Casi volamos todos por el aire. Quienes hubiesen sobrevivido a la hecatombe nuclear, habrían envidiado a los muertos, como afirmaba uno de los protagonistas de esta historia, el entonces presidente de Estados Unidos, John Kennedy. Fueron trece días de octubre en los que el mundo colgó de un hilo que se deshilachaba un poco cada día y acercaba a Estados Unidos y a la URSS de Nikita Khruschev a un enfrentamiento nuclear inevitable.
Por infobae.com
Se la conoció como “La crisis de los misiles”, abarcó desde el 16 de octubre de 1962 hasta el 29de ese mismo mes y año. Y nació porque la URSS instaló en la Cuba comunista de Fidel Castro, misiles con capacidad de transportar ojivas nucleares: apuntaban todos a Estados Unidos. Todo terminó bien, pero por casualidad: Khruschev retiró los misiles de Cuba, Estados Unidos hizo lo propio con sus misiles instalados en Turquía, que apuntaban todos a la URSS, y el mundo siguió su marcha.
El sábado 27 de octubre, once días después del comienzo oficial del drama, las familias de los principales funcionarios de Washington estuvieron a punto de ser evacuadas de la capital hacia un sitio secreto. Robert McNamara salió entonces a la que era una hermosa noche de otoño: “Pensé -diría años después- que nunca más vería una noche así”. Cuba había sido bloqueada, el mar que rodea a la isla se había convertido en un escenario de guerra insospechado: nadie sabía en Estados Unidos el poderío nuclear submarino que había desplegado la URSS. Fidel Castro había enviado un telegrama a Khruschev en el que le pedía “usar armas nucleares contra nuestro enemigo común”.
Los jefes militares americanos habían terminado de diseñar un plan de bombardeo e invasión total a Cuba y los soviéticos habían instalado misiles a menos de treinta kilómetros de la base americana de Guantánamo, en territorio cubano.
Entonces llegó una carta de Khruschev que abrió una esperanza: parecía redactada por el propio primer ministro. Pero luego llegó otra carta, más severa, menos tolerante, más belicosa: parecía redactada en las entrañas del Kremlin y por el poder militar soviético. ¿Qué hacer? Kennedy tuvo la solución en sus manos aportada por su hermano, el antes belicoso Bobby y el ahora, a solo once días, mensajero de la paz: “Contestá la primera carta, como si la otra no existiera”, dijo a su hermano.
Cómo terminó aquella crisis es otra historia extraordinaria. Por fin, la URSS retiró los misiles de Cuba y Estados Unidos se comprometió a no invadir nunca la isla, promesa que se mantuvo por seis décadas.
Nada de lo que sucedió fue gratis: Kennedy fue asesinado un año y un mes después de la crisis, y Khruschev fue barrido del poder dos años después; la vieja madre Rusia no acepta una guerra perdida: Vladimir Putin debería tomar nota de esto, porque el mundo nunca más en sesenta años volvió a vivir bajo amenaza nuclear, hasta estos días en los que el líder ruso coquetea con la destrucción total en nombre de una conquista y “rusificación” de Ucrania.
Esos trece días en los que casi salta todo por los aires, el mundo vivió un momento histórico que dejó enseñanzas claves para la política y sobre todo cómo tratar las grandes crisis, más un decálogo esencial para la toma de decisiones. Alguna vez, esos trece días deberán ser recontados. Así fue el primero.
Antes, ¿qué hacían misiles soviéticos en Cuba? La versión oficial, la soviética, hablaba de una defensa del territorio cubano. Eran, dijeron, misiles defensivos tierra-aire: Surface Air Missile, o SAM, como eran conocidos. En abril del año anterior, un grupo de fuerzas mercenarias formada por cubanos, nicaragüenses y unos pocos americanos, había intentado invadir Cuba en Playa Girón, una acción diseñada por la CIA de Dwight Eisenhower que Kennedy aceptó llevar adelante: no le alcanzó el corto tiempo de vida que tenía por delante para arrepentirse.
De modo que la URSS aceptó de buen grado ponerse a la cabeza de la defensa de lo que Castro había proclamado como la primera república socialista de América. Sólo que la URSS mentía. Los misiles no eran SAM, eran MRBM (Mediun-Range Ballistic Missile), misiles de alcance medio, capaces de llegar hasta tres mil kilómetros de distancia. Y no eran armas defensivas: eran ofensivas.
