Tanya Nedashkivs’ka tiene 57 años y es ucraniana. Lleva puesto un gorro y un camperón negro. Tiene la piel curtida por el frío y los años. Cuando lo ve se arrodilla ensayando un ruego. También abre los brazos simulando una súplica. Se lleva las manos al pecho implorando conmiseración. No le quedan lágrimas para llorar pero llora. No está posando. Está pidiendo que lo muestren. No a ella, sino a su dolor y a la tumba de su marido que yace enterrado en el patio de su casa. Él le saca fotos. También a un gato que se refugia del frío en una caja donde se guardan municiones. También a Ira Gavriluk que camina entre a los cadáveres de su esposo y su hermano. También la mano de un cuerpo carbonizado. Trabaja de eso: de sacar fotos.
Por infobae.com
Rodrigo Abd tiene 45 años y es argentino. Tardó cinco días en llegar a Kiev desde Buenos Aires. Llegó el sábado 19 de marzo, después de hacer densas escalas en Nueva York y en Varsovia. Se irá cuando su trabajo cumpla el mes. Había sido designado para documentar la que se suponía iba a ser la batalla final de la guerra entre Ucrania y Rusia: “Vine con eso en la cabeza: la toma del gobierno, la caída de Ucrania, la renuncia, la captura del presidente”.
No pasó nada de eso. La guerra sigue, igual de cruel, igual de despiadada. Se encontró con un régimen estricto, sirenas en loop, bombardeos sistemáticos. La capital ucraniana resistió y los ataques empezaron a mermar. El paréntesis en el hostigamiento a Kiev habilitó a Rodrigo -y a los otros reporteros gráficos- a recorrer las ciudades satélites de Kiev. Los equipos de trabajo de la agencia Associated Press (AP) se dividieron. Cada grupo se nutre de un reportero, un camarógrafo, un fotógrafo y un traductor. Aunque la dinámica periodística puede sufrir alteraciones: a veces sin el reportero, a veces solo con un conductor local. A él le tocó retratar el espanto de Makariv, Irpin y Bucha.
En Bucha ya no hay rusos ni hay peligros. Lo que hay es lo que queda y lo que queda es lo que sobrevivió a la invasión. “La avenida principal es un cementerio de tanques. Solo se ve el color del hollín y del óxido, pedazos de cañones tirados por ahí, restos de acero, botas, guantes, cables, cemento, asfalto levantado. No hay metro en la avenida que esté limpio”, escribió el enviado de Infobae, Joaquín Sánchez Mariño, en una nota sobre la masacre de Bucha y titulada “El centro de tortura de Rusia que se convirtió en el sótano del horror de la ciudad”.
Entre destrozos, caos, cosas sin vida, cosas en lugares donde no deberían estar, cosas sin forma, encontró a Tanya Nedashkivs’ka, quien lo estaba buscando. No precisamente a él, sino a alguien que pudiera transmitir su desconsuelo. En Bucha también conoció a mucha gente deseosa por expresarse, por enseñar. Unos niños que acompañaban y orientaban su cobertura periodística le habían pedido que los siguieran. Querían mostrarles algo. “Nos llevaron a este jardín en donde estaban enterrados vecinos del barrio”, relata. No eran cuerpos tirados, sino cuerpos tapados por tierra, personas que habían sido veladas.
Llegaron al jardín interno de una suerte de vecindad. Segmentada por alambres, palos y maderas, en una parcela de tierra sin pasto habían sido inhumados los cuerpos de víctimas civiles de la guerra. Las tumbas eran reconocibles: cruces erguidas, cruces apoyadas, ladrillos en el perímetro. En la ciudad donde el ejército ucraniano defendió y repelió la ofensiva rusa, la gente debió cavar tumbas en los patios porque no se podían mover por el fuego cruzado.
Ese lunes 4 de abril, Rodrigo sacó fotos de la interacción humana con esos sepulcros. Retrató el gesto de Vova Tanyuk, de diez años y vestido con una campera azul, pantalones y gorro negros, quien depositó una lata de jugo de naranja sobre la parcela que hoy conserva los restos de Ira, su madre, que murió de hambre y de estrés, según apunta la propia agencia de noticias estadounidense.
