Era raro. Esa puerta debía estar cerrada. Frank Willis, el vigilante nocturno del enorme complejo de departamentos y oficinas del Hotel Watergate, en el centro de Washington, intentó cerrarla. No pudo. El pestillo estaba trabado por una cinta adhesiva que le impedía calzar en la cerradura y dejaba libre el acceso a las oficinas del Comité Central del Partido Demócrata. Alguien se había descuidado, pensó Willis, alguien había trabado la puerta y había olvidado destrabarla. Quitó la cinta y salió a comprar comida en el vecino restaurante Howard Johnson’s.
Por Infobae
Eran las 0.30 del sábado 17 de junio de 1972, hace ya cincuenta años.
Al regresar y reiniciar su ronda de vigilancia, Willis volvió a pasar por las oficinas de los demócratas y notó no sólo que la puerta volvía a estar abierta, sino que habían vuelto a trabar el pestillo con una cinta adhesiva. Así que llamó a la policía. A las 2.30 de la mañana, cinco personas fueron apresadas cuando trataban de instalar micrófonos, pinchar teléfonos y robar decenas de documentos de las oficinas del Partido Demócrata. Les preguntaron los nombres y la profesión. Todos dijeron que eran plomeros, y nadie les creyó.
Fueron llevados a la cárcel para ser presentados ante un juez el día siguiente por intento de robo. El gobierno de Richard Nixon había dado el primer paso hacia su vergonzoso final, la renuncia del presidente dos años después, en agosto de 1974. Así empezó el caso Watergate: casi por casualidad y como un robo menor.
¿Qué fue Watergate? El mayor escándalo político del siglo pasado en Estados Unidos, el éxito de una meticulosa investigación periodística a cargo de dos jóvenes redactores del Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein, y la decisión inquebrantable del diario de publicar los resultados de esa investigación. Woodward y Bernstein ligaron a los ladrones de Watergate con la Casa Blanca, Nixon intentó frenar la investigación porque el espionaje en Watergate había sido una operación diseñada en la Casa Blanca, el Presidente sugirió incluso que el FBI dejara de investigar, todo quedó en las cintas del sistema de grabación que Nixon había instalado en su oficina, por lo que resultaba evidente que había obstaculizado el accionar de la Justicia y podía ser sometido a juicio político. Antes, Nixon prefirió renunciar el 8 de agosto de 1974, dos años y dos meses después del asalto en Watergate.
La historia de esos dos años es apasionante. Pero bien pudo no ocurrir sin que el azar metiera la cola, y si Woodward, Bernstein, la propietaria del Post, Katharine Graham y el editor general, Benjamin Bradlee, hubiesen cedido un centímetro en la larga batalla que los enfrentó con un gobierno que intentaba perpetuarse, y con un presidente que sólo buscaba impunidad. Esta es la historia de aquel día.
A las nueve de la mañana del sábado 17 de junio, Woodward fue despertado por el editor jefe de noticias locales del Post, Barry Sussman. Las nueve de la mañana de un sábado, o de cualquier otro día, no es hora para despertar al periodista de un matutino. Sussman y Woodward lo sabían. Algo grave sucedía, pensó Woodward. Sussman le contó que cinco personas habían sido apresadas en la madrugada, en el interior de las oficinas del Partido Demócrata. Todos llevaban encima complejos equipos telefónicos y algunos elementos electrónicos tal vez sofisticados. ¿Podía Woodward hacerse cargo de cubrir eso?
Woodward llevaba nueve meses en el Post. Buscaba la oportunidad de escribir una gran nota para la edición dominical. No parecía ser ésta una de ellas. Un intento de asalto y robo a la sede de los demócratas no difería demasiado de las notas que ya había hecho, entre ellas una serie de artículos sobre el intento de asesinar al gobernador de Alabama, George Wallace. Así que caminó casi a desgano, en la cálida mañana del verano inminente, las seis cuadras que separaban su departamento de un ambiente de la sede del Washington Post. Cuando llegó, notó cierta agitación alrededor del escritorio de Sussman,
Allí se enteró que lo que él pensaba era un asalto a las oficinas del Partido Demócrata, era en realidad un intento de asalto al Cuartel General del Comité Nacional del Partido Demócrata, en el edificio Watergate. Las cosas tomaban otro color. Woodward empezó a hacer algunas llamadas telefónicas cuando notó que también investigaba por su lado Carl Bernstein. Pensó: “Dios mío, ¡Bernstein no!”. La fama de Bernstein era la de una especie de topadora, que se abría camino a lo bestia por los laberintos de un gran reportaje y se quedaba luego con la gloria de la gran nota. De hecho, a esa hora, Bernstein ya había empezado a hablar por teléfono con recepcionistas, porteros, camareros, encargados del cuidado de los departamentos y con cualquier otra persona que pudiera acercarle información en el edificio Watergate.