¿Cómo lo supo Estados Unidos? Porque tenía a sus aviones espías U-2 en vigilancia constante del territorio cubano. La crisis de los misiles empezó mucho antes del 16 de octubre. El 29 de agosto un U-2 detectó en Cuba emplazamientos de misiles SAM. Si hoy un misil es ya casi un arma común, en 1962 no lo era. Y un misil en territorio americano era casi impensable. El mismo vuelo del avión espía reveló que en Banes, en el sureste de la isla, había emplazamientos para “otra clase de misiles”. Los analistas de la CIA concluyeron que se trataba de misiles cruceros, una especie de avión pequeño sin piloto, los pioneros del dron, capaces de volar unos ochenta kilómetros: armas defensivas. Sin embargo, el 4 de setiembre, el gobierno recibió una advertencia sobre el despliegue de “armas ofensivas soviéticas”.
El 7 de septiembre, Kennedy fue informado por la CIA del emplazamiento de misiles SAM en Cuba y, probablemente aunque no hay registros de eso, de la posibilidad de la existencia de armas ofensivas. El gobierno de Estados Unidos advirtió que no iba a tolerar armas ofensivas de ningún tipo en Cuba y el director de la CIA, John McCone, ordenó nuevos vuelos espías, pese a la resistencia del secretario de Estado, Dean Rusk, que temía que uno de eso aviones fuese derribado, como había ocurrido en 1960 con un U-2, piloteado sobre territorio soviético por Gary Powers. Dos años después de ese incidente, el mundo había cambiado para siempre. Kennedy y Khruschev se habían entrevistado en Viena, con un único asunto en mente: Berlín; ambos se habían amenazado con una guerra nuclear y, un mes después de la entrevista, los rusos habían levantado el Muro en la capital alemana, ante la pasividad del mundo occidental.
Después del informe de la CIA sobre misiles en Cuba, sobre el Caribe intervino la naturaleza. La isla quedó sepultada durante más de un mes bajo un grueso manto de nubes que hacía imposible fotografiar su territorio desde gran altura, como hacían los U-2. McCone insistió con los vuelos espías en cuanto el clima lo permitiera; contó en su apoyo con el de Robert Kennedy, hermano de presidente y procurador general, ministro de Justicia. Con el cielo ya despejado, uno de esos aviones recién pudo volar sobre Cuba el 14 de octubre.
De las andanzas rusas en territorio de Fidel Castro y de las instalaciones de misiles SAM, estaban enteradas pocas personas de la administración Kennedy: lo estaban el presidente, su hermano, Rusk, McNamara, McCone, director de la CIA y un joven consejero de seguridad del presidente, McGeorge Bundy. Durante todo el 15 de octubre, las nuevas fotos aéreas de Cuba fueron analizadas por el departamento de interpretación fotográfica de la agencia, a cargo de Arthur Lundahl. A las cinco y media de la tarde, con la evidencia de las instalaciones de misiles MRBM en Cuba, Lundahl informó a la CIA.
Sin saber lo que ya sabía la CIA, McNamara se reunía con la Junta de jefes de Estado y una docena más de altos oficiales de las fuerzas armadas. Si bien Kennedy había dispuesto no tomar ninguna acción militar contra Cuba en los siguientes tres meses, los jefes militares revisaron los planes de un ataque masivo contra Cuba seguido de una invasión, también masiva.
A esa misma hora, Bundy y su mujer recibían para una pequeña cena privada a Charles Bohlen y a su mujer, Avis. Bohlen había sido embajador en Moscú, era un sovietólogo experto, había sido nombrado embajador en París y Bundy le ofrecía una especie de despedida. Al inicio de la cena, sonó el teléfono en la casa de Bundy, el consejero de Kennedy atendió y oyó la voz de Ray Cline, subdirector de Inteligencia de la CIA que le dijo una frase críptica y fantástica: “Esas cosas que nos han tenido preocupados, se ven exactamente como lo que pensamos que son. Es un maldito secreto”. Bundy pensó en cómo decírselo a Kennedy. El presidente había regresado esa tarde del estado de New York, donde había hablado ante un congreso de candidatos demócratas a las elecciones de medio término, que se iban a celebrar en noviembre. Bundy pensó entonces que al presidente le esperaban días agitados y que una tarde tranquila y una noche de descanso le iban avenir muy bien. Le daría la noticia al día siguiente. Kennedy jamás le reprochó esa demora.
Poco después de las ocho de la mañana del martes 16 de octubre, Bundy golpeó la puerta del dormitorio de Kennedy, en el sector privado del segundo piso de la Casa Blanca. El presidente estaba en pijama, leía los diarios de la mañana y estaba furioso con el ex presidente Dwight Eisenhower que había declarado al New York Times cierta falta de energía de su sucesor en política exterior. El ex presidente sabía nada sobre Cuba, hablaba del Muro de Berlín, pero Kennedy estaba furioso porque Eisenhower había roto el convenio no escrito que no ve con buenos ojos que un ex presidente critique al habitante de la Casa Blanca.
