El 21 de julio de 1981, y luego de siete horas de deliberaciones, un Tribunal de Primera Instancia de Roma conformado por tres jueces y diez ciudadanos (entre los que habían dos maestros jubilados, dos amas de casa y un criador de conejos) condenó a cadena perpetua a Mehmet Ali Agca por el intento de asesinato al Papa Juan Pablo II en Roma y de dos turistas que, como el sumo pontífice, también resultaron heridas. La pena incluía, además, 10 años por falsificación de documentos o no tener portación del arma que utilizó el 13 de mayo en la plaza de San Pedro. Y, en forma adicional, la sentencia señalaba que el ciudadano turco debía permanecer en total aislamiento durante un año.
Por infobae.com
Sin embargo, 41 años después, Mehmet Alí Agca está bien y vive en Turquía.
A partir de ese instante, su vida, su pensamiento, sus intenciones, sus ideas, sus designios y su mente, en general, fueron un enigma. Y quién lo armó, lo instruyó, lo guio, lo financió, lo convenció para que le disparara a Dios y, probablemente, para que luego se matara, quién fue en suma, quién ocupó en su cerebro el amplio blanco que había en él, es otro enigma.
La sangre del Papa, herido gravedad en el abdomen, la mano y el brazo, tiñó las blancas vestiduras del vicario de Cristo y el Vaticano perdió su santidad, esa plaza histórica que imaginó Michelángelo como un gran abrazo de la Iglesia a la Humanidad, perdió su condición de sacralidad, no rozada por la guerra o la violencia, y el mundo se hizo más vulnerable. Si pueden con el Papa, pueden con cualquier cosa. Esa fue la gran victoria del terrorismo en aquella tarde primaveral y soleada de Roma.
Juan Pablo II era un hombre sano y fuerte. Cuando recibió los balazos de Agca, le faltaban cinco días para cumplir 61 años. Lo llevaron de urgencia al Policlínico Gemelli de Roma, donde los médicos le salvaron la vida después de una operación que duró cinco horas y media, mientras caía la noche en la ciudad y San Pedro, a oscuras, se convertía en un solo rezo, en un murmullo leve pero gigantesco que duró hasta la salida del sol. Era un espectáculo estremecedor.
El Papa que peleaba por su vida, había llegado a ser el heredero de Pedro en 1978, después de la súbita, y sospechosa, muerte de Juan Pablo I, el cardenal Albino Luciani, que murió en soledad en las habitaciones papales a los 33 días de su breve reinado, encaminado a enderezar las escandalosas finanzas vaticanas y las no menos escandalosas relaciones de parte de la cúpula de la Iglesia católica con la logia masónica Propaganda Due, y con los oscuros intereses financieros del Banco Ambrosiano, que se derrumbaría al año siguiente del atentado de Agca.
Pero el joven turco, que tenía 23 años en el momento de apretar el gatillo, no le disparó al escándalo, sino a uno de los hombres más populares del mundo en aquellos tempranos años 80. Cuando el cardenal polaco Karol Wojtyla llegó a la Santa Sede para elegir al sucesor de Juan Pablo I, no imaginaba salir de la fantástica Capilla Sixtina, otra genialidad de Michelángelo, convertido en el primer Papa no italiano en más de cuatro siglos. Entendió de inmediato cuál era su misión: tenía que ser un sacerdote no italiano el que arreglara, o intentara arreglar, las finanzas vaticanas. Era un tipo de una especial energía, y seguro que fue esa energía, entre otras cosas, la que lo llevó a ser hoy un santo de los altares.
Trece meses después de los balazos de Agca, Juan Pablo visitó la Argentina en los días finales de la Guerra de Malvinas. No había en él secuelas visibles de las heridas, y entró al Salón Blanco de la Casa de Gobierno para saludar a los dictadores de turno, Leopoldo Galtieri, Jorge Anaya y Basilio Lami Dozo, con paso firme y seguro. No calzaba las sandalias del pescador, sino unos pesados botines negros que resonaron como un tambor en el parqué lustrado del salón.
Si Agca le pudo disparar al Papa bajo el cielo azul y al aire libre, fue porque la popularidad de Juan Pablo habían convertido las audiencias públicas de los miércoles en un show gigantesco: el aula Nervi, enorme y amplísima, escenario tradicional de las audiencias papales, había quedado chica y baldía ante el fervor popular. Ahora el Papa viajaba en un auto abierto que daba una enorme vuelta desde la izquierda de la Basílica de San Pedro, rodeaba el obelisco egipcio que había engalanado el circo del emperador Calígula y que, en 1586, el Papa Sixto V había ordenado emplazar en el Vaticano para celebrar el triunfo de la Iglesia ante el paganismo, y regresaba a San Pedro por la derecha mientras pasaba por el Centro del Colonnato y el Papa repartía bendiciones y escuchaba aplausos y vivas fragorosos. En ese último giro lo acechó Agca.
