Con la devastadora invasión a Ucrania –uno de cuyos capítulos es la masacre de Bucha, entre otras atrocidades- Vladímir Putin acabó con el orden mundial surgido luego de la demolición del Muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y el final de la Guerra Fría. Pensadores como Francis Fukuyama se imaginaron que el planeta, a partir de los tres acontecimientos señalados, avanzaría hacia una era en la cual prevalecería la economía de mercado, en el plano económico, y la democracia liberal, en el plano político. Francis Fukuyama llegó a hablar del fin de la historia: la humanidad, por fin, después de tantas búsquedas y extravíos, había alcanzado el estadio ideal que tanto había anhelado.
Ya se sabe que la democracia no ha corrido con mucha suerte. Ha retrocedido durante los últimos quince años en gran parte del mundo. Con la economía de mercado, sin embargo, ocurrió otra cosa. Esta avanzó sin tropiezos importantes en el globo terrestre, salvo anomalías como Venezuela, Cuba, Corea del Norte y Eritrea. El capitalismo disfrutó una época de esplendor, similar a la vivida luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial.
Se impuso el principio de las ventajas comparativas y competitivas: cada país debía especializarse en producir y exportar aquellos productos (materias primas o bienes manufacturados) para los cuales contaba con mayores ventajas comparativas o competitivas. Si el país disponía de tierras fértiles con una clara vocación agrícola, por ejemplo, se especializaba en esta área, y con las divisas obtenidas en las transacciones internacionales importaba, digamos, automóviles, sin necesidad de verse obligado a montar complejas y costosas fábricas automotrices para las que no contaba con el personal especializado ni las condiciones necesarias. Las economías nacionales se apoyaban mutuamente. Regía, entro otros, el principio de la complementariedad.
Sobre esos apoyos mutuos y la confianza recíproca, Europa, en particular Alemania –a pesar de las numerosas advertencias de los especialistas en geopolítica- pasó a depender de forma enfermiza de los combustibles, especialmente gas y petróleo, suministrados por Rusia.
Ahora Europa sufre las consecuencias que esa decisión entrañaba. Putin la chantajea y extorsiona debido a esa dependencia. El viejo continente se ha dado cuenta de que, sin proponérselo, la compra de combustibles a Rusia sirvió para desencadenar los afanes imperiales del nuevo zar. En las actuales circunstancias, Europa se ve obligada a redefinir los vínculos comerciales con el gigante ruso. Putin dinamitó el esquema de relaciones sobre el que se fundamentaba gran parte del crecimiento de la economía planetaria, luego de finalizada la Guerra Fría: la confianza y el apego a una racional división internacional del trabajo, en cuya base se encuentra el respeto a la soberanía nacional.
Putin, de manera intempestiva, ha hecho que los gobiernos se vean obligados a colocar los intereses estratégicos nacionales –la seguridad nacional- por encima de los intereses económicos financieros y comerciales sobre los que se fundó el proceso de globalización hasta el presente. Un asunto es que las democracias convivan e intercambien bienes y servicios con regímenes autoritarios –militares o civiles- como el ruso, el chino o el turco, y otro muy diferente es tolerar que una tiranía viole las fronteras nacionales, invada países y arrase pueblos y ciudades. Putin dio una voltereta inaceptable para sus vecinos europeos.
De este espectacular giro tomó debida nota la pacífica Alemania. Luego de terminada la II Guerra Mundial ese país –debido al trauma provocado por el nazismo- colocó en niveles muy bajos la inversión en aprestamiento militar. Fue un socio poco activo dentro de la OTAN. Ahora, forzado por las consecuencias de la agresión a Ucrania, el gobierno de coalición, con los pacíficos socialdemócratas al frente, y con el respaldo de los también pacíficos verdes, se vio presionado a subir a 2% del PIB la inversión anual en la trasformación y modernización de su aparato militar. Estamos hablando de muchos miles de millones de euros. Una de las responsables de justificar esta política ante el pueblo germano y los otros países europeos es la ministra de Relaciones Exteriores, Annalena Baerbock, líder del Partido Verde, enemigo del armamentismo. El Gobierno germano, sin abandonar la búsqueda de la paz, se convenció de que frente a personajes como Putin lo más conveniente es estar bien armado. El lenguaje bélico lo entiende muy bien, y puede disuadirlo de cometer atropellos contra las naciones de la OTAN.
Después de la experiencia ucraniana, la globalización se redefinirá. Dejará de ser una trama global, con Europa como uno de sus ejes, y pasará a ser una conexión entre bloques económicos, con un intenso intercambio dentro de esos conjuntos. Se priorizará la seguridad nacional y se reducirá la dependencia externa de países potencialmente peligrosos. Los nexos entre Europa, Estados Unidos y, probablemente, Japón, se estrecharán. China, un socio que dejó de ser confiable (si es que alguna vez lo fue), tratará de aproximarse más a África y América Latina. La Rusia de Putin quedará aislada en el contexto internacional durante un tiempo indeterminado. Incluso, para China será difícil aparecer asociada con esa tiranía. De las pocas naciones que se exhiben enlazadas con Putin es la Venezuela de Maduro. Pero, a decir verdad, este respaldo pesa poco.
Ese es el costo de haber acabado con la globalización, tal como esta se conocía hasta ahora.
@trinomarquezc