El título universitario quedó pendiente y pudo más la necesidad de ayudar con un ingreso a la familia. El 85% de jóvenes venezolanos de 15 a 29 años truncaron su educación en el 2021 y ahora forman parte de los trabajadores informales. Un sacrificio cuestionado, porque la mayoría no llega a devengar ese estimado de $400 de la canasta básica y ha perdido sus esperanzas en la superación desde lo académico.
Por Guiomar López | LA PRENSA DE LARA
Pero esto no es una situación nueva, es algo que se agudizó desde el 2015, cuando los jóvenes, arrastrados por la situación país, decidieron que la quincena vale más que una carrera universitaria.
Los jóvenes dejan de soñar con una graduación y tener la profesión que soñaron tal vez desde niños, por llevar comida a su hogar.
El economista, Dilio Hernández, refiere que la población juvenil no escapa a esa realidad que atraviesa Venezuela, donde la mayoría de la gente entró al mercado laboral informal. Especifica que el 85% de 6.8 millones de jóvenes venezolanos de 15 a 29 años, terminan en oficios como microemprendimientos, ocupación digital, trabajos a domicilio, venta de comida, servicio de transporte y otros.
Desglosa que de este 85% de jóvenes, un 40% se vio obligado a abandonar sus estudios y se registra como deserción universitaria, que se refleja en muchas estadísticas de observatorios de educación en el país. Entonces, del 100% de los jóvenes que viven y quedan en Venezuela, apenas el 15% ha podido seguir formándose en una carrera que le permite más adelante tener una opción en el campo laboral formal.
Esto deja no sólo una gran cantidad de vacíos en los campos laborales donde se requiere mano de obra profesionalizada, sino también una parte de desempleo, pues no todos quienes se dedican a oficios logran encontrar puestos de trabajo dignos.
“Lo contradictorio es que siguen consumiéndose en la precariedad laboral”, declara Hernández y aclara que estos jóvenes se ven forzados a aceptar trabajos donde no devengan salarios superiores a 50 dólares; de hecho, se puede calcular que del 85% de los jóvenes que se dedican a trabajar en lugar de estudiar, el 80% llega a devengar menos de $100.
“Sigue siendo difícil porque ni les alcanza para adquirir la canasta básica que se estima en $400”, señala y explica esa carencia de disponer menos de $100 como cuota para cuatro miembros familiares.
A esto se le suma que los trabajos informales no les brindan a los jóvenes una seguridad social, tanto para el momento como para su vejez, ya que algunos nunca llegan a registrarse, por ejemplo, en el Instituto de los Seguros Sociales.
La condición económica es lo que impera entre quienes no tuvieron otra opción que dejar su sueño de profesionalizarse por la presión de ayudar con un ingreso al sustento familiar, al tratarse del hijo mayor y contribuir en la formación del resto de sus hermanos. También suelen quedarse sin la capacidad de costear los gastos en una universidad, cuyo escenario se nubla sin la protección de un Estado que garantice los beneficios de becas, comedor, transporte y la seguridad para evitar el desmantelamiento de estas casas de estudio superior por el hampa, que condena al ambiente de duelo entre la incertidumbre y el abandono.
Por necesidad
Cuando el sociólogo, Carlos Meléndez, analiza este escenario precisa que los jóvenes ahora prefieren trabajar de manera independiente ante la urgencia de aportar para el sustento de sus hogares, a diferencia de otros tiempos cuando la educación estaba por encima de un salario.
Meléndez recrea un contexto distante de la época de 1950, cuando resalta que la educación y trabajo eran las condiciones para asegurar una mejor calidad de vida, motivación reforzada en el hogar con los padres al pendiente. “La masificación de la educación podía llevar a superar la pobreza”, por lo que en esos tiempos un proyecto de vida y la profesionalización era respetada.
Lamenta que la crisis tergiversó ese camino del mérito, cuando hasta se apreciaba alta demanda para graduarse de profesor y este tipo de profesional tenía los recursos para adquirir su casa y vehículo propio. “Pero todo se volcó al trabajo informal con más incidencia desde lo digital”, señala Meléndez, recalcando que desde 2015 los jóvenes sienten preferencia por los trabajos como venta de comida rápida, donde los ingresos son inmediatos.
Señala que la mayoría de estos chamos sólo culminó bachillerato y otros quedaron inconclusos en una carrera y sin esperanza de continuar. “Es tan forzado, que se distorsionó el sentido de bienestar, cuando se confina a la necesidad de comer”, rezonga.
Gerardo Pastrán, del proyecto misionero Projumi, revela que la ausencia de proyecto de vida en 8 de cada 10 jóvenes entre 15 a 35 años, cuando se trata de la etapa productiva nublada por esos sueños que terminaron frustrados. “No quieren estudiar porque se equivocan pensando que se trata de una máquina de dinero”, señala de un grupo que terminará arrastrado por la ignorancia.
Olvidan la importancia de prepararse con un título universitario, algo que reprocha Pastrán porque esta coyuntura país será superada en algún momento y entonces se tendría más demanda de bachilleres con oficios como barbería, carpintería, plomería, mecánica y otros.
Desde la calle
Carlos Pérez está debajo de un plástico viejo en especie de toldo y detrás de una mesa metálica con yuca, tomates, papas, zanahorias y otras verduras. A sus 21 años decidió trabajar en las calles del mercado Las Catacumbas porque no pudo estudiar criminalística o informática. Debía aportar en su hogar y ayudar en la protección de sus cuatro hermanos menores.