Había llegado a Roma en tren, desde Milán. Y antes había estado en Londres donde, dijo luego a la policía, se había echado una novia llamada Edith: “Yo ya sabía que le iba a disparar al Papa, pero no se lo dije a mi novia. No hubiera sido justo para ella. Yo tenía un pasaporte falso y ella me conoció como Farouk. Trabajaba en una gran tienda de Londres, como Harrods, pero no recuerdo cual. Era seis o siete años mayor que yo”. Como todo lo que dijo Agca, y aun lo que dice hoy, el testimonio está teñido por la sospecha: el tipo miente como un desorejado.
En Roma lo esperaban tres cómplices, un turco y dos búlgaros que seguían instrucciones de un mafioso llamado Bekir Celenk. El plan era simple: los tres tenían que disparar contra el Papa en la plaza San Pedro, estallar un pequeño artefacto para crear más confusión y escapar a la embajada de Bulgaria. Pero sólo Agca disparó su Browning nueve milímetros cuando el auto del Papa pasó frente a él; empuñó el arma con la mano derecha, la alzó sobre las cabezas de la gente y disparó cuatro veces, hasta que la Browning, que había comprado en Viena por doce mil euros, se atascó.
No pudo escapar: lo detuvo la multitud y el jefe de seguridad del Vaticano, Camillo Cibin. En uno de los bolsillos de sus pantalones le encontraron una nota que decía: “Yo, Agca, he matado al Papa para que el mundo pueda saber que hay miles de víctimas del imperialismo”. Era un mensaje pueril, un poco tonto, disparatado y destinado a que, quienes lo leyeran, pensaran que el ataque provenía de una organización de izquierda, o de un país comunista. En esos años, Juan Pablo II era la tercera pata del triángulo que la llamada “revolución conservadora” lanzada por el entonces presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan, a quien habían baleado en marzo, y que seguía al pie de la letra la primer ministro británica Margaret Thatcher: ambos iban de choque contra el comunismo. Juan Pablo les daba su apoyo sin disimulos y, de paso, apuntalaba al líder obrero polaco Lech Walesa, en su lucha contra el régimen implantado por Moscú en su país.
Lo que se supo enseguida sobre los antecedentes del criminal, fue una sorpresa: había estado vinculado sí, años atrás, a una agrupación de izquierda, pero había recalado finalmente en los “Lobos Grises”, una agrupación juvenil de las juventudes del Partido de Acción Nacionalista de Turquía, xenófobo y racista, con unos cuantos muertos en sus espaldas, que predicaban la superioridad de la raza turca y negaban el genocidio contra los armenios.
La cara de permanente alelado de Agca, su mutismo fanático, su dureza impostada y sus mensajes de supuesta entidad religiosa lo hacían aparecer más cercano a esos títeres que los servicios de inteligencia manipulan a su antojo, que a un cruzado comunista dispuesto a hacer justicia por mano propia. Así era Agca.
Pero, ¿quién era Agca? Había nacido el 9 de enero de 1958 en Hekimhan, un barrio pobre de la provincia de Malatya. Estudió a tropezones y se destacó más en la dudosa erudición de las pandillas callejeras y en algunos robos menores, hasta que su familia mudó a Estambul. Estudió, por un lapso breve, historia, idiomas y economía en las universidades de Estambul y Ankara, pero el estudiante sucumbió al dinero venturoso del tráfico de armas entre Turquía y Bulgaria, dos países con fronteras comunes pero que jugaban en bandos contrarios el duro ajedrez de la Guerra Fría: Turquía en la OTAN y Bulgaria en el Pacto de Varsovia. Negocios son negocios.
Según Agca, recibió entrenamiento militar y los rudimentos de las tácticas terroristas en Siria, de manos del izquierdista Frente Popular de Liberación de Palestina, un viaje y un curso de entrenamiento que las versiones hicieron pagar a Bulgaria: nunca se comprobó nada.
