Un brazo era mucho más largo que el otro. Cada dedo de la mano derecha parecía el brazo distorsionado de un chico de diez años. Sus pies eran desmesurados. La columna giraba como un signo de interrogación. No tenía una nariz, sólo un orificio asimétrico. La cabeza le crecía hacia un costado, bulbos que se amontonaban y desfiguraban los rasgos. Una masa informe, un amasijo de una piel rústica sin que se entendiera cuál era el lugar de cada cosa en esa cara, como si fuera un garabato dibujado por un nene de tres años. Nunca se sabía a quién estaba mirando ni qué decía: los labios deshechos y enormes, con bultos que crecían descontrolados, no le permitían hablar con claridad. Era, quizá, el hombre más deforme que alguna vez había nacido. Algunos creían que se trataba de un animal. Lo llamaban el Hombre Elefante.
Por Infobae
Joseph Merrick nació en Leicester en 1862. Vivió 28 años. Hasta el día de hoy se sigue hablando de él.
Aquello que parecían particularidades y hasta gestos simpáticos de un bebé, se fueron transformando en evidentes anormalidades. Ese chico no era como los demás. Nadie se lo decía a Mary Jane, la madre, pero por detrás lo definían como deforme y evitaban visitarlo. Ella veía los gestos de piedad cuando le hablaban y notaba que la gente desviaba la mirada cuando se enfrentaba con la cara de su hijo.
Mary Jane enfermó y se murió cuando Joseph tenía 11 años. La pérdida de la madre, con todo lo que eso significa, lo dejaba también completamente solo. Nadie se dirigía a él como si fuera una persona. Su padre, que manejaba locomotoras y tenía un pequeño comercio, se volvió a casar al poco tiempo. Y renegó de su hijo. Él y su nueva esposa abandonaron a Joseph. Un tío lo recibió en su casa. El chico consiguió trabajo en una fábrica. Durante diez horas por día armaba cigarros. Tenía 13 años. Pero a los 16 no pudo seguir con la tarea. La mano derecha se había deformado tanto que ya no servía para ninguna actividad que exigiera alguna habilidad motriz. Trató de volver a su casa pero el padre lo golpeó y lo echó. Vagó durante días hasta que alguien le consiguió algunos productos para comerciar. Se convirtió en vendedor ambulante. Pero su imagen no generaba compasión en los posibles compradores, sólo repulsión. Nadie le compraba y se murió de hambre. Además una malformación, le crecía de manera descontrolada sobre uno de los labios y le dificultaba la dicción. Al no poderse ganar la vida en la calle y sólo recibir desprecio y agresiones por su aspecto, Merrick pidió ingresar en una especie de hospicio público. Allí estuvo unos meses hasta que el maltrato y el hambre lo hicieron escapar. Pero afuera la vida seguía siendo imposible para él. Al poco tiempo regresó al instituto. Permaneció allí casi cuatro años. En esa época fue operado de la protuberancia que crecía sobre el labio.
Joseph recordó, de cuando vivía en la calle, los espectáculos de variedades que exhibían a las personas como rarezas, a los freaks (o curiosidades humanas como los llamaban). La mujer barbuda, los enanos, algún macrocefálico. Se ofreció a un empresario que vio en él una potencial entrada de ingresos. Había que venderlo bien, encontrar un buen nombre. El Hombre Elefante. Apenas lo escuchó Tom Norman, el empresario en cuestión, supo que tenía su próximo número.
Los que lo manejaban para presentarlo ante el público le pusieron un nombre artístico, el apelativo por el que es recordado: El Hombre Elefante. Pero el origen es distinto al que uno podría. No fue por una protuberancia que sobresalía o por una nariz demasiado pronunciada, ni siquiera por tener orejas grandes. Fue por su piel. Era rugosa, muy gruesa, agrietadas y de color grisáceo, ceniza.