El fotógrafo también capturó la mirada vacía de Vlad Tanyuk, de seis años, hermano de Vova e hijo de Ira. Enfundado en una campera verde con capucha, con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada hacia abajo, parado delante de donde descansa hoy su madre, no miró la cámara de Rodrigo, pero sabía que le estaba sacando una foto.
Esa y otras fotos también fueron publicadas en su cuenta de Instagram. Las imágenes están acompañadas de una descripción. Escribió: “Todas estas escenas, aterradoras, se ven en Bucha, en las afueras de Kiev. Las personas que regresan a su pueblo están conmocionadas, por un lado en cierto modo aliviadas ante la retirada del ejército ruso, y al mismo tiempo horrorizadas por lo que encuentran a cada paso”.
Ira Gavriluk camina con su gato entre los cuerpos de civiles muertos durante la invasión rusa a Bucha (AP Photo/Rodrigo Abd)
Distintas personas, a través de su trabajo profesional y mediante sus publicaciones en redes sociales, quedaron impactadas con sus fotos. Particularmente con una, la de Vlad. Él no imaginó la repercusión. “Tengo la desgracia o la dicha de que mi trabajo me ha entrenado a soportar estas cosas como éstas. Viví en Guatemala, en El Salvador, estuve con los maras en Centroamérica, con la minería informal en Perú, en Afganistán salía con las tropas a cubrir las disputas con los talibanes. Cubrí la guerra en Siria, el conflicto en Libia con Kaddafi. Me fui entrenando a ver cosas duras. Lo entiendo como parte de algo que tengo que pasar: lo difícil o lo trágico de ver esas imágenes con mi cámara es el paso necesario para poder contarlas. Las imágenes que nosotros hacemos se distribuyen y uno cree, así, que el mensaje que está dando tiene algún valor. Es un factor multiplicador”.
Su último ejemplo es justamente Vlad. La foto que le sacó multiplicó la empatía. Ahora quiere volver a buscarlo por la insistencia de quienes ofrecieron su ayuda. “Mucha gente se conmovió con esa foto. Me escribieron mails de todo el mundo para ver si le puedo enviar una ayuda. Voy a volver pronto para hablar con esos dos hermanos para ver cómo articulamos las ganas que mucha gente tiene de ayudarlos”.
El deseo del reportero gráfico argentino es convertirse en el puente de quienes manifestaron sus ganas de ayudarlo y de los pequeños niños ucranianos. En Bucha, dice, ya no existe peligro real. Solo se vive la desazón de la destrucción y empieza a latir un lento proceso de reorganización: personas que salen de los refugios y de la oscuridad de sus casas para recomponer cierta dinámica de normalidad. Pero no hay bancos, no hay forma de canalizar la ayuda o de tender una red solidaria. Por eso vuelve: para que la foto sea no sólo la proyección de una noticia, sino el acceso a una reparación.
“Estuve en varias ciudades, pero nada se parece a lo que pasó en Bucha -agrega-. Bombardeo de un lado y del otro, una ocupación permanente, una trágica convivencia, mucha gente obligada a vivir en los sótanos, hibernaciones, soldados rusos que no dejaban a la gente caminar por la calle y a la que caminaban, mataban, torturas. Se nota, por la destrucción, que en Bucha estuvieron los frentes de batalla”.
“Lo que vi ahí fue demasiado: mucha muerte acumulada. Vi el terror, las caras de la gente, vecinos que te miraban y comenzaban a hablarte y solos se ponían a llorar. Vi angustia contenida y a la vez muchas ganas de contar lo que están sufriendo. No solo han perdido familiares, sino que el pueblo está destruido. No hay calles que no tengan casas quemadas, tanques destruidos. Es un panorama apocalíptico”, repara.
Rodrigo entiende que en Bucha, donde un drone del ejército de Ucrania captó el momento en el que las fuerzas rusas disparan contra un hombre que circulaba en bicicleta, el gobierno local primero dejó que los reporteros internacionales registraran devastación y el horror. Al día siguiente, el fotoperiodista también cubrió cómo los policías recogían los cuerpos y los trasladaban al cementerio, en el inicio del proceso de investigación por los crímenes de guerra en las afueras de Kiev.