Tampoco Bernstein estaba contento con que Woodward trabajara en el caso: era una especie de chico mimado, una pequeña vedette, egresado de Yale, ex oficial de la Armada, buen deportista y a quien tenían en consideración, pese a ser un novato, en la sección de noticias locales del Post. Bernstein era lo opuesto. Había empezado como cadete en el Washington Star a los dieciséis años, y a los diecinueve ya era reportero contratado. Trabajaba en el Post desde 1966, había cubierto la sección judiciales y las noticias municipales; había incursionado en alguna crítica sobre música rock, era un periodista de la contracultura, lo contrario a Woodward y, además, pensaba, fruncía la nariz cuando lo pensaba, que Woodward no era buen escritor. Nunca habían trabajado juntos en una nota y faltaban unos meses para que Bradlee, el editor general del Post, los llamara a su oficina como “¡Woodnstein… Bernwood…!”. En el día inicial del escándalo Watergate, los dos periodistas se miraban con cierto recelo. Woodward tenía veintinueve años; Bernstein, veintiocho.
Toda historia tiene héroes públicos y notorios y héroes anónimos. Watergate no es la excepción. El héroe anónimo de la historia fue Alfred E. Lewis, que murió en 1994. En 1972, Lewis era un periodista de treinta y cinco años, veterano del Washington Post y una semi leyenda en el periodismo policial; un tipo medio policía, medio periodista, informante del Post y tal vez soplón de la ley. Se enteraba de todo, tenía una capacidad impresionante para conseguir información, se preocupaba hasta del detalle más insignificante y después, pasaba todo por teléfono a un redactor del Post, que escribía la noticia. El Washington Post nunca tuvo una máquina de escribir en la sala de prensa del Cuartel General de la Policía de Washington. Ni falta que le hacía.
Fue Lewis el que pasó los datos de oro del caso Watergate. Informó, por teléfono, que los cinco detenidos en la madrugada de ese sábado 17 vestían trajes oscuros, como si fuesen hombres de negocios; todos tenían calzados guantes de goma Playtex, como los que usan los cirujanos; les habían secuestrado un walkie talkie, cuarenta rollos de película virgen, dos cámaras fotográficas de treinta y cinco milímetros, ganzúas, pequeñas pistolas de gas lacrimógeno del tamaño y diseño de una lapicera y micrófonos y aparatos de escucha, capaces de captar, y grabar, conversaciones telefónicas. Lewis dijo algo más, de mucho valor: uno de los detenidos llevaba encima ochocientos catorce dólares, otro, ochocientos, el tercero tenía doscientos treinta y cuatro dólares, el cuarto, doscientos quince y el quinto doscientos treinta. Menos el suelto, todos eran billetes de cien dólares, lo que era muy extraño en una época en la que se manejaba poco dinero en efectivo. Había algo que era mucho más extraño todavía, dijo Lewis: los billetes de cien de todos los presos, tenían numeración correlativa.
Como Lewis se ocupaba de los detalles más pequeños, agregó más información. Los presos se habían movido por el edificio Watergate como si conocieran el terreno a la perfección. Habían ocupado habitaciones en el segundo y tercer piso del hotel y habían cenado langosta en la noche del viernes, horas antes de ser apresados. Lewis le confió a Woodward que todos iban a comparecer ante el juez en la sala de audiencias de la calle Quinta, de Washington.
Era un procedimiento judicial de rutina, en especial en el tratamiento de delitos menores: violencia doméstica, infracciones de tránsito, escándalos a cargo de prostitutas, borrachines y demás fauna ciudadana detenidos durante la noche. En esa audiencia se decidía el monto dela fianza que debían pagar los detenidos, si era que les concedían ese derecho.
Los presos en el edificio Watergate eran: Bernard Barker, Frank Sturgis, Virgilio González, Eugenio Martínez y James McCord, Jr. Era el único dato que tenían Woodward y Bernstein. No sabían, lo averiguaron después, que los cinco habían sido contratados por Howard Hunt y por Gordon Liddy, dos hombres vinculados al Comité de Reelección de Nixon, que iba por un segundo mandato a conquistar en las elecciones de noviembre de ese año. Hunt era un ex agente de la CIA, murió en enero de 2007, y Liddy era un ex agente del FBI, murió el 30 de marzo del año pasado, ambos jefes operativos del equipo que tomó la sede demócrata por asalto. Dependían de la Casa Blanca, que los había contratado, entre otras operaciones sucias, para “evitar filtraciones” a la prensa. Todos coincidieron en una humorada: si los habían contratado para evitar filtraciones, se llamarían a sí mismos “The Plumbers – Los Plomeros”. Esa fue la profesión que dieron a la policía en el momento de ser detenidos.
