Fue el único caso de secuestro de un avión no resuelto, en el que el protagonista no fue capturado. D.B.Cooper se desvaneció con un paracaídas y 200.000 dólares.
Por infobae.com
Es uno de los grandes misterios de la historia del crimen moderno ¿Fue el robo perfecto? ¿O un acto insensato sin ninguna posibilidad de éxito? D.B.Cooper se convirtió en un mito. La falta de respuestas sólo genera más interés. La pesquisa continuó durante casi medio siglo pero cada aproximación sólo causó mayor intriga y cada sospechoso fue finalmente desechado.
Estaba por empezar el fin de semana largo de Acción de Gracias en Estados Unidos. Los aeropuertos tenían una actividad frenética. Una multitud se movía por todo el país para pasar esos días con sus familiares. Al atardecer del 24 de noviembre de 1971, un vuelo se dirigía desde Portland a Seattle. Era el vuelo 305 de la Northwest Orient Airlines. Era un viaje breve, poco más de 35 minutos. Iban 36 pasajeros. Los aviones en ese tiempo (este: un Boeing 727) eran espaciosos, sin filas apretadas, con lugar para estirar las piernas. El servicio siempre era lujoso: las aerolíneas tentaban a sus pasajeros con comidas, bebidas y otros placeres.
En el mostrador de entrada al vuelo, minutos antes de su despegue, un hombre de alrededor de cuarenta años compró un pasaje. Pagó en efectivo. Le preguntaron su nombre: Dan Cooper. Tenía un piloto gris, traje negro, corbata angosta negra y camisa blanca. Como único equipaje llevaba un maletín. Un hombre más de negocios regresando a su hogar. Se sentó en la última fila.
Con el avión en el aire pidió un bourbon sin hielo y una 7 Up (ojalá nos las haya mezclado). Cuando la azafata dejó las bebidas, Cooper le entregó un papel doblado en dos. La chica de 23 años respondía a todos los estereotipos de las azafatas de esos años: una belleza impactante, juventud, simpatía algo sobreactuada, el trajecito-uniforme de la compañía bien ceñido al cuerpo perfecto, ojos vivaces. Florence Schaffner, la azafata, guardó el papel en un bolsillo e intentó seguir con el servicio sin que la sonrisa tatuada en su cara se pudiera interpretar ni como un rechazo ni mucho menos como aceptación de la propuesta que contuviera el papel: una de las habilidades que le había dado el oficio. Estaba acostumbrada a avances amorosos e intentos de seducción varios, creyó que se trataba de otro. Pero el hombre le pidió, con energía pero sin levantar la voz, que lo leyera. En letras de imprenta mayúsculas, con caligrafía clara y prolija, la nota informaba que el hombre estaba secuestrando el avión y que si no hacían caso a sus exigencias, detonaría una bomba. Schaffner lo miró para tratar de entender si se trataba de una broma. Le bastó ese semblanteó para descubrir determinación en los ojos del pasajero que acababa de mutar en secuestrador. Recién en ese momento, la chica se dio cuenta que el hombre tenía el portafolio negro apoyado sobre sus piernas. Cooper le pidió que se sentara a su lado. La azafata obedeció. Cooper abrió el maletín y permitió que ella por unos segundos viera el contenido. Ocho cilindros colorados que parecían dinamita, una batería y cables de todos los colores conectándolos. Le estaba mostrando la bomba. Luego el secuestrador aéreo con tono monocorde y casi sin tensión en el tono le pidió que transmitiera sus exigencias al comandante de la nave: 200.000 dólares (casi 1.500.000 dólares actuales), cuatro paracaídas y que al avión se le recargara combustible al llegar a Seattle.
No era un secuestro como el que se veía en las películas. No había varios delincuentes ni armas apuntando a la cabeza de nadie. Ni siquiera gritos ni maltrato. Tampoco eran los típicos con motivaciones políticas en los que los secuestradores exigían rehenes a cambio y que desviaran el rumbo hacia Cuba o alguna nación africana liderada por algún pintoresco pero sangriento dictador.
El resto de los pasajeros no se enteró de lo que estaba sucediendo. El comandante comunicó la situación a tierra y voló en círculos durante dos horas mientras la policía conseguía los paracaídas y el dinero. El piloto informó a los pasajeros que demorarían en aterrizar debido a problemas en el aeropuerto y el alto tráfico tradicional de la fecha.
La azafata regresó junto a Cooper. Le llevaba otro bourbon y otra gaseosa. Él insistió en pagar las bebidas. Le entregó 20 dólares y le dijo que se quedara con el cambio (18 dólares). Cooper ya se había puesto sus anteojos negros.
