Noventa y un judíos alemanes asesinados, según las cifras dadas por los nazis, que son muy sospechosas: los cálculos no oficiales triplican esa cantidad; mil quinientas setenta y cuatro sinagogas destruidas, quemadas o dañadas, noventa y cinco sólo en Viena; más de siete mil negocios tomados por asalto, quebradas sus vidrieras, saqueados, detenidos sus propietarios; miles de viviendas asaltadas y también saqueadas; más de treinta mil judíos presos y deportados a los campos de concentración de Dachau, Buchenwald y Sachsenhausen, donde muchos hallarían la muerte; cementerios judíos violentados, escuelas judías quemadas, hospitales judíos destrozados. Ese fue el saldo de una noche de terror, la del 9 de noviembre de 1938, hace ochenta y cinco años, en la que las hordas nazis arremetieron contra la población judía de toda Alemania y de buena parte de Austria y de Checoslovaquia.
Por infobae.com
Las calles de las principales ciudades estaban tan cubiertas de vidrios desgarrados, eran tantas las vidrieras de los comercios judíos destrozadas, que la masacre pasó a la historia como “La noche de los cristales rotos”. La barbarie nazi dejó otro saldo igual de grave: la indiferencia, sino el visto bueno, de gran parte de la sociedad alemana convencida de que Adolf Hitler tenía razón: había que expulsar a los judíos de Alemania, si Alemania quería volver a ser grande y dominar el mundo. Menos de un año después de La Noche de los Cristales… el mundo estaba en guerra y Hitler se lanzaba a la conquista de Europa.
Lo había dejado escrito en 1922 y lo había plasmado en aquella biblia del espanto que fue “Mein Kampf – Mi Lucha” en el segundo volumen, escrito en 1925 y publicado a finales de 1926: “Si hablamos de territorio en Europa hoy, podemos pensar ante todo y únicamente en Rusia y sus estados vasallos de la frontera. (…) Hoy (el imperio ruso) se puede considerar casi totalmente exterminado y extinguido. Ha sido sustituido por el judío. El imperio gigante del Este está maduro para su caída. Y el final de la dominación judía de Rusia también será el final de Rusia como estado”. ¿Nadie lo vio venir? En 1926 Hitler era un agitador con cierto predicamento. ¿Nadie vio, sino hasta mucho después y cuando era tarde, que la base de su acción de gobierno sería la guerra contra Rusia y la eliminación de los judíos de Europa?
“La Noche de los Cristales Rotos” no fue ni un acto aislado, ni espontáneo, ni irreflexivo. Fue el punto culminante de una política que, entonces, apuntaba a que los judíos emigraran de Alemania y de Austria, acaso también de Bohemia, Moravia y Silesia, la zona “alemana” de Checoslovaquia conocida como “sudetes”, que Hitler había incorporado a Alemania en septiembre de 1938, previa cesión de las potencias occidentales. La idea de una Alemania sin judíos, que había nacido y crecido con el nazismo quince años antes, fue expresada con claridad por el jefe de las SS, Heinrich Himmler días antes de la matanza de “La Noche…” Dijo a sus tropas que luego de la “victoria final”, las SS estaban destinadas a ser los nuevos amos de Alemania y de Europa. Himmler, que como todo autócrata imaginaba una numerosa legión de enemigos poderosos y amenazantes, explicó: “Debemos tener en claro que en los próximos diez años es seguro que nos enfrentaremos a conflictos insólitos y decisivos. No es sólo la lucha de las naciones, que en este caso son utilizadas como fachada por el bando opuesto, sino la lucha ideológica de todo el judaísmo internacional, la masonería, el marxismo y las iglesias del mundo (…) En Alemania no puede seguir habiendo judíos. Se trata de una cuestión de tiempo. Los expulsaremos progresivamente con una implacabilidad sin precedentes”.
Dos oleadas de violencia antisemita ya habían sacudido a Alemania en 1933, año en el que Hitler llegó al poder, y en 1935. En marzo de 1938, Adolf Eichmann había conquistado la admiración de Hitler al obligar a emigrar a la mayoría de los judíos de Viena. En Berlín, los dirigentes nazis tomaron nota del ejemplo que daba Eichmann: era hora de que la capital del Reich se librara también de “sus judíos”. Los nazis habían desarrollado un trabajo de zapadores a través de un proceso conocido como “arianización”, destinado a borrar a los judíos de la vida económica del país. En 1933 había en Alemania cincuenta mil negocios judíos; en 1938 sólo quedaban nueve mil. Entre marzo y noviembre de 1938 la presión se hizo más fuerte. En octubre, un mes antes de “La noche…” los mil seiscientos negocios judíos de Múnich se habían reducido a seiscientos sesenta, dos tercios de ellos en manos de extranjeros.
