El triunfo de los Fratelli d’Italia y su líder Giorgia Meloni en los recientes comicios –precedido por el triunfo del bloque derechista en las elecciones legislativas en Suecia, los notables avances de Marine Le Pen en las últimas votaciones francesas, y la entronización de Viktor Orbán en Hungría y Andrzej Duda en Polonia- evidencian el auge de los partidos y dirigentes de extrema derecha en Europa, cuna del liberalismo y el republicanismo. Esa expansión se inscribe en el declive del centro democrático en gran parte del planeta, sometido al dominio de autócratas que desprecian la alternancia en el poder, las elecciones transparentes y competitivas, la libertad de prensa, las organizaciones civiles autónomas –empezando por los partidos políticos- y, además, aspiran a poseer parlamentos dóciles y poderes judiciales domesticados.
La señora Meloni se impuso en una nación, ciertamente democrática, pero símbolo por excelencia de la inestabilidad política. Italia ha visto la formación de setenta gobiernos en los últimos ochenta años. Cada uno de ellos dura, como promedio, apenas un año y pocos meses. Luego se derrumba como un castillo de naipes. Un récord mundial. El electorado se ha movido de forma incesante de la democracia cristiana a la izquierda moderada, y de esta a la derecha nacionalista. Ahora optó por dar un salto cuántico: se decantó por una figura que representa la ultraderecha, quien por añadidura aparece asociada con Silvio Berlusconi y Matteo Salvini, sumo de la derecha intemperante. Los tres formarán el Gobierno más cercano a Benito Mussolini, desde finales de la Segunda Guerra Mundial.
Giorgia Meloni triunfó, como la derecha sueca y en general europea, vociferando un discurso chauvinista, xenófobo. Uno de sus blancos favoritos fueron los inmigrantes ilegales, sobre todo los africanos. A los inmigrantes los acusó de invasores que llegan a arrebatarles el empleo a los trabajadores italianos. Arremetió contra el progresismo que, desde su óptica, promueve la disolución de la familia y la perversión de los valores tradicionales europeos, pues asume la defensa de la comunidad LGTB y las variantes más exóticas de ese grupo. Denigró de la decadencia económica de Italia y del declive del Estado de bienestar, por la supuesta ineptitud y corrupción de las élites tradicionales. No podía quedar fuera del libreto el sesgo antieuropeo y las críticas a la burocracia de Bruselas. Su discurso directo y llano, como suele ser el del extremismo derechista, fue básicamente emocional. Se ajustó a un guion manido dirigido a identificar un enemigo tangible, simplificar los problemas y proponer soluciones que en apariencia resultan sencillas de instrumentar.
Meloni no podrá aplicar sus planes contra los inmigrantes ilegales porque la Unión Europea le colocará cortapisas. Tendrá que participar en acuerdos que combatan el problema en dos direcciones. El primero, mediante el diseño e instrumentación de un conjunto de programas de asistencia financiera que fortalezca la economía de los países más pobres de África, precisamente los que más expulsan a sus pobladores hacia Europa. En segundo término, en el futuro inmediato se verá obligada a acordar con los otros países de la comunidad una distribución racional de los inmigrantes que lleguen al continente. Ninguna nación permitirá que sobre ella recaiga el peso del éxodo desbocado que por ahora se mantendrá.
Con los sectores que defienden el orgullo gay tendrá que ser muy cuidadosa. El respeto a sus derechos forma parte de la contemporaneidad. Un símbolo de los tiempos que corren. Con esos grupos –ahora organizados y con gran audiencia y capacidad de movilización- tendrá que discutir y delinear hasta dónde pueden llegar sus aspiraciones, con el fin de que sus valores y símbolos no se conviertan en obligaciones tiránicas.
La economía italiana y el Estado de bienestar solo podrán recuperarse si construye el consenso necesario con los otros partidos, los empresarios y los sindicatos, tan poderosos en Italia tradicionalmente. En este cuadro hay que incluir la relación con Bruselas. Meloni deberá dialogar mucho con el Banco Central Europeo y con esa especie de gobierno multinacional asentado en Bruselas. Italia necesita de los fondos comunitarios para relanzar su economía y mantener el Estado de bienestar.
Los desafíos que tiene frente a sí la ultraderecha italiana y europea son los mismos de todo aquel partido o sector que quiera gobernar en ese continente, atenazado por numerosos conflictos que se agravaron con la pandemia y la invasión de Rusia a Ucrania.
Lo que ha quedado demostrado durante todas estas décadas en Italia, en Europa, y hasta donde llegan mis conocimientos, en todo el mundo democrático, es que los discursos y posturas que achatan la realidad aplastando sus relieves, sirven para ganar elecciones, pero resultan inútiles e inconvenientes a la hora de gobernar. Lo mejor que puede ocurrirle a Giorgia Meloni, y a cualquier otro mandatario europeo, es que se dé cuenta rápidamente de que para gobernar hay que dialogar, negociar y conciliar intereses diversos.
Lamentablemente, los controles que existen en Europa no los encontramos en América Latina. Esta deficiencia le permite, por ejemplo, al populismo autoritario ejercer el poder como le da la gana.
@trinomarquezc