Apenas aterrizaron hicieron llegar a bordo una mochila con la plata y los paracaídas. Cooper permitió que bajaran todos los pasajeros. Sólo se quedaron él y la tripulación. Pero la carga de combustible se demoraba. El secuestrador levantó la voz por primera vez, gritó que estaban tardando demasiado. Las tareas en pista se aceleraron.
Antes de despegar le brindó al comandante instrucciones precisas. Quería que volara a no más de 10.000 pies, que fuera lo más despacio posible y que el destino final debía ser México D.F. Le informaron que el Boeing no tenía tanta autonomía, que debían hacer una escala. Acordaron que sería en Reno. También exigió que la puerta trasera permaneciera abierta y la escalerilla baja. Le dijeron que eso era imposible, que era demasiado riesgoso intentar despegar de esa manera. Cooper aceptó la respuesta con docilidad. Los diálogos eran calmos. Cooper quería llevar tranquilidad a la tripulación, mostrarles que nada les iba a pasar. Los seis tripulantes estaban en la cabina; él se quedó sólo en el resto del avión. En un momento, pasada ya más de una hora de navegación, la cabina se despresurizó. El comandante y su gente se dieron cuenta que Cooper había abierto la puerta trasera del avión y que había bajado la escalera. Desde allí, Cooper con el bolso con los dólares atados a su cintura se lanzó hacia el corazón oscuro de la noche. Nunca más se supo de él. Ni siquiera se supo quién era él.
Cuando el avión aterrizó en Reno, los tripulantes comprobaron lo que ya sospechaban: a bordo no había nadie más que ellos. Del secuestrador sólo quedaba una corbata en la última fila de asientos. Un equipo anti explosivos inspeccionó el lugar sin encontrar nada.
El FBI desplegó sus fuerzas a lo largo del improbable camino que había hecho el avión. Lo buscaron con fuerzas terrestres, helicópteros y hasta con un pequeño submarino que patrulló las aguas. La búsqueda, que se prolongó durante varios días, se mostró inútil. No había rastros ni del hombre, ni de los dos paracaídas que usó ni del dinero (200.000 dólares en billetes de veinte hacían un bulto considerable que pesaba casi diez kilos). También separaron a pasajeros, a la azafata y a otros miembros de la tripulación para que hicieron un identikit del hombre: los resultados fueron bastante similares.
Hubo detenciones inmediatas. Uno de los detenidos se llamaba Dan Cooper como el nombre (a esa altura ya presumiblemente falso) que el secuestrador había dado al comprar el ticket. La información se filtró a los medios pero con un pequeño error. Alguien publicó que el detenido era D.B.Cooper. Durante un par de días el error se diseminó. Y quedó instalado como el nombre del pirata aéreo que nunca fue encontrado. Se debe reconocer la superioridad sonora de D.B. Cooper frente al ordinario Dan Cooper.
La búsqueda de D.B.Cooper se convirtió en una obsesión norteamericana. No sólo de las fuerzas de la ley. Se desplegaron hipótesis y cientos de sospechosos. Las fuerzas federales hicieron un perfil psicológico y elaboraron un listado de casi mil sospechosos. Pero la mayoría de esos también fue descartada. Quedaron 24. Se les hizo un seguimiento, se comprobaron coartadas, se cotejó con habilidades anteriores, prontuarios y currículums militares.
Los investigadores estaban convencidos que D.B. Cooper era alguien muy experimentado en el paracaidismo, tal vez un veterano de guerra. Pero con el correr de los años y el estancamiento de la investigación, fueron cambiando de parecer.
Hubo una ola de emuladores. Durante 1972 en Estados Unidos hubo otros 15 hechos que copiaron su modus operandi. Ninguno de los delincuentes consiguió salir impune. Muchos lograron saltar del avión y llegar a tierra indemnes pero fueron apresados a las pocas horas. A alguno se le cayó la bolsa con el dinero al vacío antes de saltar. Hubo uno, un precursor de Cooper, el primero que intentó esta modalidad quince días antes que nuestro personaje, que fue detenido por los otros pasajeros en el momento en que se estaba poniendo el paracaídas. Para esa operación dejó el arma a un costado y la tomó uno de sus compañeros de vuelo y lo apuntó. Así terminó esa aventura.
D.B. Cooper (y su secuestro aéreo nunca resuelto) provocó varios cambios en la industria de la aeronavegación comercial, en especial en su seguridad. A partir de este caso cambió radicalmente la manera en que se controlaba el equipaje y a los pasajeros antes de abordar los vuelos. Se inspecciona el contenido y se instalaron detectores de metales en todos los aeropuertos. Tardó un tiempo en implementarse (por eso los secuestros de 1972) porque se planteó un debate sobre si con esos controles se afectaban libertades individuales. También se prohibió la venta en efectivo de pasajes en los aeropuertos para que el comprador a través de tarjetas debiera acreditar identidad y dejara algún rastro. Por último, el delincuente misterioso dio nombre a un dispositivo que se implementó en todos los aviones: la Cooper Vane, una llave externa, instalada en el fuselaje, que permitía abrir la puerta trasera sólo desde afuera.
