—¿Qué diablos fue eso? —preguntó Ronald Reagan, que cumplía su día número 69 como presidente de Estados Unidos.
Por Infobae
“Eso”, había sido el estallido de, le parecieron a Reagan, unos petardos. Eran balazos. Enseguida sintió que el agente del servicio secreto Jerry Parr, a cargo de su custodia, lo empujaba sin miramientos dentro del auto blindado que esperaba en la puerta de la Calle T, noroeste, del Washington Hilton Hotel. Reagan también sintió sobre él todo el peso de Parr, que lo protegía con su cuerpo.
Eran las 14.30 del 30 de marzo de 1981 y John Hinckley, un perturbado mental, había intentado asesinar a Reagan para deslumbrar a la actriz Jodie Foster, encandilado como estaba por su belleza desde que la había visto en Taxi Driver, la película dirigida por Martin Scorsese que Foster había protagonizado con Robert De Niro.
Escondido entre la multitud que esperaba ver salir a Reagan después de un almuerzo y el consabido discurso ante representantes de la AFL-CIO, la Federación del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales de Estados Unidos, Hinckley, entonces de 25 años, disparó seis veces en tres segundos cuando Reagan saludó a la gente, primero con el brazo derecho alzado y luego con el izquierdo. El asesino usó un revolver Röm RG-14, calibre 22, cargado con balas explosivas “Devastator”, que contenían pequeñas cargas de azida de plomo, un compuesto inorgánico usado en detonadores para iniciar explosiones secundarias: la idea era que esos proyectiles causaran el mayor daño posible.
La primera bala le dio en la cabeza al secretario de prensa de la Casa Blanca, James Brady. La segunda hirió en la espalda a Thomas Delahanty, oficial de policía del Distrito de Columbia, la famosa sigla DC que sigue a Washington para diferenciar a la capital de Estados Unidos del Estado de igual nombre, en el noroeste del país. La tercera bala pasó por encima de Reagan y fue a estrellarse en una ventana de uno de los edificios frente al hotel. El cuarto disparo hirió en la parte baja del pecho al agente del servicio secreto Timothy McCarthy, que reaccionó tal y como estaba entrenado: se puso delante de las balas destinadas a Reagan. La quinta bala dio en uno de los vidrios blindados de la ventanilla de la puerta trasera derecha del coche presidencial. La sexta y última rebotó en el auto y le dio a Reagan en la axila izquierda, pegó en una costilla y se detuvo en el pulmón, a dos centímetros y medio del corazón.
Ni Reagan ni los miembros del servicio secreto notaron que el presidente estaba herido. Para cuando el auto arrancó rumbo a la Casa Blanca, según la orden del agente Parr, Hinckley estaba en el suelo mojado de la calle T (había lloviznado). La calle era un descontrol. Otro de los agentes del Servicio Secreto, Dennis McCarthy, sin relación alguna con el agente McCarthy herido en el pecho, mantuvo en el suelo a Hinckley que, en segundos, estuvo bajo una pila humana que intentaba evitar que alguien asesinara al hombre, mientras otro agente, Robert Wanko, enarbolaba una ametralladora Uzi que había sacado de un maletín: en las fotos del atentado, que ya son leyenda, se ve a Wanko en un mudo grito de desesperación, Uzi en mano.
Reagan, en el asiento del auto blindado y con el agente Parr encima y paralizado por un intenso dolor en la espalda, le murmuró: “Me parece que me rompiste una costilla. Y, además, creo que la costilla me atravesó los pulmones”. Enseguida tosió y una bocanada de sangre espumosa salió de su boca. Parr, entonces, tomó la decisión que salvó la vida del presidente: ordenó que el auto cambiara el rumbo y se dirigiese a toda velocidad al George Washington University Hospital.
Allí, los médicos del equipo de traumatología dirigidos por el doctor Joseph Giordano ni siquiera tuvieron tiempo de preparar una camilla: les habían avisado que llegarían tres heridos graves, Brady, en la cabeza, y los agentes Delahanty y McCarthy en la espalda y el pecho. Y de pronto, antes de lo previsto, vieron llegar la limusina presidencial, con las banderas desplegadas a los costados, de la que bajó Reagan con paso vacilante camino a la sala de emergencias. Los médicos lo vieron pálido, jadeante, hipotenso, con un fuerte dolor en el pecho y la espalda: pensaron que Reagan había sufrido un infarto. Fue cuando le quitaron la ropa que hallaron una entrada de bala de un centímetro y medio en el costado izquierdo. No había orificio de salida. La bala seguía dentro del pecho del presidente.
