El narcosocialismo que en Venezuela se llama “chavismo” y en Colombia se conoce como “petrismo”, no están separados, sino muy juntos, en la batalla que a estas horas se lleva a cabo en todo el territorio del “hermano país” por decidir si Gustavo Petro o Rodolfo Hernández resulta electo presidente de la República neogranadina
Diría que es otro desafío en la continuidad de la guerra cuyas primeras batallas se dieron en los 80 entre los “Carteles de la Cocaína” y las guerrillas de las FARC que comandaban Pablo Escobar y Manuel Marulanda contra las democracias de Colombia y Venezuela y que, al final, culminaron con la derrota del narcoterrorrista y el comandante guerrillero y el alzamiento en un cuartel venezolano de un nuevo protagonista, el teniente coronel, Hugo Chávez, quien dirigió una asonada golpista fallida, pero que haría historia.
Es evidente que, para los días de estos sucesos, Escobar, Marulanda y Chávez no se conocían sino de oídas, pero que dada la identidad de la causa en la que aparecían comprometidos, concluirían siendo los líderes de las fuerzas armadas irregulares que en los dos países llevan cuarenta años tratando de imponerles un modelo político y económico de corte estatista y socialista.
Admitamos que en Venezuela hasta ahora el intento ha salido exitoso y que ya el país es reconocido internacionalmente como un “narcoestado”, pero en Colombia, a mediados de los 90, el presidente César Gaviria, le ganó la guerra a los “Carteles de la Cocaína” despachando, incluso, al otro mundo al “capo di di tutti”, Pablo Escobar y en la primera década del nuevo siglo, el presidente, Álvaro Uribe Vélez, adelantó con éxito una guerra contra las FARC que, al final, se planteó obligarlas a un “Acuerdo de Paz” donde reconocieran su derrota, se democratizaran y dieran cuenta ante la acusación de “Crímenes contra la Humanidad” que pesaba sobre ellos en Colombia y la Corte Penal Internacional de La Haya.
Digamos que aquí se rajó el final feliz de la historia, pues, Juan Manuel Santos, quién había sucedido a Uribe en la presidencia y había sido desde el ministerio de la Defensa el brazo ejecutor de su política represiva contra la FARC, aceptó un “Acuerdo de Paz” donde prácticamente se le reconocía a la guerrilla y sus comandantes una indemnización por “pacificarse”, se les invitaba a reincorporarse a la política democrática cediéndoles una representación parlamentaria de 30 diputados sin ser elegidos y, a través de la llamada justicia “transicional”, no se les pidió cuentas por los innúmeros crímenes que habían cometido durante 50 años.
Olvido cómplice que retrocedió las agujas del reloj histórico colombiano a medio siglo atrás, le dio un nuevo y colosal impulso al narcotráfico y las FARC y el resto de grupos guerrilleros aprovecharon para trasladar la lucha armada a la política constitucional y civil, la violenta a la pacífica, la militar a la demócratica desde la cual, como hizo Chávez, vienen librando batallas para llegar al poder, pero no con las balas, sino con los votos.
Fue el aterrizaje en la política colombiana de la nueva estrategia adoptada por el marxismo residual que había sobrevivido a la Caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, y que en América Latina, se reagrupó en una organización que se llama “El Foro de Sau Paulo” y en otra variable de socialismo conocido como “Socialismo del Siglo XXI”.
Quiere decir que las elecciones que ahora tienen lugar en Colombia hacen parte de una ofensiva continental, que ya se han anotado éxitos en el nuevo formato como pueden el narcoestado venezolano, la dictadura de Daniel Ortega en Nicaragua y la que sigue siendo el buque insignia de todas las revueltas latinoamericanas en los últimos 60 años: la Cuba de los hermanos Castro.
Tradiciones, cultura, anacronías que Gustavo Petro, el candidato de la izquierda, del narcosocialismo, de las FARC, y el “santismo”, trata de hacer triunfar, reuniendo 10 millones de votos que se pensaba tendría en la primera vuelta frente a un candidato al que, incluso, se daba como ganador, el ingeniero, Federico “Fico” Gutiérrez, de la centroderecha y cercano al expresidente, Álvaro Uribe, pero el presunto uribista, apenas reunió votos para el tercer lugar y en el segundo, lo sustituyó otro ingeniero, antipolítico, populista, conservador, que es quien se pelea hoy cabeza a cabeza la presidencia con Petro: Rodolfo Hernández.
Un contendor de 78 años, exalcalde de Bucaramanga (con una buena gestión), que no puede ser más contrario a Petro, pues dice que quiere ser presidente para poner a trabajar a los políticos como Petro y que toda la clase politica debería seguir su ejemplo pues, aparte de corrupción e incompetencia, lo que le han aportado a Colombia es inflación, violencia y corrupción.
Y es imposible no estar de acuerdo con el bumangués, pues si cuando Pablo Escobar campeaba y se presentaba como el capo de capos de la cocaína en Colombia se vanagloriaba diciendo que “podía pagar la deuda externa de Colombia”, hoy podría decir que podría comprar todo el estado colombiano.
Para dar unos pocos datos: el total de cocaína producida en Colombia el año pasado alcanzó unas 1453 toneladas, lo que lo convierte en el mayor productor de drogas del mundo, en una superficie de cultivo que se extiende a las 300.000 hectáreas.
En cuanto a la corrupción, también es cierto que con factores que la propician como el “Acuerdo de Paz”, los casos y escándalos que se denuncian, instruyen y ventilan en los tribunales, en los medios y la calle jamás había conocido tal extensión y profundidad.
Por su parte, Petro no puede evitar que lo perciban como un continuador de la clase política tradicional, contra la cual luchaba como guerrillero desde los tiempos en que fue militante del M-19 a mediados de los 80, y durante los últimos 20, en que desde el Congreso no ha perdido un día en combatir al caudillo Álvaro Uribe.
También se define como admirador de Fidel Castro, Marulanda, Chávez, Lula y Maduro y como el primer jefe de Estado en estatizar la economía colombiana de resultar electo.
Unas elecciones, entonces, para tener hoy a Colombia, América y al mundo con la respiración entrecortada y la esperanza de que el país al cual le dedicó el Libertador, Simón Bolívar, su “Ultima Proclama”, se ilume para hacer la elección correcta.