Cuando Bundy reveló a Kennedy el motivo de su visita, la existencia de misiles MRBM en Cuba, la furia de Kennedy pasó de Eisenhower a Khruschev. No sólo por lo que implicaba la amenaza a los Estados Unidos, sino porque el soviético había roto su compromiso de no hacer nada que afectara la política de Kennedy antes de las elecciones previstas para menos de un mes.
El presidente citó entonces a una reunión de emergencia de las más altas autoridades civiles y militares para esa misma tarde, en la Casa Blanca. Antes, llamó a su hermano. “Tenemos un gran problema”, le dijo. Y dijo también que Khruschev se había portado como “un maldito mentiroso (”a fucking liar)” y como “un gánster inmoral, no como un hombre de Estado, no como una persona con sentido de la responsabilidad”. Los dos Kennedy coincidieron en que la decisión más grave a tomar era la de cómo responder a la agresión ruso cubana. La principal decisión ya estaba tomada: había que sacar esos misiles de Cuba. Bobby Kennedy llegó minutos después a la oficina de Bundy para ver las pruebas fotográficas. “Oh, shit, shit, shit”, murmuró mientras hojeaba las fotos, “Those son a bitches Russians (esos rusos hijos de puta)”.
Si sabemos hoy, y desde hace ya muchos años, cómo se desarrolló la crisis de los misiles en Washington, es porque Kennedy había instalado un sistema de grabación que abarcaba casi todo el sector no privado de la Casa Blanca, de modo que debates y discusiones fueron registradas y dadas a conocer cuando ya en los años 80, rusos, cubanos y americanos armaron una serie de encuentros en los que analizaron día por día aquellas dos semanas dramáticas.
A las dos y media de la tarde, Kennedy se sentó al centro de una gigantesca mesa oval, en la sala de gabinete (Cabinet Room) de la Casa Blanca. A sus espaldas, unos amplios ventanales daban al Jardín de las Rosas. A la derecha del presidente se sentó el equipo del Departamento de Estado, con Rusk a la cabeza y los secretarios George Ball, Edwin Martin, Alexis Johnson y Llewellyn “Tommy” Thompson, flamante ex embajador en Moscú y acaso el tipo que mejor conocía a Khruschev: iba a ser de vital importancia en el curso de la crisis.
A la izquierda de Kennedy se sentó el equipo del Departamento de Defensa, con McNamara a la cabeza y los secretarios Roswell Gilpatric, el jefe de la junta de comandantes, general Maxwell Taylor, un héroe del desembarco en Normandía y Paul Nitze. También fueron citados los expertos de la CIA, Lundhal, que había descifrado las fotos, y otros dos expertos de la agencia de inteligencia: Sidney Graybeal y el subdirector Marshall Carter. McCone había viajado a la costa Oeste para estar en el sepelio de su hijastro. Frente a Kennedy, entre otros consejeros de seguridad, se sentaron el vicepresidente, Lyndon Johnson y Robert Kennedy.
En ese momento de tremenda gravedad, con al menos una docena de funcionarios y jefes militares a punto de decidir el destino del continente, la hija del presidente, Caroline, de cinco años, entró al salón del Gabinete: “Papi, ellos no dejan entrar a un amigo mío…” Kennedy sonrió: “Caroline, ¿estuviste comiendo caramelos?” Silencio de la niña y sonrisas entre los funcionarios. El presidente también sonrió y llevó a su hija del hombro hacia la puerta vaivén del salón: “Antes, contestáme. ¿Estuviste comiendo caramelos? Sí, no, tal vez…” Fue la última sonrisa de Kennedy en dos semanas: cuando regresó a la reunión, lo hizo con el rostro sombrío.
Lo primero que quiso saber era lo que mostraban las fotos. Lundhal lo explicó paso a paso: había “envases” de misiles, al menos ocho, en una de las fotografías; se habían desplegado elementos para levantar al menos dos o más lanzaderas de misiles. “¿Qué tan avanzadas son esas armas?” preguntó el presidente. Y Lundahl le dijo: “Señor, jamás vimos este tipo de instalación antes”. “¿Ni siquiera en la Unión Soviética”, preguntó Kennedy. “No, señor”, dijo Lundahl y explicó que no había habido misiones de aviones espías U-2 sobre la URSS desde el derribo del avión de Powers, en 1960. Después, Kennedy y Lundahl dialogaron así.