Una primera radiografía reveló un pedazo de metal en el costado izquierdo del corazón. Una segunda radiografía dijo que la bala estaba intacta. Pero los médicos no atinaban a adivinar el calibre del proyectil. Y no fue hasta que llegó el resto de los heridos, en especial el agente McCarthy, que los médicos supieron que era una bala calibre 22, de las “desvastadoras”. Suponían que la bala explosiva que había herido a Reagan no había estallado, una suerte. Tampoco la que había herido a McCarthy. Ni ninguna de las otras cuatro habían explotado. Un milagro.
Había que sacar la bala del cuerpo de Reagan. Entubado en el lado izquierdo del hemitórax, Reagan seguía drenando sangre. Los médicos se preguntaron si, con el proyectil tan cerca del corazón, valía la pena operar ¿No era un riesgo demasiado grande?
Benjamin Aaron, jefe de cirugía torácica del hospital decidió hacer una toracotomía porque Reagan había perdido ya al menos tres litros de sangre. Un catéter determinó la ubicación exacta del proyectil, casi “palpó” la punta de la bala, y una incisión pleural permitió extraerla. Pasó de la mano de los médicos a las del Servicio Secreto. Antes de la anestesia, el presidente, que al parecer no perdió su buen ánimo, dijo a los médicos: “Espero que sean todos republicanos”. Giordano, el jefe de traumatología del George Washington University Hospital, un demócrata liberal convencido, le contestó: “Hoy somos todos republicanos, señor presidente”.
A esa hora, con la bala extraída a Regan en su poder, los investigadores sabían que el revolver usado por Hinckley había sido comprado en Rocky’sPawn Shop, en Dallas, Texas. Lo que no sabían, y se supo después, eran qué había llevado a Hinckley a atentar contra Reagan.
John Hinckley era un muchacho común. Al menos, lo había sido. Creció en Dallas, había nacido en Oklahoma, ingresó en la Texas Tech University en los años en los que, dijeron sus compañeros, su personalidad cambió: se tornó aislado, solitario, silencioso. Dejó todo para tentar fortuna en Hollywood como músico. Y un día quedó perturbado por Taxi Driver, la película que, dijo el propio Hinckley, vio al menos 15 veces.
Mucha gente vio Taxi Driver y no se trastornó. Pero Hinckley sí. Puso como ideal de amor a Jodie Foster, que en la película encarnaba a una prostituta de 12 años. El taxista Travis Bickle (Robert De Niro) pretende protegerla. Hinckley empezó a perseguir a Foster, que en 1981 tenía 18 años y cuatro meses: le escribió cartas, la llamó por teléfono, llegó a matricularse en un curso de escritura de la Universidad de Yale en 1980 cuando supo, por la revista People que la actriz estudiaba allí.
Una de las cartas de Hinckley a Foster decía: “Un día tú y yo ocuparemos al Casa Blanca y estos campesinos babearán de envidia”. Foster, que le hizo saber a Hinckley que no tenía el mínimo interés en intercambiar con él, entregó toda aquella loca correspondencia al decano de Yale, que la pasó a la policía, que intentó dar con Hinckley, sin éxito.
Decidido a ser el personaje de De Niro, convencido de que se convertiría en una figura nacional, y mundial después del atentado, y encantado con la idea de que, entonces, Jodie Foster lo vería como un igual, Hinckley decidió matar al presidente de los Estados Unidos.
