Desde hace mucho tiempo hemos venido estudiando la conducta sociopolítica del venezolano, luego de la aparición del llamado “Socialismo del Siglo XI”, cuando, a pesar de la ignominia ignorante surgida de los gestores de la teoría, es indiscutible el sentimiento de burla que nos produce la frustración de no poder lograr una sociedad equilibrada, digna y justa; donde la orientación del líder y del funcionario se dirija primordialmente al servicio público desprendido; donde la utopía del bien común, de la equidad y de la justicia, no luchen por su perfección, sino que persigan en vías de perfectibilidad, un mundo mejor, orientado a la convivencia y al disfrute colectivo sin comunidad; donde cada quien cumpla el rol que le corresponde, sin adueñarse del derecho de los demás y sin perturbar la tranquilidad que es el dogma perseguido por todos los pueblos civilizados.
Percibimos el parecer, de que el venezolano estuviera perdiendo el sentido de la humanidad, su filantropía y el espíritu de solidaridad que siempre lo caracterizó. Pareciera en consecuencia, que el lobo como aberración del humano, profundizara sus rasgos entre nosotros, para impregnarnos de un veneno ponzoñoso cual virulencia maligna, que transmite su contagio permanentemente entre hermanos, sin miramientos de ninguna índole, sin respeto al prójimo, sin cautela, sin cortesía, sin afecto, sin mesura, sin amabilidad y sin prudencia.
Percibimos también, que el diablo se hubiera apoderado del espíritu del venezolano, al extremo de conducirlo a la ignominia, sin dejarle escape alguno, obligándolo a enfrentarse uno contra otro, disparando cada quien sus fuegos contra un enemigo invisible, personificado en cualquier ser humano que hubiese cometido el error de intentar liderar en la comunidad. Sin dudas, es enfermiza la actitud asumida por muchos, a quienes la división del trabajo les ha permitido asumir el rol de comunicador social en un Estado de derecho, impregnado, al menos en principio y con mayor dosis de régimen autoritario, calificado constitucionalmente de democrático.
Y es indudable, que el origen de la virulencia, se encuentra en el sentimiento de burla que tenemos todos. al no poder satisfacer el deseo de lograr una sociedad equilibrada, digna y justa, donde la orientación del líder y del funcionario se dirija primordialmente al servicio público desprendido, donde la utopía del bien común, de la equidad y de la justicia, no luchen por su perfección, sino que persigan en vías de perfectibilidad, un mundo mejor, orientado a la convivencia y al disfrute colectivo sin comunidad, donde cada quien cumpla el rol que le corresponda, sin adueñarse del derecho de los demás y sin perturbar la tranquilidad que es el dogma perseguido por todos los pueblos civilizados.
Sin embargo, no deja de preocupar la cada vez más notoria muestra de iniquidad del pensamiento y de la expresión generalizada del colectivo, que, cada vez con mayor brío se insufla de malignidad, llegando al extremo de transformar a personas normalmente apacibles, en crueles verdugos con palabras y con hechos. Más aun nos preocupa, el saber que la mente de todos está en lograr la armonía social, pero al no poder lograrlo, vemos con desdén y peligro la notoria muestra de inocuidad del pensamiento y de la expresión generalizada del colectivo, que, cada vez con mayor brío se insufla de malignidad, llegando al extremo de transformar a personas normalmente apacibles, en crueles verdugos con palabras y con hechos.
Pudiéramos pensar en el surgimiento del lobo entre nosotros, hoy impregnando de una gran maledicencia detractora y falaz, donde no importan lo justo o lo injusto de un testimonio, ni la certeza, ni la solidez que permitan su fiabilidad o sensatez; solo importa el cuño informativo de la prensa, radio y televisión, y muy especialmente de algunos comunicadores calificados por el pueblo como conocedores de la verdad, a quienes se les ha dado el don de la infalibilidad; siendo así como surge entonces, la matriz de opinión que crece como la “bola de nieve”, y alimentada por sus forjadores, logra reunir a los disidentes y adversarios, a favor o en contra, según sea el fin de la causa gestada, y llegado el momento, se ataca de palabras o con hechos, sin la más mínima abstracción hasta “verle el hueso” al asunto.
Es descarada la actitud grupal, que se erige en árbitros constantes desde sus atalayas, suplantando los órganos legislativo y judicial, aventurándose a decidir sobre las normas legales que debieran aplicarse y las sanciones o penas que debieran sufrir los presuntos infractores, siendo allí cuando la opinión pública manipulada se convierte en vindicta. En este sentido, rige la inquisición sin dar cabida a la presunción en ninguna de sus connotaciones jurídicas, adquiriendo las apariencias, características de pruebas irrefutables.
Es cierto que hay impunidad, que es avasallante la actitud ajurídica y el acomodo parcializado de las decisiones tribunalicias en todos los niveles jurisdiccionales; que existe la parcialización policial y la esquematización de poderes omnímodos que suplantan la ley y el orden con sus apreciaciones personales, y deciden “salomónicamente” en complacencia al gusto de sus sentidos, a su vanidad o al vaivén del decir de sus seguidores y/o partidarios. También es cierto, que la justicia no es tan ciega y que los justos se hacen los ciegos, y todos, sin distingos, adolecemos del temor a ser cómplices de la injusticia y a ser víctimas del talionano ojo por ojo y diente por diente, y en fin, recibir por lo que damos y dar por lo que recibimos, con lo cual perdemos nuestra personalidad. Sin embargo, ello no es óbice para que apliquemos el sentido común y para que amoldemos nuestra conducta al dictado de la conciencia, y antes de actuar, cuando no sabemos qué hacer, emulemos a Lafayette, veamos, pensemos, razonemos y luego de tener una clara idea de las cosas, actuar o decir.
No podemos olvidar que el odio nos está matando y pareciera que él se aferra en nosotros hasta desalmarnos y llenarnos del lastre que representan la tirria, el aborrecimiento, la antipatía, el resentimiento, la animadversión, la malevolencia, el desafecto, el desprecio, la rabia, el encono, la abominación, y el horror que nos conduce al miedo. Es así de grave el hecho de querer prejuzgar en el Tribunal de la calle, desechar en todo momento cualquier acto jurisdiccional que no se adecúe o asemeje a nuestras apreciaciones, y, al final, descalificar las decisiones judiciales y desprestigiar a los jueces, cuando éstas no se correspondan a nuestra apreciación que calificamos de inquisitiva.
¡He aquí el germen de la injusticia, de la virulencia y del odio, que ojalá solo sea transitorio!
@Enriqueprietos