— Kennedy: ¿Cómo sabemos que son misiles de mediano alcance?
— Lundahl: Por el tamaño, señor
— Kennedy: ¿Qué cosa? ¿El tamaño?
— Lundahl: El tamaño, sí.
— Kennedy: ¿El tamaño del misil? ¿De cuál parte?
— Lundahl: El señor Graybeal, nuestro hombre misil, se lo va a explicar.
— De verdad, Graybeal sabía todo sobre misiles rusos. El tamaño del que hablaba Lundahl era el de los “envases” en los que habían llegado los misiles a Cuba, que habían sido desembalados en los sitios que, se presumían, eran los de lanzamiento. Esos “envases” sí habían sido vistos y fotografiados en las calles de Moscú, durante los desfiles militares que celebraban las glorias del Ejército Rojo.
Kennedy hizo la pregunta del millón: “¿Están listos para ser disparados?” “No, señor”, contestó Graybeal. “¿Cuánto tiempo tenemos antes de que estén listos?” “No lo sabemos, señor. Depende del qué tan listo esté el apoyo terrestre para los lanzamientos”.
Los americanos sabían poco de las intenciones rusas y cubanas. McNamara, en cambio, parecía no tener dudas: iban a instalar ojivas nucleares en esas armas: “Es importante saber si están listos o no para ser disparados, señor Presidente. Me parece casi imposible que coloquen ojivas nucleares, sin que construyan antes un sistema de defensa alrededor del sitio del lanzamiento. No toma mucho tiempo levantar un vallado. Pero al menos por el momento, no veo razones para creer que haya ojivas allí y que estén listas a ser disparadas”.
El gran interrogante era también si los rusos iban a dejar el armamento en manos cubanas, o serían ellos los encargados de manejarlas y, lo más importante, de tomar la decisión de cómo y cuándo usarlas.
Después habló el secretario de Estado, Dean Rusk. Para entonces, entre los participantes de la reunión se habían formado dos bandos: halcones y palomas. Fue la primera vez que los dos calificativos se aplicaron a dos estrategias posibles ante una única decisión: sacar los misiles de Cuba. La esencia de aquellos dramáticos días está contenida en cómo y porqué muchos halcones pasaron a ser palomas y pocas palomas se arrimaron a los halcones. Un halcón de garras afiladas que optó luego por la negociación, fue el hermano del presidente, aliado en principio al vendaval de furia que expresó el secretario de Estado.
Dean Rusk presentó cuatro o cinco opciones: aislar a Cuba, desatar un bombardeo relámpago a las bases misilísticas, invadir Cuba o literalmente borrarla de la faz de la tierra. Propuso un ataque aéreo relámpago y efectivo, que eliminara todas las bases rusas en Cuba. Pero, con el correr de las horas, y de los días, se vio que eso era imposible: nadie podía asegurar que todas las bases fuesen eliminadas en un único ataque, lo que abría la posibilidad de una represalia nuclear soviético-cubana contra Estados Unidos.
Una invasión, explicó Rusk, requería de un aviso a las potencias aliadas de Estados Unidos, OTAN incluida, porque esa acción podía desatar confrontaciones armadas en muchos otros sitios del mundo. Al defender su propuesta de un ataque, masivo y relámpago contra Cuba, Rusk dijo: “No creo que esto en sí mismo requiera una invasión de Cuba. Creo que con invasión o sin ella… Debemos dejar en claro que lo que estamos haciendo es eliminar esa base en particular, o cualquier otra base que se establezca. Nosotros mismos no estaríamos iniciando una guerra general. Simplemente haríamos lo que dijimos que íbamos a hacer si ellos tomaran ciertas medidas. También podemos decidir que este es el momento de eliminar el problema cubano, eliminando realmente la isla”.
La propuesta de Rusk tenía un flanco débil: un bombardeo masivo a Cuba implicaría la muerte de centenares, sino miles, de soldados soviéticos acantonados en la isla y un virtual enfrentamiento armado con la URSS. McNamara dijo entonces: “No sabemos qué clase de conexión y comunicación tienen los soviéticos con esos sitios. No sabemos qué clase de control tienen sobre esas cabezas nucleares”.
Aislar a Cuba implicaba un bloqueo naval. Kennedy pensó entonces que las armas soviéticas podían llegar por submarinos. Kennedy nunca supo, se reveló en los años 80, que los barcos rusos que transportaban los misiles a Cuba viajaban con la protección de una división de submarinos armados con misiles nucleares.
