982), El Salvador (1983) y Guatemala (1985) con las referencias dadas acá y otras tantas en materia social e igualmente, en el área de justicia y control constitucional.
Sin tiempo ni espacio para profundizar diremos que autores como Linz, Solari, Nohlen, Sartori entre otros, advirtieron con sus críticas, la necesidad de revisar los sistemas constitucionales para desistir del presidencialismo que nos ha acompañado desde los tiempos de la Independencia a favor de un modelo clásico parlamentarista o, ahondar en una reingeniería que permita ajustar, reformar o instrumentaciones de la relación entre los poderes públicos, e incluir mecanismos de control político vertical, referendos e incluso revocatorios.
En realidad, en Venezuela, pasar a un régimen parlamentario, puro y simple, implica modificaciones y complejidades muy gruesas. Nuestro teatro político no tiene hoy en día organizaciones partidistas como otrora. La antipolítica ha erosionado a todo y cabe acotar que el establecimiento esta desvencijado.
Los viejos partidos no dan la talla y los recientes tampoco. El PSUV es una lista clientelar que se sostiene desde una base frágil con prebendas, bonos, canonjías y la legitimación de conductas anómicas de toda naturaleza. La fuerza armada es su apéndice más eficiente y los grupos paramilitares colectivos, a cambio de dinero e impunidad, constituyen una infantería de esbirros. No hay mucho que conservar allí, sino todo lo contrario.
Paralelamente, no es serio llamar oposición a partidos que no lo son porque el régimen destrozó, corrompió, adulteró las estructuras partidistas.
Hay una oposición inorgánica, confundida y presionada, por la difícil cotidianidad plena de carencias e implicancias que a ratos les obligan a mimetizarse.
No hay sindicatos, grupos de presión, universidades, juventudes militantes, sociedad civil. Parafraseando de nuevo a Bauman, esta experiencia chavomadurista licuó la organización social, política e institucional acabando literalmente con los parámetros de la república.
Más grave aún es el hecho más que evidente de una patología social y política y también corporativa que, los más preclaros denominan, siguiendo la doctrina cubana, daño antropológico.
La gente se aparta y segrega de lo público por no asumirlo como de su agenda posible. Es insensible al cuestionamiento que debiera reunirlos para, cual ciudadanos, procurar los cambios y correcciones pertinentes. Se enajena y enerva el ciudadano.
El común oye el discurso opositor y lo sabe procedente, pero le han convencido de la huelga electoral y peor aún, mira otro dilema pernicioso para la patria, pero pesadamente presente; ¿se queda y sigue en este pandemónium o se va y soporta uno también gravoso en el exterior, rechazado, despreciado, humillado a menudo, pero, con la esperanza viva?
Se me ocurre que asentar al parlamentarismo como opción no es descartable o acaso una fórmula que reforme y redistribuya el poder en términos más controlables y no solo por los otros poderes sino por los ciudadanos. Empero, hay que detenerse y pensar antes de apresurarse.
El parlamentarismo europeo es posible por la estabilidad de su institucionalidad. No obstante, se ha visto problematizado por un populismo que lo ha inficionado de desconfianza y vocación autoritaria. La historia del parlamentarismo ha sido conmovida por sus modales y maneras de alcanzar las decisiones que dejan en las negociaciones, la esencia del conflicto, y avanzan en medio de contenciosos que, solo una ciudadanía consciente y activa puede metabolizar.
Prueba flamante de lo afirmado tenemos en el Reino Unido, Polonia, Hungría entre otras centrífugas, pero es equitativo también reconocer que han sido capaces de mantenerse, casi todos, en un proyecto unitario, lleno de compromisos concomitantes que es la Unión Europea. El Brexit sin embargo es un precedente a no descuidar.
¿Disponemos nosotros de estabilidad institucional? Douglas North enseñó cuanto importante para un desarrollo sano y progresivo lo era. En Venezuela creímos tenerlo en las décadas civiles del 58 al 98 pero, una democracia frivolizada y una actuación irresponsable de las oligarquías, nos privó de sus virtudes.
Un arreglo que nos asista en la procura de imaginar otra arquitectura del poder y del control, en el ejercicio de sus competencias, cuidando las libertades y limitando eficazmente al poder, siempre el susodicho compulsivo y peligroso, es una tarea que hay que acometer desde el poder mismo. No hay un cambio de ese alcance, magnitud y dimensión sino se dispone de la entidad para eso.
Se habla de refundación, transformación del país y se piensa “ab initio” en una constituyente. Gente que nos merece respeto así lo ha manifestado. La Iglesia a través de la Conferencia Episcopal, se pronunció recientemente en esa dirección y, sus opiniones y recomendaciones deben merecer audiencia y miramiento; sin embargo, tampoco acá hay pacífico acuerdo y así hemos de evocar al ciudadano Luis Castro Leiva y su arenga del 23 de Enero de 1998, ante el Congreso Nacional y cuyas recomendaciones para cuidar lo adquirido y evitar los emocionales saltos de los que arriban al poder, no fueron escuchadas y al volverlas a oír, asombran por su clarividencia y sensatez.
En esta reflexión he tratado de connotar que existen recurrentes extravíos, excesos, desviaciones en ambos sistemas, además de resaltar que, sin institucionalidad y valoración, ninguno proporcionaría lo que se aspira de ellos. Es menester inocular la sociedad con la institucionalidad y su respeto. En caso contrario, no pueden soportarse los vientos que soplan periódicamente para ponerlo todo a prueba.
Los pesos y contrapesos son a ratos frágiles e inconvenientes. ¿Es sano lo que acontece en Perú? ¿“Incapacidad moral” y volvemos a la práctica de destituir presidentes desde el parlamento corrigiendo a capricho incluso la selección que hizo el pueblo soberano hace meses? Fujimorazo al revés. O acaso en Chile, ¿dónde los está llevando esa constituyente?
La semana próxima, Dios mediante, con ánimo conclusivo, presentaré algunas ideas de lo que habría que hacer, aunque antes, hemos de recuperar la soberanía conculcada por este bache trágico del chavomadurismo militarista.
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