Llegó a Washington el domingo 29 de marzo en un autobús de Greyhound Lines y se registró en el Park Central Hotel. A la mañana siguiente, supo cuál sería la actividad y los horarios de Reagan por la página A4 del Washington Post. Desayunó en un McDonalds y escribió una última carta a Foster, porque estaba seguro de no sobrevivir si le disparaba a Reagan. Decía: “Si sigo adelante con este intento, es porque simplemente no puedo esperar más para impresionarte. Al sacrificar mi libertad, y posiblemente mi vida, espero que cambies de opinión sobre mí. Jodie, te pido que mires dentro de tu corazón y al menos me des la oportunidad, con este hecho histórico, de ganar tu respeto y amor.” Nunca llegó a enviarla. Deambuló por la ciudad, y cerca de las dos de la tarde se mezcló con la gente que esperaba la salida de Reagan del Washington Hilton Hotel. Simplemente esperó. Minutos después, esposado y en manos del FBI y del Servicio Secreto, preguntó a los agentes si pensaban que la ceremonia de entrega de los Oscar, programada para esa noche en Los Ángeles, sería suspendida por el atentado que acababa de cometer. La ceremonia se suspendió.
Reagan tuvo una lenta recuperación. Ni bien salido del quirófano, enfrentó a una demudada y llorosa Nancy Reagan con una frase épica: “Lo siento, querida. Me olvidé de esquivar”. Era la misma frase que Jack Dempsey le había dicho a su mujer luego de ser derrotado por Gene Tunney en los años 20. Reagan derrochó buen ánimo durante su convalecencia, que fue dolorosa. “¿Nancy ya sabe de lo nuestro?” le dijo a una enfermera. “Si en Hollywood me hubieran tratado como aquí, me habría quedado allá”, comentó para elogiar a los médicos y en referencia a su pasado como actor, no muy brillante. “Todo esto arruinó mi mejor traje”, le dijo a su hija sobre el disparo de Hinckley.
Pero, pese a su humor, los cuidados fueron intensos. El presidente recién dejó el hospital 13 días después del atentado, reanudó su trabajo en el Salón Oval de la Casa Blanca pero sólo dos horas por día; no hubo reunión de gabinete sino después de 26 días del ataque; no salió de Washington hasta el día 49; y no dio conferencias de prensa hasta 79 días después de los disparos de Hinckley. Eso sí, a la mañana siguiente del ataque, todavía entubado y sedado, Reagan firmó una simple orden legislativa: necesitaba demostrar que estaba al frente del gobierno. El atentado había provocado un cisma en la Casa Blanca.
Con el presidente herido, y aún sin conocer exactamente su estado, un “comité de crisis” se reunió en la Sala de Situación de la Casa Blanca. Allí estaban el secretario de Estado, general Alexander Haig; el secretario de Defensa, Caspar Weinberger; y el consejero de Seguridad Nacional, Richard Allen. El vicepresidente George H.W. Bush, sucesor constitucional de Reagan si se daba el caso, estaba a bordo del Air Force Two en viaje desde Texas a Washington.
La reunión del comité de crisis fue grabada por Allen, su contenido se conoció meses después, para que hubiera constancia sobre la forma, modo y condiciones en las que se habían tratado tres cuestiones vitales: una extraña y visible presencia de submarinos soviéticos frente a las costas del Atlántico; el destino del maletín nuclear, las claves para el lanzamiento de misiles que siempre lleva un oficial de las fuerzas armadas junto al presidente; y que, en esos momentos, estaba en el George Washington University Hospital, con Reagan en el quirófano. Y, por supuesto, la eventual sucesión presidencial.
Haig se despachó con un “Yo estoy al mando aquí. Y eso significa constitucionalmente derecho sobre la sede presidencial, hasta que llegue el vicepresidente”. Le iba a costar la carrera política. Haig no era el segundo en la línea de sucesión, sino el cuarto. Antes estaban el vicepresidente George Bush, el presidente de la Cámara de Representantes, en ese momento, el legendario Thomas “Tip” O’Neill y el presidente pro témpore del Senado, que era Strom Thurmond. Pero Haig estaba convencido de cuál era su rol. Agregó: “Tenemos al presidente, al vicepresidente y al Secretario de Estado, en ese orden. Y el presidente debe decidir si es su deseo transferir el gobierno al vicepresidente. Él decidirá, entonces. A partir de ahora, estoy a cargo aquí, en la Casa Blanca, esperando el retorno del vicepresidente y en estrecho contacto con él. Si algo le pasa (a Reagan) lo hablaré con él”.
Luego de su salto al vacío, Haig fue acusado por Weinberger por exceder su autoridad.