La “arianización”, que no sólo cerró negocios judíos sino que también hizo que fuesen comprados a precio vil por los nuevos propietarios “arios”, se extendió a medidas legislativas que impusieron severas restricciones a los profesionales judíos: se prohibió ejercer sus profesiones a médicos y abogados, y hasta se impidió que los judíos se ganaran la vida como vendedores ambulantes. El 17 de agosto, un decreto obligó a los judíos varones a añadir el nombre “Israel”, y a las mujeres el de “Sara”, a sus verdaderos nombres y, bajo pena de prisión, también fueron obligados a usar esos nombres en todos los trámites oficiales. El 5 de octubre fueron obligados a usar una “J” estampada en sus pasaportes. En esos días, Hermann Göring declaró: “La cuestión judía debe afrontarse ya con todos los medios disponibles: ellos deben salir de la economía”.
Los nazis dejaron varios avisos de lo que sería “La Noche…”. El 9 de junio, la principal sinagoga de Múnich fue demolida sin dar casi aviso a la comunidad judía. Días antes, Hitler había visitado la ciudad y había criticado que el templo estuviese cerca de la “Deutsches Künsterlerhaus”, la Casa de los Artistas Alemanes. Pero el relato oficial dijo que la sinagoga, la primera en ser destruida por los nazis, era “un impedimento para el tránsito”. El 10 de agosto, Julius Streicher, jefe del Partido Nazi que sería colgado en 1946, hizo demoler la sinagoga de Núremberg porque el edificio desfiguraba “el bello paisaje urbano alemán”.
La “arianización” benefició a médicos y abogados no judíos que dieron la bienvenida a la expulsión de sus colegas del sistema; y la venta de empresas y de bancos judíos de renombre, benefició a los bancos alemanes y a grandes compañías como Krupp, IG-Farben y Thyssen. Para entonces, y pese a la eliminación física de la población judía en las tierras conquistadas del Este, el debate sobre qué hacer con los judíos del oeste europeo estaba centrado en una solución territorial que los obligara a emigrar hacia el Este, probablemente para trabajar como mano de obra esclava en la Rusia que los nazis imaginaban derrotada. Incluso se pensó en enviar a la comunidad judía europea a Madagascar, mientras negaban cualquier intento de emigración hacia la entonces Palestina. En todo caso, pensaba el Führer y sus oficiales, el proceso de evacuación y emigración de los judíos alemanes y del oeste europeo se completaría luego de la rápida victoria nazi en la URSS. Pero la victoria nazi en Rusia no llegó: ni rápida, ni lenta. Y fue recién en enero de 1942 cuando, en la conferencia de Wannsee, los nazis decidieron implementar la “solución final”, la eliminación de todos los judíos europeos: once millones de seres humanos, según sus propios cálculos.
El principal agitador, el verdadero impulsor de la “limpieza racial de Alemania” y, en especial de Berlín, donde era gauleiter (líder de una zona) era el ministro de propaganda de Hitler, Joseph Goebbels, que amplió la discriminación económica contra los judíos al mundo de la cultura y las costumbres: ordenó crear documentos de identidad especiales para judíos, fueron identificados y señalados los comercios que aún estaban activos, se prohibió a los judíos el uso de los parques públicos y fueron construidos compartimentos especiales en los trenes.
El veneno destilado por Goebbels hizo que el 27 de mayo, seis meses antes de “La Noche de los cristales rotos”, unas mil personas recorrieran Berlín y destrozaran las vidrieras de las tiendas judías y, a mediados de julio, tomaran por asalto los comercios judíos de la Kurfürstendan, la principal calle comercial del oeste de la capital del Reich. Lo único que precisaba “La Noche de los Cristales Rotos” para convertirse en lo que fue, era un incidente que encendiera la mecha de aquel enorme polvorín.
Y la mecha la encendió lejos de Berlín, en París, Herschel Grynszpan, un chico de diecisiete años desesperado y sediento de venganza porque toda su familia, judíos polacos, había sido deportada desde Hanover y depositada, junto a otras dieciocho mil personas, en la volátil frontera de Polonia. La mañana del 7 de noviembre, Grynszpan, armado con un revolver recién comprado, entró en la embajada alemana en París y pidió hablar con alguien a cargo de la legación. Lo atendió el tercer secretario, Ernst vom Rath: Grynszpan le disparó cinco balazos y lo dejó agonizante. Hubiese preferido matar al embajador, pero vom Rath fue el primero de los diplomáticos que se cruzó en el camino. Durante su juicio en Francia, surgió la teoría, nunca probada, de una relación homosexual entre Grynszpan y vom Rath, desencadenante del crimen. Luego de la invasión alemana a Francia, Grynszpan cayó en manos de los nazis y murió en el campo de concentración de Sachsenhausen en una fecha no determinada entre 1941 y 1943.
Vom Rath murió la tarde del 9 de noviembre. Nada pudo hacer el médico personal de Hitler, Karl Brandt, a quien el Führer había enviado a París. Toda la cúpula nazi estaba entonces en Múnich, para celebrar un nuevo aniversario del intento de golpe de estado con el que Hitler había pretendido, en 1923, alcanzar el poder. Cada año se celebraba la intentona en el escenario de aquel putsch, la cervecería Bürgerbräukeller, con un discurso del Führer y una larga charla con la vieja guardia nazi. Ya en la tarde y noche del 8, después de conocido el atentado contra vom Rath, y orquestados todos por Goebbels, una serie de atentados habían sacudido a la comunidad judía de Múnich, mientras en otros sitios de Alemania, los dirigentes locales nazis, sin que mediara directiva alguna, se lanzaron a la quema de sinagogas y de propiedades y comercios judíos.