Iniciaron una gira por distintas ciudades inglesas. El conductor desde el escenario alertaba a los espectadores: “Señores y señoras, les presento a Joseph Merrick ¡El Hombre Elefante! Antes de su entrada, debo advertirles. Prepárense. Se pueden impresionar. Van a ver algo nunca visto. La persona más extraña que alguna vez haya existido”.
Apenas Merrick entraba a escena sucedía de todo. Pero todo debajo del escenario. Sobre él, nada más que el chico de veinte años parado, dejando que los demás lo miren, lo juzguen. La gente gritaba, lo insultaba, otros se tapaban los ojos. Estaban los que se desmayaban y los que corrían hacia la salida.
Al poco tiempo empezaron las giras por toda Inglaterra. “Vengan a ver a la criatura que es mitad hombre y mitad elefante” decían los anuncios.
Después fue uno de los números permanentes en un show de variedades. Su presencia era muy esperada. Había otra fuente de ingresos: en cada lugar en el que se presentaba se vendía un folleto con su supuesta autobiografía. Eran muchos los que querían saber la historia detrás del fenómeno.
En Londres, el lugar en el que era exhibido quedaba muy cerca de un hospital. Eran varios los médicos que cruzaban la calle para observarlo y tratar de determinar cuál era su patología. Una de ellos, arrastrado por un joven discípulo, fue el cirujano Frederick Treves. El médico al día siguiente pidió verlo a solas. Lo inspeccionó de lejos durante unos minutos y se retiró: “Era el ser humano de aspecto más desagradable que había visto en mi vida. Nada se le comparaba”. Pero solicitó permiso para examinarlo en el hospital. Merrick aceptó.
A pesar de que sólo había que cruzar la calle, lo disfrazaron para que no llamara la atención y no fuera molestado. Treves intentó hablar con él pero Merrick no dijo demasiado, cohibido por la falta de costumbre de que alguien quisiera conversar con él; Treves se convenció que tenía problemas cognitivos severos. El médico lo examinó físicamente. Dejó asentado que varias de sus medidas corporales eran absolutamente anormales: el diámetro de sus dedos, de sus muñecas y el de su cráneo eran las que más llamaban la atención. El tumor en la boca volvía a crecer. Sus problemas en la piel hacían que algunas de esas laceraciones produjeran un fuerte olor desagradable. Todo en él era asimétrico. Lo único que parecía normal era su brazo y su mano izquierda. Treves le sacó varias fotos para utilizar en sus investigaciones y para tratar de entender mejor lo que le sucedía. Algunas fueron incorporadas al folleto de sus memorias que volvió a aumentar sus ventas.
Pero un día Merrick pidió interrumpir esas visitas. No se sentía cómodo. No quería que lo siguieran examinando ni tener que desnudarse delante de extraños. Treves le dio su tarjeta personal por si deseaba regresar en algún momento pero sin esperanza de volver a verlo.
El negocio de la exhibición de fenómenos entró en decadencia. La gente de Londres dejó de asistir y empezó a cambiar la manera en que consideraban estos espectáculos. Desde los diarios varios editorialistas los condenaron. El empresario decidió salir de gira por el continente. Pero en el resto de Europa también les fue mal. Casi dos años después de la partida, decidió desarmar el show y dejó a sus contratados librados a su suerte y sin dinero. Merrick, como pudo, de polizón, regresó a Londres. Pero al llegar fue detenido. Los policías no entendían qué decía y se horrorizaban con su aspecto. Pero alguien encontró en uno de sus bolsillos la tarjeta del Dr. Treves. Le avisaron y él fue a buscarlo. Lo llevó al hospital. Lo internó porque su estado de salud era mucho peor. Además comprobó que las deformaciones sólo se habían acrecentado con el correr de los meses. Pero su mayor descubrimiento fue el de percatarse de que Merrick era una persona normal, inteligente y sensible.