El nudo del drama radicaba en que Reagan, herido primero, bajo el bisturí de los cirujanos luego, y sin recuperarse de la anestesia hasta las 19.30 de aquel lunes, no había podido apelar a la sección tres de la enmienda 25 de la Constitución de Estados Unidos, para designar a Bush presidente mientras él estuviese en manos de los cirujanos. Cuando Bush llegó a la Casa Blanca, ni siquiera se planteó ocupar el cargo de presidente. Dijo ante las cámaras: “Puedo asegurar a la nación y al mundo que el gobierno de Estados Unidos funciona completa y eficientemente”. Haig vio declinar su estrella, había sido comandante en jefe de las fuerzas de la OTAN y jefe de Gabinete de Richard Nixon, y renunció en julio de 1982, después de oficiar como mediador durante la Guerra de Malvinas.
Ronald Reagan dejó la presidencia en 1989, después de dos mandatos. Lo sucedió Geroge H.W. Bush. Murió el 5 de junio de 2004, a los 93 años, en California.
James Brady, el secretario de prensa que recibió un balazo de Hinckley en la cabeza, quedó parapléjico y con serias dificultades para hablar. Mantuvo su cargo de manera simbólica. Se convirtió en un ferviente activista por el control de armas en Estados Unidos. Murió el 4 de agosto de 2014, a los 73 años. Su muerte fue calificada como homicidio por disparo de arma de fuego.
Thomas Delahanty, el policía herido en la espalda por Hinckley, quedó con daño permanente en los nervios de su brazo izquierdo y debió pasar a retiro. Tiene 86 años. Timothy McCarthy, el agente secreto que se interpuso entre Reagan y Hinckley, se recuperó de sus heridas y se retiró del Servicio Secreto en 1993. Fue jefe de policía de Orland Park, un suburbio de Chicago e intentó sin éxito una carrera política en el partido demócrata. Tiene 71 años. Jerry Parr, el hombre que le salvó la vida a Reagan, fue desde eso 30 de marzo un héroe nacional. En su autobiografía escribió que aquel había sido el mejor y el peor día de su vida. Se retiró en 1985 y Ronald Reagan le dio el adiós en el Salón Oval de la Casa Blanca. Murió en octubre de 2015 a los 85 años.
Jodie Foster, Robert De Niro y Martin Scorsese siguieron con sus carreras artísticas. Foster no acepta ni tratar, ni hablar, ni que le mencionen en entrevistas o reportajes los episodios de aquellos días o a John Hinckley.
El 21 de junio de 1982, Hinckley fue declarado inocente por motivos de locura, mientras que los fiscales lo declararon mentalmente sano. Le diagnosticaron psicosis aguda, depresión mayor y trastorno narcisista de la personalidad. Por consejo de sus abogados, se negó a hablar en su defensa. El fallo desató un escándalo en Estados Unidos. El Congreso dictó nuevas leyes referentes a la defensa por demencia, lo mismo hicieron varios Estados americanos y tres de ellos la abolieron por completo.
Hinckley, que en mayo cumplirá 66 años, fue recluido luego del juicio en el Hospital St. Elizabeth, de Washington, destinado a enfermos mentales. Allí pasó 35 años hasta que, en 2016, obtuvo un régimen de libertades parciales. Según los médicos, su estado era de “remisión completa, estable y sostenida” y ya no representaba “un peligro para sí mismo ni para los demás”. Pasó una temporada con su madre nonagenaria. Vive ahora en Williamsburg, Virginia, a 210 kilómetros de Washington.
Él y su familia tienen prohibido hablar con la prensa y todo tipo de contacto con cualquiera de sus víctimas, con las familias Reagan y Brady, o con Jodie Foster o su familia. No puede conducir más allá de 48 kilómetros de su casa y no más de 80, si viaja acompañado. Tiene que trabajar al menos tres días a la semana, visitar dos veces al mes a su psiquiatra y avisar a las autoridades la fecha de esos viajes. Debe abstenerse del consumo de alcohol y drogas. No puede tener armas. Recorre la ciudad en una camioneta Toyota Avalon y va a las ceremonias religiosas dominicales de la Iglesia Metodista Unida de Wiiliamsburg, vigilado siempre por el Servicio Secreto. Trabajó como jardinero, fue voluntario en la cafetería de pacientes del Eastern State Hospital, una institución mental local. Y le da de comer a los gatos callejeros.