Tal vez por estar tan cerca no vimos que la muerte iba dentro de él…
Por Cherquis Bialo / Infobae
Lo recuerdo como un espectro decrépito intentando llegar claudicante y dolorido hasta algún punto indefinido. Su paso fatigado y sin sustento se nos clavaba en el alma una y otra vez cual artera puñalada para que la herida en el corazón sea inequívocamente mortal.
Sí, escucho aún el sonido festivo de la multitud coreando su nombre: “¡¡¡Maradoo, Maradoo, Maradoo…!!! Son los hinchas de Gimnasia que le acarician el alma para desearle un feliz cumple sin que él, por primera vez en sus 60 años, alcance a disfrutar del tributo.
Qué triste fue aquel 30 de octubre de hace dos años cuando sin saberlo lo estábamos viendo por última vez. Y cuánto costó que finalmente pudiera ir al estadio. Tal vez lo animó el resultado negativo del test que le aseguraba no transitar el Covid. O acaso sería por la vuelta del fútbol tras los 228 días sin actividad por la pandemia maldita. Aunque nada fue más fuerte que la presión de 20.000 camisetas de Gimnasia que los socios compraron en todas las filiales del club para ir en caravana a pedírselo a las puertas de su casa.
La decisión final abordó los caminos dubitativos del último Diego. Al principio –una semana antes– se mandó a hacer un traje gris de seda porque aspiraba a reaparecer ante el público vestido elegantemente acorde a un día de cumpleaños. Luego puso en duda su presencia: se sentía triste. O abandonado… Y quienes estaban con él en la casa del country Campos de Roca -que le había prestado el socio de Gimnasia Mauro Tartaglia- escuchaban recurrentemente su dilema. Fue esa noche, la del miércoles, cuando les ratificó a todos sus allegados que no sabía si iría el sábado a dirigir al equipo en el partido contra Patronato.
Dicen quienes que lo vieron que se lo notó más triste que nunca. Evocaba su costumbre de juntar a toda la familia en la celebración de su cumpleaños: mujeres, hijos y nietos. Esa era su ilusión y lo reiteraba como si intuyera que ese sería un último deseo. Además, invocaba los tiempos verbales pasado: “Menos mal que disfruté a Dieguito Fernando y que lo de Jana con Dalma y Gianinna quedó arreglado”, decía, asignándole a estos hechos un ayer inexorable…
El clamor popular y el contacto con los jugadores, el vestuario y el césped; las tribunas y sus cánticos siempre perforaron el corazón de Diego. Y ante semejante manifestación de incondicional cariño, ese 30 de octubre de 2020 cerca de las 13, tras despertar, aceptó ir a la cancha del Bosque. La noche anterior, al parecer, había mezclado muchas pastillas y bastante alcohol pues Dieguito Fernando y su mamá, Verónica Ojeda, no lograron compartir el desayuno que le habían llevado desde Canning y con el cual se habían propuesto iniciar el día de Diego.
Cuando fueron a buscarlo para ir al estadio alrededor de las 17.15 tenía puesto un buzo negro usado, zapatillas de igual color con suela blanca, una gorra negra con la inscripción 16 DM 60, anteojos espejados, un barbijo de neoprene que luego fue cambiado por otro con los colores del club y una alarmante palidez en los mofletes de su rostro hinchado.
Explicó que debía ponerse esa ropa por un tema publicitario según le había indicado uno de sus apoderados. Bajó así de una camioneta ploteada con el logo de la bebida Speed –su otro auspiciante vinculado a través del abogado Stinfale- y al arribar lo condujeron a una carpa levantada en la cancha de tenis con mesas y sillas para el plantel. Balbuceante, Diego pidió que luego de la entrada en calor quería hablar con los muchachos del equipo. El primero en llegar fue Paolo Goltz; una vez que todos los jugadores estuvieron sentados Diego les pidió disculpas por no haberlos podido acompañar durante gran parte de la pandemia. Después tomando a Licht de un brazo les dejó una frase perturbadora para aquellos jugadores de Gimnasia que enfrentarían a Patronato. Fue cuando tembloroso les dijo: “Yo siempre los quise, siempre, acuérdense…” ¿Por qué otra vez el verbo en tiempo pasado?; ¿es que se estaba despidiendo?; ¿es que intuía su propia muerte?
