-¿Esta es la cocina?
Por Joaquín Sánchez Mariño / Infobae
-Bueno… Esta era la cocina.
-Claro, perdón.
-Solía estar toda limpia y ordenada. Ahora solo quedan ruinas.
Conversar con alguien que acaba de perder su casa no es fácil. El bombardeo del día de ayer dejó a Ludmila sin departamento. Estuvimos ahí a las pocas horas, pero no era un día para hablar, el pozo generado por el impacto del misil todavía echaba humo. Era un día de silencio en el barrio.
El sábado empezó con otra cara. No hubo bombardeos sobre Kiev. Hubo, sí, alarmas, y misiles antiaéreos que salieron de las bases ucranianas. Hubo también tiroteos al cielo para bajar drones. Hubo lo que se dice acción, la hay permanentemente en el círculo ruso que rodea a la capital. Pero no hubo nuevos impactos, lo cual permitió que los vecinos del barrio de Podilsky volvieran al sitio destruido ayer por un misil e intenten recuperar algunas de sus cosas.
Conversar con alguien que un día atrás perdió su casa tampoco es cosa sencilla, pero la propia necesidad de contar la historia los motiva. “Yo vivo acá con mis tres hijos. La mayor no está en la ciudad, se fue con sus hijos a un pequeño poblado donde vive su abuela. Mi otra hija, Natalia, sí se quedó en Kiev, estamos juntas, pero por suerte al momento del bombardeo no había nadie en la casa”, dice.
Si hubiera habido alguien, su muerte hubiera sido muy probable. La casa de Ludmila está en el primer piso del edificio cuya pared lateral desapareció con la explosión. Del cuarto de sus hijas al lugar del impacto hay menos de diez metros, y se ve desde la habitación ya sin paredes el enorme hueco.
Unos amigos de la hija trabajan en sacar los escombros. Llenan la pala, tiran la piedra para afuera, y vuelven a hacerlo. En el departamento de al lado de Ludmila vive una señora mayor con su hija. Ellas sí estaban a las 8:04 del 18 de marzo, cuando cayó el misil. Ludmila no sabe si están bien, las llevaron al hospital y están a la espera de novedades.
“Esta era mi habitación, aquí dormía”, dice, y señala un sillón cama rojo que está lleno de polvo. No se ve el color del piso, está cubierto por mugre. Mugre, digo, el montón de cosas compuesto por lo que antes eran libros de una biblioteca, adornos, restos de una mesita, el vidrio de esa mesita, cachos de pared caida. Es demasiado arbitrario el estado en que una bomba deja un ambiente, nada se puede entender dónde estaba y cómo llegó a parar ahí. En la cocina de Ludmila el calefón se comprimió, como si le hubieran dado veinte palazos. Los frascos de mermeladas y alimentos en conserva terminaron todos en la mesada, de pie la mayoría, sin volcarse. La pileta rebalsa de cosas llenas de polvo, y detrás de la canilla hay una extraña mancha violeta, una especie de enchastre de sangre que debe ser, más bien, una remolacha explotada, una porción de borch desparramada.
Ludmila tiene 56 años y habla muy bien inglés. Pide que le mande las fotos de su casa, que pueden ayudarla en el futuro. “Afortunadamente no estaba acá, ni yo ni nadie, ni mis hijas ni mis nietos. Es una suerte que no había nadie porque de otro modo hubiera sido grave”, dice.
-¿Por qué no estaban en la casa? ¿Imaginaba que podían bombardear acá?
-No tenía idea de que esto podía suceder. Es un barrio resindencial. Vivo acá hace veinte años y ya no tengo departamento.
-¿Dónde va a dormir hoy?
-Hoy duermo en la casa de una amiga.
-¿Es lejos de acá?
-No, es es bastante cerca.
-¿Y no le da miedo estar cerca si hay otro bombardeo?
-Claro que tengo miedo. Cada minuto tengo miedo. Es muy peligroso estar en este lugar. Pero hoy no creo que hay ningún rincón del país que sea seguro.