Fue después de Siria que Agca se metió en el grupo paramilitar de derecha Lobos Grises, a quien le adjudicaron aceptar financiamiento de la CIA que, en esos años, también financiaba y entrenaba a los talibanes afganos que luchaban contra la invasión soviética. El 1 de febrero de 1979, Agca asesinó en Estambul, y por orden de los Lobos Grises, a Abdi Ipecki, editor del importante periódico izquierdista Milliyet. Fue delatado, capturado, juzgado y condenado a cadena perpetua. Pero a los seis meses de estar en la cárcel se fugó con la ayuda del número dos de los Lobos, Abdullah Catli. Y probablemente con la ayuda de gente más importante.
Su rastro se pierde hasta el miércoles 13 de mayo de 1981, cuando alzó su Browning a pocos metros de Juan Pablo II, aunque es probable que, con diferentes pasaportes, haya deambulado por la República Federal de Alemania, Suiza, Túnez, España, Italia y Gran Bretaña. ¿Con qué dinero? Nadie lo sabe. ¿En cuál bando jugaba Agca? ¿En la izquierda, en los facciosos Lobos Grises, en el servicio de inteligencia turco, en el búlgaro? ¿Obedecía a los soviéticos?
Dos años más tarde de su condena, Juan Pablo visitó a Agca en la cárcel romana de Rabibbia para otorgarle su perdón. Lo había hecho en varias ocasiones: “Rezo por el hermano que me disparó, a quien he perdonado sinceramente”, dijo más de una vez. Pero el 27 de diciembre de 1983 quiso hacerlo en persona. Con sus vestiduras blancas, como el día del atentado, Juan Pablo habló veintidós minutos con Agca, que vestía un suéter azul. Nadie sabe en cuál idioma hablaron ni qué se dijeron. Agca reveló no hace muchos años al Daily Mail: “Hay algunas cosas de las que no puedo hablar. Fue todo muy especial y hablamos de cosas que nunca he dicho”.
Agca siempre escondió todo acerca del atentado, sembró pistas falsas o recurrió al enigma, a lo críptico, que se le da muy bien: “Fui el instrumento inconsciente de un plan misterioso”, dijo alguna vez, como si significara algo más que lo que oculta. Es probable, sin embargo, que le haya dicho al Papa en aquella ocasión, que la idea de matarlo había nacido en la URSS: “Fueron ellos quienes planearon el asesinato. Lo querían muerto”, admitió alguna vez. Pero años después dijo que la trama del ataque había sido urdida en el mismo Vaticano y que el cardenal Agostino Casaroli, secretario de Estado de Juan Pablo, había sido el cerebro del atentado.
El Papa perdonó a Agca, a modo de consuelo espiritual: el turco siguió en prisión hasta que, en 1989 y merced a su buena conducta, la justicia italiana le redujo parte de la pena. En 2000 el presidente italiano Carlo Ciampi lo indultó y, de inmediato, el ministro de Justicia, Piero Fassino, lo extraditó a Turquía, donde a Agca le esperaba la cárcel por el asesinato de Ipecki y por el asalto a un par de bancos. Libre, pero ni un minuto más en Italia, Mehmet.
Agca fue a parar a una cárcel turca, condenado a otros treinta y seis años de cárcel. El 2 de abril de 2005 Juan Pablo II murió en el Vaticano y Agca reveló algo más sobre sus enigmáticos sentimientos. Dijo que para él había sido un alivio que el Papa no hubiese muerto víctima de su atentado, al que se refirió como algo diseñado por el destino. El lobo, gris o de cualquier color, tornaba a ser cordero. Años después agregaría: “Fue el destino el que hizo posible que sobreviviera. Se convirtió en un hermano para mí y cuando murió sentí que mi hermano, o mi mejor amigo, había muerto.” De las motivaciones, financiamiento, instrucciones y cerebros detrás del atentado, ni una palabra.
También dijo que en la famosa entrevista que mantuvo en la cárcel con Juan Pablo, “el Papa sabía perfectamente que el Vaticano estaba detrás del atentado”. Su afirmación tuvo dos desmentidas. En 2013 el vocero vaticano Federico Lombardi dijo que Agca había reinventado la entrevista con Juan Pablo. Dos años antes, el entonces vocero, Joaquín Navarro Valls, dijo que Agca no había expresado el menor arrepentimiento ante Juan Pablo II y que estaba “obsesionado con lo que leía en los diarios. Sólo le preguntó por el tercer secreto de la Virgen de Fátima”.