“Se pierden las esperanzas de la universidad, cuando no hay plata”, admite con tristeza de no poder prepararse como profesional. La prioridad era la comida en casa y así lo entendió, al decidirse por la venta de verduras.
Desde Río Claro viaja a diario a Barquisimeto a trabajar el fruto de ese préstamo de $200 para adquirir mercancía en 2020. Hace todo lo posible por comprar surtido en Mercabar y así poder asegurar el mercado de su casa.
Otro que vende cambures es Johanderson Yústiz, quien no pudo cursar Psicología, ni siquiera por ser impartida en la Universidad Centroccidental Lisandro Alvarado (UCLA). “Sentí tantos filtros en mis intentos por empezar y me impedía la falta de dinero”, confiesa este joven de 21 años, quien debía aportar a sus padres. Confiesa que perdió la fe ante las paralizaciones de clases. Vio más rentable la venta en la calle, que empezó con galletas y luego alternó con cambures.
Mientras la carga de responsabilidad para Luis Falcón, con apenas 20 años, se terminó de complicar al tener a cargo su propia familia. Debe cubrir los gastos de su esposa y bebé de 4 meses mientras vende auyamas, tomates y limones. “No pude terminar el bachillerato porque empezó la pandemia y todo se complicó tanto que tuve que empezar a trabajar”, exclama quien tiene facilidad para las matemáticas y se veía como un futuro profesor.
Lo que lamenta es que dicha habilidad sólo la aplica para sacar sus cuentas y tratar de dar con los $7 de ganancia por cada cesta de tomate que adquiere a $15. “¡A veces uno se queda entre los sueños, esos que no se cumplen!”, suelta con un suspiro de desánimo.
Sus rostros reflejan una juventud cansada, corta de años, pero que supera en desgaste por llevar los víveres a diario a casa. Ellos crecieron pensando en un trabajo formal, producto de esa preparación académica desde alguna universidad, pero se les complicó hasta en aquellas públicas. Ni pensar en esas privadas, cuando ni siquiera alcanzan a pagar la primera cuota dolarizada. Sólo intentan hacer más llevadero esta cotidianidad y poder superar las expectativas, más allá de la ración de comida.
Desnutrición disminuye posibilidad
La poca o mala nutrición de los niños, niñas y jóvenes es parte de un futuro truncado. Así lo denuncia José Ramón Quero desde la asociación Convite en Lara, pues durante el abordaje que hace esta organización en las comunidades, determinan que los niños crecen con las deficiencias de salud por la desnutrición que padecen.
Convite revela que conoce de casos de menores o adolescentes que sufren de anemia y no tienen la misma respuesta cognitiva que un estudiante que tiene a diario una dieta balanceada. “Son condiciones tan lamentables, que a veces ni siquiera teniendo la disposición de estudiar logran buenos resultados por la limitada capacidad cognitiva”, manifiesta Quero.
También ha escuchado ese lamento entre los adultos y que retumba entre los niños, al precisar que “un título no sirve para nada”. Una resignación que se refuerza a simple vista con las edificaciones de universidades públicas dejadas al olvido y expuestas a los antisociales, sin beneficios para los alumnos. Un ambiente distante a la necesidad estudiantil.
Chamos con falta de motivación
Jóvenes han perdido el interés por alcanzar un título universitario, pues en muchas ocasiones no se ven motivados en el hogar, así que escogen el camino más fácil, un trabajo diario que les permita llevar un ingreso a su casa y ayudar a sus familias. La otra cara motivacional debería ser el Estado venezolano, pero tampoco hay incentivos que llamen la atención de la población juvenil y los empuje al estudio.
Es la apreciación de Gerardo Pastrán, directivo de Projumi, al percibir la baja autoestima social de jóvenes que a partir de los 15 años abandonan su preparación escolar para tomar algún oficio.
“Todo se complica cuando 3 de cada 10 jóvenes no tienen claro su propósito en la vida”, critica y asevera la falta de orientación desde el hogar, más allá de saciar el hambre como necesidad fisiológica.
Para Yudi Chaudari, doctora en Seguridad Social, anteriormente estudiar era esencial y el Estado ofrecía esa oportunidad, además de los beneficios laborales. “Pero la institucionalidad te abandona y vemos adolescentes desde los 14 años sin mirar hacia adelante”, se queja de la falta de protección que empieza desde la alimentación y superar una infancia que crece entre tantas necesidades.
“¿Qué le estamos ofreciendo como país, cuando ven algunas universidades desmanteladas?”, lamenta de esa falta de conexión con lo intelectual que debería partir desde la relación hogar, sociedad y Estado. Llama a no dejar que los jóvenes pierdan las esperanzas cuando se resignan frente a un mercado laboral complejo.
Chaudari critica que adolescentes y jóvenes se limitan a la urgencia de “vivir dependiendo del cobro los 15 y últimos de cada mes”. Una situación que los encierra a no tener claro hacia dónde van en la vida y los aportes de la preparación como desarrollo humano. “No podemos vivir pegados al estómago”, revelando que se debe ir más allá de buscar el sustento.
Recomienda repensar ese rol de la juventud, desde el nicho de la sociedad y con las esperanzas de seguir creciendo profesionalmente, con el reconocimiento de méritos. Los padres deberían apostar mejor por sus hijos.