La noche del 8, Goebbels organizó por teléfono con la prensa nazi de Berlín una serie de malévolos ataques contra los judíos que llevarían a una violencia mayor. Cuando llegaron a Múnich las primeras noticias de los disturbios en Alemania, el jefe de propaganda de Hitler escribió en su diario: “En Hesse, grandes manifestaciones antisemitas. Se quemaron las sinagogas. ¡Ojalá se pudiera dar ahora rienda suelta a la cólera del pueblo!”
En la tarde del 9, a la hora de la recepción a Hitler y a los jefes nazis en el ayuntamiento de Múnich, llegó la noticia de la muerte de vom Rath. Es probable que Hitler ya la conociera de boca de su médico personal. Goebbels y Hitler dialogaron turbados y con vehemencia en la reunión del ayuntamiento, sin que nadie pudiese saber de qué hablaban con tanta agitación. Hitler se fue antes de lo que todos esperaban y, sin hablar con nadie, se dirigió a su departamento en la ciudad en la que había forjado su movimiento. Cerca de las diez de la noche Goebbels dio un discurso breve pero incendiario: dijo que vom Rath había muerto y que ya había habido represalias contra los judíos en Kurhessen y Magderburg. Sin decirlo de manera expresa, impulsó al partido nazi a organizar y llevar adelante “manifestaciones” contra los judíos por todo el país, manifestaciones que ya estaban organizadas y lanzadas, pero que debían tener la apariencia de “manifestaciones espontáneas de cólera popular”.
El diario de Goebbels de esa noche deja en claro de qué habían hablado con tanta vehemencia con Hitler: “Voy a la recepción del partido en el Viejo Ayuntamiento. Muchas cosas en marcha. Explico el asunto a Führer. Él decide: que las manifestaciones continúen. Retirar a la policía. Que los judíos sientan por una vez la cólera del pueblo. Eso está bien. Transmito de inmediato las instrucciones a la policía y al partido. Luego hablo durante un rato en ese tono a los jefes del partido. Tormentas de aplausos. Salen todos directo al teléfono. Ahora la gente actuará”.
Por supuesto Goebbels mismo se encargó de que la gente actuara: dio instrucciones telefónicas precisas, a Berlín, por ejemplo, para que fuese demolida la sinagoga de Fasasenstrasse. Como Himmler había pedido que sus SS no participaran de esa violencia porque “el desorden y la destrucción incontrolada no son el estilo de las SS”, Goebbels autorizó a que los hombres de Himmler que quisieran participar de aquella locura, lo hicieran con ropas civiles.
Goebbels también dio instrucciones para que los bomberos extinguiesen sólo lo que fuese necesario para proteger los edificios vecinos de las sinagogas. Pero a los templos había que dejarlos arder. Cerca de la medianoche, recibió un informe parcial de los destrozos. Estaba encabezado con una frase: “La Stosstrupp está causando mucho daño”. Refería a la “Stosstrupp Hitler”, un “pelotón de asalto” que había brillado en los años de nacimiento del nazismo, en los días de las peleas callejeras con lo que quedaba de la República de Weimar y que esa noche, después del discurso de Goebbels en el Ayuntamiento, se había lanzado a las calles de Múnich: lo primero que hicieron fue quemar la sinagoga Herzog-Rudolf Strasse cuyas llamas teñían el cielo de rojo y podían ser vistas por Goebbels desde la habitación de su hotel.
El informe agregaba que ya había setenta y cinco templos incendiados en todo el Reich, quince en Berlín. Goebbels escribió en su diario: “El Führer ha ordenado que sean detenidos inmediatamente entre veinte mil y treinta mil judíos (…) Esto empeorará. Deberían darse cuenta de que se nos ha agotado la paciencia”. Y, a la mañana siguiente, ni bien despertó, añadió: “Los queridos judíos se lo pensarán en el futuro antes de disparar así contra diplomáticos alemanes. Ese fue el significado del ejercicio”.
Más tarde, junto a Hitler, y ante algunas tibias críticas al feroz ataque nazi, Goebbels elaboró un decreto para frenar la destrucción. En el texto, el jefe de propaganda de Hitler no ahorró un brutal comentario, cargado de cinismo, que afirmaba que, si se permitía que siguieran los destrozos, existía el peligro de “que empezase a aparecer el populacho”. Escribió en su diario que Hitler “se mostró de acuerdo con todo. Sus opiniones son muy radicales y agresivas. El Führer aprueba, con pequeñas modificaciones, mi edicto parea poner fin a las acciones. (…) El Führer quiere pasar a medidas muy drásticas contra los judíos. Deben poner ellos mismos sus asuntos en orden. Las compañías de seguros no les pagarán nada. Luego, el Führer quiere expropiar gradualmente los negocios de los judíos”.
Para la comunidad judía alemana había terminado una noche de espanto.
Lo peor, estaba por llegar.