El 12 de enero de 2006 Agca fue liberado en Turquía: hacía tres días que había cumplido 48 años y había pasado 25 en prisión. Salió de la cárcel con el pelo blanco, sus típicos suéteres ceñidos y una vieja tapa de la revista Time con la foto de aquella entrevista con el Papa en la cárcel y una pregunta impresa para la que Agca no tenía respuesta: “¿Por qué perdonar?”. Fue examinado por el ejército turco para que cumpliera con el servicio militar obligatorio que su vida errante había eludido. Lo consideraron “mentalmente inestable” y no lo incorporaron. En noviembre de ese año envió un mensaje al Papa Benedicto XVI, que iba a visitar Turquía a finales de ese mes: “No venga a Turquía. Su vida corre peligro. Le matarán. Como hombre que conoce estas cosas, le digo que su vida está en peligro, no venga a Turquía”. Benedicto visitó ese país sin incidentes.
La libertad le duró poco. La Corte Suprema de Justicia la revocó porque consideró que los años de cárcel pasados en Italia, no eran acumulables a la prisión dictada en Turquía, como pretendían sus abogados. Agca cumplió condena en la prisión de Kartal hasta su liberación definitiva, en enero de 2010. Entonces difundió una carta extraña en la que decía: “Yo soy el eterno Mesías, declaro el mensaje divino de Dios. En el nombre de Alá, Dios es uno, eterno y único. Dios es total. La Trinidad no existe. El Espíritu Santo no es sino un ángel creado por Dios. Declaro que el fin del mundo está por llegar. Todo el mundo desaparecerá al final de este siglo. Todos los seres humanos morirán antes de que termine el siglo, la Biblia está llena de errores, yo escribiré una Biblia perfecta”.
Las referencias a Alá y a la Biblia sugieren o bien cierta confusión conceptual o algún tipo de desorden espiritual. En todo caso, desmienten la conversión al cristianismo que Agca anunció cuando estaba preso en Turquía y aun cuando una prisión turca sea el ámbito adecuado para convertirse en lo que dé lugar.
Ya libre, en 2014 hizo una nueva revelación en una autobiografía titulada: Me prometieron el paraíso. Mi vida y la verdad sobre el atentado contra el Papa. Allí dijo que sólo había cumplido órdenes del Ayatola Khomeini que veía a Juan Pablo II como “el portavoz del diablo en la Tierra”. Dijo Agca que Khomeini le dijo: “Mata por Alá, mata al anticristo. Mata sin piedad a Juan Pablo II y después quítate la vida para que la tentación de la traición no te ofusque”. Era una nueva versión de Agca sobre el atentado: ninguna aclaró nunca nada y la idea del suicidio para evitar ofuscadas tentaciones, no parece haber pasado siquiera cerca de su cabeza.
A fines de ese año 2014, el de su autobiografía, Agca desarrolló una intensa actividad. Primero, pidió al Vaticano encontrarse con el Papa Francisco cuando visitara Turquía, entre el 28 y el 30 de ese mes. Por la razón que fuere, la Santa Sede rechazó el pedido y Agca dijo que no había recibido ninguna respuesta: el tipo no entiende el elocuente idioma del silencio. Luego, en diciembre, recuperó su andar de lobo y viajó a Italia, clandestino. Y además, estuvo en el Vaticano. Compró dos ramos de rosas blancas y el 27 de diciembre, aniversario treinta y uno de su entrevista en la cárcel con Juan Pablo II, pasó por el sitio donde le había disparado, se hizo fotografiar con dos lagrimitas falsas, enfundado en un abrigo corto, oscuro como la noche, y fue a dejar las rosas en la tumba del Papa. “Algunas personas me reconocieron –dijo luego– Pero no hubo problemas. La policía fue muy amable conmigo”. Y con esa amabilidad, lo pusieron de patitas en la frontera.
El diario británico Daily Mail lo encontró en 2020 en un tranquilo barrio de los suburbios de Estambul, rodeado de vecinos que lo describen como un tipo amable que alimenta a diario a perros y gatos de la calle. Agca dijo: “Me siento como el pontífice de los animales callejeros de Estambul”, lo que más que una declaración de principios, es una admisión de esquizofrenia.
Si hay que creer en su candor, Agca le dijo al Mail: “Ahora soy un hombre bueno. Intento vivir mi vida de manera correcta. Cuando le disparé al Papa tenía 23 años. Era joven, ignorante. Recuerdo lo racional que me sentí. Disparé hasta que el arma se atascó”. Pero fue enemigo de hablar cómo se armó el plan para matar al Papa. Y quién lo hizo.
Mehmet Ali Agca, el hombre que le disparó a Dios, tiene 64 años y el plan de ser, acaso de por vida, el buen vecino del barrio tranquilo de Estambul que alimenta perros y gatitos. Guarda mil secretos valiosos.
Se los va a llevar a la tumba.