La reunión se interrumpió con la promesa de estudiar cada una de las opciones, militares y de diálogo que habían quedado expuestas. Todos volvieron a reunirse a las seis y media de la tarde. Alguien advirtió: “Si queremos mantener todo esto en secreto, viajemos tres o cuatro en un mismo auto. Todos estos vehículos y agentes del servicio secreto van a alertar a la prensa”. La prensa ya estaba sobre alerta. El Washington Post de ese día hablaba, y citaba a “fuentes soviéticas”, de un acuerdo, o proyecto de acuerdo, entre Estados Unidos y la URSS sobre Berlín, a cambio de una descompresión, o cierre de canillas, en la ayuda militar rusa a Cuba.
Para Kennedy, las razones que habían llevado a Khruschev a instalar armas atómicas a las puertas de Estados Unidos, eran un misterio. Con los días, iba a descubrir, o al menos a teorizar, sobre esas intenciones. Creyó que la URSS pretendía ocupar Berlín. “¡Quiere Berlín! ¡Quiere Berlín -decía de Khruschev- Si ponemos un dedo en Cuba se apodera de Berlín”. No era descabellado. Pero convencer a los jefes militares de que había que sacar los misiles rusos de Cuba a través del diálogo con la amenazante URSS , implicó un tremendo desgaste personal para Kennedy y generó una desconfianza hacia su gestión que no se acabó sino con su asesinato en Dallas.
Pero ese 16 de octubre, el presidente se preguntaba: “¿Por qué puso esas cosas allí? ¿Qué ventaja saca con eso? Es como si nosotros instaláramos más misiles MRBM en Turquía: sería malditamente peligroso”. “Bueno, señor presidente, es lo que hicimos”, le contestó Bundy. Mientras halcones y palomas dirimían diferencias entre borrar a Cuba del mapa o llegar a un acuerdo que, incluso, contemplara el bloqueo militar de la isla, que fue la opción triunfante luego, Kennedy pensaba que el drama “es más psicológico y político que militar. No hacer nada significa que cedemos a una extorsión. Si dejamos que Khruschev siga con ese juego en Cuba, se va a sentir con coraje para hacer lo mismo en Berlín, en el sudeste de Asia y en otros sitios conflictivos del mundo marcados por la Guerra Fría”.
Esa tarde, Robert Kennedy era uno de los más beligerantes de los halcones. Impulsaba una invasión a Cuba, su postura iba a girar ciento ochenta grados con el correr de los días, pero en ese momento llegó a sugerir “fabricar” un incidente que justificara la invasión. Recordó que el hundimiento del “USS Maine”, en el puerto de La Habana, en 1898, había desatado la guerra hispano-americana que terminó con Cuba en poder de Estados Unidos. Las grabaciones de ese día registran a Bobby Kennedy mientras rumiaba: “Tal vez haya otra vía para involucrarnos en eso… Ya sabés, hundir el “Maine” otra vez, o algo así…” El presidente estuvo en contra. Se negó a avalar actos de sabotaje contra Cuba, le acercaron una lista de objetivos esenciales, e incluso se negó al minado de los puertos cubanos porque sería un “indiscriminado acto de guerra que puede afectar a buques de otras banderas”.
La reunión terminó en tinieblas. Al día siguiente, los jefes militares llevarían su propuesta sobre qué hacer con Cuba y la crisis empezó a escalar en gravedad hasta límites poco conocidos. El sábado 27 de octubre, once días después del comienzo oficial del drama, las familias de los principales funcionarios de Washington estuvieron a punto de ser evacuadas de la capital hacia un sitio secreto.
Las fuerzas cubanas habían derribado un avión U-2 que fotografiaba las instalaciones soviéticas en la isla y la paz pendía de un hilo endeble. Los jefes militares americanos habían terminado de diseñar un plan de bombardeo e invasión total a Cuba y los soviéticos habían instalado misiles a menos de treinta kilómetros de la base americana de Guantánamo, en territorio cubano.
Entonces llegó una carta de Khruschev que abrió una esperanza: parecía redactada por el propio primer ministro. Pero luego llegó otra carta, más severa, menos tolerante, más belicosa: parecía redactada en las entrañas del Kremlin y por el poder militar soviético. Kennedy contestó la primera.
Cómo terminó aquella crisis es otra historia extraordinaria. Por fin, la URSS retiró los misiles de Cuba y Estados Unidos se comprometió a no invadir nunca la isla.
El retiro de los misiles rusos llevó de cabeza a la única nota de humor en aquella dramática crisis atómica que no fue, pero que pudo haber sido
Los cubanos, indignados por lo que juzgaron un “abandono soviético”, salieron a la calle a protestar. Y cantaron: “Nikita, mariquita / lo que se da, no se quita”.