Los beees, los balidos y cencerros se desvanecían muy ligeramente y el oído entrenado del pastor detectó que su rebaño se desviaba del camino a casa, pues aquella era la banda sonora de su vida en las montañas Rocallosas. “Hay que juntar las borregas”, dijo en español, mientras se apresuraba a subir a una colina a cuyas faldas había un prado.
Luego el pastor, Ricardo Mendoza, silbó con fuerza y les ordenó a sus dos perros que arrearan a sus 1700 ovejas para que se acercaran a su campito, una cabaña pequeña con una sola palabra descolorida por el sol sobre la puerta: “HOME”, hogar. Su patrón la había hecho remolcar por una carretera sinuosa y sin asfaltar, utilizada por los mineros del siglo XIX, que lleva hasta este paso ubicado a casi 4000 metros de altura poco antes de que Mendoza llegara con su caballo, su mula de carga, sus perros y sus ovejas, listo para instalarse en el último puesto de su viaje nómada estacional, unos 104 kilómetros al norte de Durango, en el oeste de Colorado.
Mendoza, de 46 años, ha pasado la mayor parte de la última década viviendo en estas montañas escarpadas y remotas de la primavera al otoño, pastoreando ovejas criadas para obtener lana y carne. “Uno vive en completa soledad, solo usted, sus animales y sus pensamientos”, dijo, con la mirada fija en la tundra barrida por el viento bajo los elevados picos Uncompahgre y Wetterhorn.
Él es uno de los 2000 pastores, la mayoría de Perú, de los que depende la industria ovina estadounidense. Llegan a Estados Unidos con visas temporales otorgadas a quienes realizan un trabajo agrícola agotador que muchos estadounidenses evitan.
En los elevados desiertos y montañas del Oeste, hombres como Mendoza viven en tiendas de campaña y diminutas casas rodantes durante meses sin agua corriente, baños ni otras comodidades básicas. A menudo van peregrinando a pie con sus rebaños, tal como hacían las anteriores generaciones de pastores inmigrantes, realizando un trabajo que ha perdurado desde los tiempos bíblicos.
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