Mientras las tribunas cantaban: “Ole, ole, ole, ole…Diegooo, Diegoo”, el profe Cristian Jorgensen continuaba protegiendo su paso y su estabilidad cruzando la mano derecha sobre el antebrazo izquierdo de Diego. Primero saludaron al árbitro Diego Abal y a sus asistentes pidiéndoles tolerancia si retrasaban el horario de comienzo pues el paso era muy lento. Ya en la manga por donde se colaba la última luz del día, podía verse el césped fresco con aroma a fútbol. Repentinamente, cual víctima de un brote nervioso Diego empezó a gritar: “Me quiero ir, me quiero ir” y lo repetía como si el pánico lo hubiese atacado justo en el momento en que Claudio Tapia, Tinelli, Pellegrino (presidente del club), lo esperaban en el centro del campo de juego para entregarles presentes institucionales de cumpleaños de parte de la Liga (plaqueta), de la AFA (banderín con el N° 10) y de Gimnasia y Esgrima (camiseta bordada). Un acto inoportuno que nos puso ante esa mueca dolorida y ausente de un Diego agonizante…
Hizo un gran esfuerzo para recibir los regalos y mucho más para llegar hasta el sillón Imperial por cuyas réplicas los fabricantes originales cobran en la actualidad alrededor de un millón de pesos. Particular homenaje que inauguró Newell’s y que luego imitaron los demás clubes, con la excepción de Boca. Desde su sillón Diego pidió si podían llamar a Tinelli un segundito y cuando éste llegó, le repitió lo que le había dicho en el centro del campo: “Fijate si le podés dar una mano a Rocío en tus programas, dame tu teléfono…”. Marcelo, conmovido se agachó para escucharlo bien y Diego le reiteró: “Fijate si le podés dar una mano a Rocío…”. Fue entonces cuando Tinelli le dijo: “Quédate tranquilo Diego que lo veo…”
Luego del pedido y mientras estaba sentado en su sillón imperial autografiado –que hoy mucha gente sigue comprando pues se fabrican a pedido-, Diego insistió con irse. Iban 3 minutos de partido y junto a Cristian que lo sostenía y guiaba, Maradona se fue alejando lentamente hacia el córner donde se hallaba la ambulancia; pero no la camioneta. Después de unos gritos de Diego (“me cagaron, me cagaron”), lo sentaron en el asiento del tractorcito que corta el césped mientras Tito, el chofer, salió corriendo a buscar la 4×4 para regresarlo a su casa.
Por la noche, en lo que tristemente resultaría su última celebración de cumpleaños, Diego continuaba deprimido, silencioso y lejano. No estaban a su alrededor los rostros del cariño, las manos amigas, las miradas sinceras… Tampoco el sentir de corazones cercanos. Tal vez tarde advertía que era más rehén que líder, más cautivo que dominante, mas ajeno que propio.
Ah, si hubiera estado Doña Tota… Qué distinto hubiese sido todo bajo la mirada sabia y buena de Don Diego… Acaso con ellos sentados a su mesa no hubiese habido espacio para cambiarle la vida, alejarlo del núcleo familiar, de los amigos, de los ex compañeros, de afectos sinceros que nunca pudieron llegar. Se lo negaron al Bocha (Bochini) y también al pibe Patricio Monti que además de jugar en Gimnasia aquel año, es rapero y nunca pudo cantarle el tema que le había dedicado ya que tampoco lo dejaron pasar. La sociedad de apoderados, sus empleados, los guardias de seguridad –todos del Servicio Penitenciario Provincial–, los asistentes fijos u ocasionales, los médicos, los terapistas y las enfermeras designados por su abogado lo habían tornado inaccesible, blindado, cuasi abstracto. Tomaba 14 pastillas por día, algunas con champagne y alguien le cambiaba con frecuencia el número de telefonía celular como para evitar su independencia de llamar o ser llamado.
Esa noche de hace dos años, durante la celebración de sus 60, Diego no halló a nadie entre la multitud a quien decirle un “te quiero”. Entonces brindó por ellos con un llanto nuevo y dejó que la muerte le avanzara…