A pesar de que el producto del robo sólo fue a parar a sus arcas y no lo repartió con nadie, D.B. Cooper fue considerado una especie de Robin Hood moderno. El caso atrajo (y lo sigue haciendo) a varias generaciones. En estos días Netflix estrenó D.B. Cooper ¿Dónde estás?, una serie documental de cuatro capítulos que cuenta cómo un investigador privado se obsesionó con el tema y está seguro de haber descubierto quién es Cooper. Esa investigación terminó convertida en un programa que emitió History Channel en Estados Unidos. El principal sospechosos para Tom Colbert, el obsesionado pesquisa, era Robert Rackstraw, un excombatiente de Vietnam que durante los setenta fue juzgado por ser el presunto asesino de su padrastro. Tras la emisión del último capítulo de ese programa, 45 años después del suceso, el FBI cerró oficialmente la investigación sin resultados dejando abierta la posibilidad de retomarla si apareciera evidencia nueva. Colbert exigió a través de una presentación judicial que pusieran a disposición del público los archivos que habían acumulado en esas décadas. El juez le dio la razón y el FBI subió a internet decenas de miles de documentos, fotos y pericias. Impensadamente eso desató una nueva fiebre. Centenares de internautas se convirtieron en detectives de escritorio y mousse en mano. Analizaron cada uno de los materiales que encontraron. Lo que sucedió no puede sorprender a nadie. No hubo resultados concretos pero sí un crecimiento exponencial en el número de sospechosos y de las teorías conspirativas.
En estos más de cincuenta años muchas veces se creyó estar tras la pista cierta de Cooper. Se dijo que era un expiloto de guerra, un marine, una transexual con pasado en la armada, un estafador famoso, un ingeniero aeronáutico, un ex empleado de Boeing y decenas de personas más. Están también los que sostienen que nunca fue encontrado porque la CIA lo impidió. Según esta versión, D.B. Cooper hacía misiones secretas para la agencia estatal que lo protegió ante la búsqueda del FBI. La única pista cierta que se halló fue un fajo con 6 mil dólares en muy mal estado enterrados en una playa que encontró un niño en 1980. Se supo que los billetes deshechos pertenecían a la suma pagada a D.B. Cooper porque su numeración coincidía. Se rastreó de manera exhaustiva la playa y los alrededores pero nada más se encontró.
La fascinación que produce D.B.Cooper está relacionada con la ilusión del crimen perfecto. La del delincuente que vence al sistema, que burla a la policía, que logra la impunidad y desaparece para disfrutar de lo robado. Los que lo admiran suelen remarcar que no hubo víctimas y que ni siquiera existieron heridos. Sin embargo habría que tener en cuenta algunas cuestiones algo básicas. Por más ingenioso y audaz que haya sido el golpe no deja de ser un delito. Por otra parte, la azafata tuvo problemas psiquiátricos durante muchos años derivados del temor por el secuestro aéreo. Y, no es menor, no se debe olvidar que para los investigadores lo más probable es que Cooper no sobrevivió a su salto al vacío. Por eso durante el transcurso de los años cambiaron de opinión y se convencieron de que no tenía un conocimiento profundo sobre paracaidismo porque saltó en medio de la oscuridad, bajo una tormenta, con un terrible viento en contra, con paracaídas bastante precarios, a los que no podía controlar, sin el equipo adecuado (estaba de traje y zapatos) y hacia un terreno hostil como un bosque congelado. Muchos creen que ni siquiera se llegó a abrir el paracaídas. Y en caso de haber sucedido eso, es difícil que en esas condiciones hubiera podido sobrevivir a la noche helada de noviembre en el bosque sin ayuda externa (se descuenta que no tuvo porque no podía determinar en qué lugar iba a impactar con el suelo).
Sin embargo, la creencia popular es que D.B. Cooper logró sobrevivir. Además del documental de Netflix y el programa de History Channel, la historia inspiró varios documentales más, hubo al menos tres películas que intentan desentrañar el caso y fue la fuente para innumerables escenas de acción desde James Bond hasta Loki, al que los guionistas le atribuyen haber sido D.B.Cooper.
Los posibles sospechosos ya no viven (tendrían hoy alrededor de 95 años) pero el caso de D.B. Cooper siempre generará teorías, dudas, admiración, repudio y entusiasmo cada vez que alguien aluda a él. Es el poder irresistible que tienen las buenas historias.