Tres pisos arriba del departamento de Ludmila está -estaba- el hora de Liena. Tiene 35 años. El cuarto de sus hijos daba -da- a la plaza donde cayó el cohete. Hoy no hay paredes ni ventanas, es piso abierto lleno de restos de cosas. Un sillón (o una cama, no se distingue), hace tope contra un resto de muro que quedó en pie. Del otro lado del cuarto, una cama con una foto grande de dos chicos en ella. Está agujereada por todos lados. Liena la toma y senala a los chicos: “son mis hijos”, dice. Tienen diez y doce años, pero no estaban en la casa, se habían ido de la ciudad hacía más de una semana.
Al otro lado de la plaza, también a la vista desde el cuarto, está el colegio al que van sus hijos. A la izquierda, un jardín de infantes que habitualmente no se ve pero ahora, todo abierto, salta a la vista. Hay en el cuarto también un ropero vacío, un calendario colgado, muchos almohadones, cajas de cartón de zapatillas, carpetas de estudio, revistas.
“Bombardea acá, junto a la escuela, junto a las casas, para generar pánico. Quiere asustarnos a todos. Está loco y nos quiere llenar de miedo”, dice, hablando de Putin. De golpe, su vista se cruza con algo allí afuera y queda callada. Llora un poco y señala. “Ahí está nuestro auto, en el garaje ese, pero ahora está completamente destruido. Ya no tenemos auto…”, dice. Los pocos autos que habían alrededor del edificio en efecto están calcinados: se prendieron fuego con la explosión y no hubo posibilidad de salvar ninguno. Algunos de ellos parecen ametrallados, pero son las esquirlas del misil que los hacen parecen víctimas de un tiroteo.
“El presidente Zelensky prometió que el gobierno iba a ayudarnos a reconstruir y recuperar todo lo perdido, pero eso llevará tiempo. Esto es una locura. Es una locura”, dice Liena. Tiene razón, pero ahí estamos, parados en esa locura, debajo de un techo que tiene una grieta enorme y que nadie sabe cuánto tiempo puede durar en pie. Mientras puede, saca las cosas de valor que encuentra, pero incluso las cosas que se lleve tendrán sabor a pérdida.
Al pie del edificio liderando una de las mudanzas está Andryi. Tiene 53 años y vive en un edificio a unos 70 metros del lugar donde se produjo el impacto. Lo vio todo. Hacía rato estaban sonando las sirenas, pero ya son demasiadas, suenan todo el día, y esta vez no la tomó en cuenta. Salió a su balcón y se prendió un cigarrillo. Entonces, en un segundo, en menos, vio pasar una bola de fuego a toda velocidad delante suyo y luego sonó la explosión. Andryi salió despedido para atrás y cayó de espalda en medio de su sala. Se golpeó la cabeza y un ojo, que tiene completamente inflamado y morado, con un líquido verde que le pusieron en el hospital.
“Yo siempre pido que Dios les dé salud a nuestros muchachos de las defensas antiaéreas, que responden a estos monstruos que nos atacan tratando de derribar estos misiles. Nos defienden como pueden. Pero ayer a las 8 de la mañana no pudieron. Yo justo estaba fumando, estaba ventilando la casa entonces tenía la ventana abierta, y fue un segundo. Escuché el sonido y (perdón la palabra) me caí de culo al piso… Se voló el vidrio, todo. Me levanté rápido, empecé a ayudar a mi suegra, que es viejita, para poder sacarla afuera. Después vinieron los médicos y me cosieron la herida”, relata.
“En este barrio nos conocemos todos, somos los mismos vecinos hace años, no hay ningún edificio militar cerca, ningún lugar de gobierno, nada, solo vecinos y una escuela, un jardín de infantes… ¿Por qué nos hace esto? Si yo estuviera en un edificio militar tal vez lo entendería, ¿pero por qué acá?, ¿qué le hemos hecho?”. Él también, como tantos, le habla a Vladimir Putin. No puede decir demasiado sin que le gane el llanto o el dolor, y la mezcla que se forma entre ambos.
“En el edificio destruido vive un amigo, pero no estaba por suerte. No está en la ciudad y estamos tratando de sacar todas sus cosas. ¿Cómo es posible esto? Yo soy un hombre de fe, pido a Dios, pido siempre perdón para los culpables, pero esto no es obra de un hombre, esto es el mal, esto es otra cosa…”, dice. Y cierra mirando a cámara, hablando, según dice, para que lo escuche el mundo: “Por favor, yo quiero la paz. ¿Cómo se puede negociar con este sinvergüenza? ¿Cómo? ¡Yo solo quiero la paz!”.