Se avergonzó de haber dejado que se impusiera su prejuicio, de haber creído que no tenía la menor capacidad intelectual. Treves iba todas las tardes a conversar con él. En el Hospital de Londres dijeron que no podían seguir teniendo a un enfermo crónico. Entonces se lanzó una campaña pública para recolectar fondos para que pudiera permanecer. Fue un enorme suceso. Tanto es así que el dinero recolectado permitió construir algunas nuevas alas del hospital. Merrick se convirtió en una especie de celebridad. Fue visitado hasta por la princesa de Inglaterra. Pese a eso en sus salidas seguía escondiéndose. El Dr. Treves hizo que algunas mujeres fueran a charlar con él. Fueron las primeras mujeres que le sonrieron y que le estrecharon la mano. Nunca le había pasado antes.
Pese a este nuevo status, su salud se deterioraba. La cara seguía creciendo hacia un solo costado, la espalda encorvándose, la cabeza se salía cada vez más de escala y el corazón latía de modo más discontinuo. Una mañana, Treves encontró muerte a Merrick en su habitación. Había muerto de asfixia. Estaba estirado en su camastro con los ojos cerradas y una sonrisa plácida. Merrick no dormía acostado. El gran peso de su cabeza podía producir que se le partiera el cuello. Pero parece que esa noche en vez de sentado, quiso dormir con el resto de la humanidad.
La noticia de su muerte produjo consternación en Inglaterra. John Merrick tenía 28 años. Muchos recién en ese momento se dieron cuenta de que John era un hombre. Después salieron varios libros. Las memorias de los empresarios de espectáculos que lo explotaron y las del Dr. Treves fueron los más relevantes. Parecían conversar entre ellas. En 1979 su caso volvió a tomar actualidad en virtud de una obra teatral muy exitosa que se estrenó en Londres. Al año siguiente, David Lynch filmó El Hombre Elefante protagonizado por John Hurt.
No se sabe con precisión cuál era el mal que aquejaba a Joseph. En la época se atribuía su condición a que la madre estando embarazada se había cruzado con un elefante y que se había asustado y sufrido un shock. Ese trauma, esa “impresión” (así se lo llamaba), fue lo que provocó que el chico naciera con esa enfermedad.
En los últimos años se intentaron estudios de ADN con restos de sus pelos y de sus huesos pero fue imposible llegara un resultado concluyente porque el esqueleto al estar exhibido en el Hospital Real, había sido tratado con distintos productos a lo largo de los años para limpiarlo y para que se conservase de mejor manera. Algunos historiadores afirman que Mary Jane, la madre de Joseph, sufría de algún tipo de discapacidad física. Lo que se sabe es que la tragedia se ensañó con los Merrick. Joseph tuvo dos hermanos menores; William que murió a los 4 años a causa de la fiebre escarlata y Marion, con problemas físicos y de movilidad (aunque sin diagnóstico preciso) que murió a las 21 años, un año después de la partida de su hermano mayor.
Se cree que padecía el Síndrome de Proteo una enfermedad degenerativa y congénita. Aunque no se descarta que sufriera una serie de infrecuentes enfermedades.
A mediados de la década del 80 una noticia ocupó la portada de los diarios británicos. Al Hospital Real había llegado una oferta impactante. Ofrecían 500.000 dólares por el esqueleto de John Merrick. Más allá del dinero, lo que sorprendía era el oferente: Michael Jackson. El cantante estaba obsesionado con la historia. Había comprado todos los libros disponibles, vio la película de Lynch decenas de veces (se sabía los diálogos de memoria) y hasta pensó en producir la obra teatral en Broadway. Insistió y hasta subió el monto que estaba dispuesto a pagar pero las autoridades del Hospital le aclararon que el esqueleto de Merrick no estaba en venta. Antes había ido varias veces a verlo donde estaba expuesto. Dicen que se sentaba frente a él, mientras sus custodios alejaban al público, y repetía una frase de la película de Lynch: “No soy un animal, soy una persona”. Michael no se quedó con las ganas y en el video de Leave Me Alone aparece bailando con un remedo del esqueleto de Merrick.