Con sólo los nombres en su poder, Woodward y Bernstein se dividieron el trabajo. Woodward iría a la audiencia judicial de la tarde; Bernstein trataría de averiguar quiénes eran los presos. Supo de inmediato que cuatro habían llegado a Washington desde Miami; tres, Martínez, Barker y González eran cubanos y habían estado mezclados en actividades anticastristas y, decían los colegas de Miami consultados por Bernstein, tenían contactos y conexiones con la CIA. Sturgis, el único americano de los cuatro, había sido un soldado mercenario americano al que también vinculaban con la CIA.
Mientras Bernstein preparaba para la edición dominical del Washington Post su nota sobre “los cubanos de Watergate”, Woodward llegó a la Sala de Audiencias mucho antes de las tres y media de la tarde, hora prevista para el interrogatorio de los cinco detenidos. Se topó con un grupo de profesionales conocidos como “Los abogados de la Calle Quinta”, por el sitio donde funcionaba el juzgado, que deambulaban por los pasillos a la espera de que los designaran defensor de algún delincuente sin plata en los bolsillos.
Entre todos, hubo uno que llamó la atención de Woodward. Por su aspecto y vestimenta, pelo largo, cortado a la moda, bien cuidado, traje caro de solapas anchas, lo juzgó ajeno a los caza presos de la calle Quinta. Era Douglas Caddy, que se negó de plano a hablar con él y a quien Woodward machacó tanto durante casi dos horas, que el abogado terminó por admitir que, a las tres de la mañana, lo había despertado la mujer del preso Baker: “Me dijo que su esposo le había avisado que me llamara, si no había vuelto a casa a las tres de la mañana porque eso podía significar que él estaba en dificultades”.
La confesión alertó más a Woodward. ¿Quiénes eran esos tipos? A las tres y media de la tarde, los cinco entraron en la Sala de Audiencias de la calle Quinta. Todavía vestían sus ropas oscuras, pero ya sin corbatas, ni cinturones. Estaban serios, parecían preocupados. Woodward buscó, y encontró, un asiento cercano al estrado del juez.
El fiscal era un personaje del palacio de Justicia. Se llamaba Earl Silbert. Lo llamaban “Earl, The Pearl – Earl, La Perla” por su estilo un poco ampuloso y enfático. Alegó que los cinco detenidos no debían ser puestos en libertad bajo fianza porque habían dado nombres falsos, se habían negado a cooperar con la policía, tenían un total de dos mil trescientos dólares cash, habían sido detenidos durante una “incursión con violación de morada y con intención clandestina”. Subrayó la palabra clandestina.
El juez, que no se había creído aquello de que los cinco personajes eran plomeros, les preguntó por su profesión. Uno de los cinco, algo pomposo, se levantó y dijo: “Anticomunistas”. Su señoría, acostumbrado a escuchar respuestas raras a su pregunta sobre las profesiones de los detenidos, no pudo menos que mostrarse perplejo. Cuando le llegó el turno al más alto de los sospechosos, James McCord Jr., el juez le pidió que se acercara y le preguntó por su ocupación: “Consejero de seguridad”, contestó McCord. El juez le preguntó en dónde ejercía como consejero de seguridad, y MacCord contestó con una evasiva: “Hace poco me retiré del servicio en el gobierno”. En ese momento, Woodward cambió su ubicación, se sentó en la primera fila y se inclinó hacia adelante para no perder detalle. El juez insistió: “¿En cuál servicio del gobierno?” Y McCord, casi en un susurro, contestó: “En la CIA”.
“¡Mierda, la CIA!” pensó Woodward casi en un susurro, y salió disparado hacia el Post para informar sobre la declaración de McCord. Todavía no se sabía que McCord también era el encargado de coordinar la seguridad del Comité de Reelección presidencial. La Casa Blanca estaba metida hasta el cuello en el asalto al Cuartel General de sus rivales demócratas. Además de Woodward y Bernstein, otros ocho periodistas trabajaban ya en dar consistencia, unidad, chequeo y certeza a los valiosos datos aportados por Lewis. A las seis y media de la tarde, la hora en la que los diarios deciden sus portadas, el director gerente del Post, Howard Simons, el hombre por debajo de Ben Bradlee, le dijo al jefe de las noticias locales: “¡Es una historia sensacional!”. Y ordenó publicarla en la primera plana de la edición dominical.
Esa noticia llevó la firma de Woodward y Bernstein. Su primer párrafo es, aún después de medio siglo, un ejemplo del estilo seco, despojado, informativo y preciso del que hizo escuela el periodismo americano. Decía: “Cinco hombres, uno de los cuales afirma ser ex miembro de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), fueron detenidos ayer a las 2,30 de la madrugada cuando intentaban llevar a cabo lo que las autoridades han descrito como un plan bien elaborado para colocar aparatos de escucha en las Oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata en esta ciudad”.
Y la historia se echó a rodar.