Desde el término de la presidencia de Alan García en 2011, ocho peruanos han lucido la banda presidencial. Cuatro han sido enjuiciados y llevados a prisión por delitos contra la cosa pública. Solo uno completó su periodo, Ollanta Humala, aunque posteriormente fue procesado por lavado de activos. Lo sucedió Pedro Pablo Kuczynski, quien fue destituido acusado de corrupción, reemplazado por Martin Vizcarra que fue depuesto por el Congreso de la República al declararlo en permanente incapacidad moral (la misma causal aplicada en la destitución de Alberto Fujimori). Cinco días en la presidencia permaneció Manuel Merino, quien había sustituido a Vizcarra. Una dama, Mercedes Aráoz, permaneció veinticuatro horas como “presidente en funciones”. Ante la vacante presidencial, en noviembre de 2020 el Congreso de la República designó presidente al diputado Francisco Sagasti hasta concluir el truncado periodo presidencial.
Lo de Pedro Castillo ha sido un episodio caricaturesco que deja la interrogante de cómo los coterráneos de Cesar Vallejo, de Mario Vargas Llosa, y también de Chabuca Granda, confiaron el poder a alguien enciclopédicamente ignorante, pero ungido como redentor de los marginales. Sus presuntas malas mañas no sorprenden vistos los antecedentes de algunos de sus predecesores.
Cabe preguntarse a qué obedece que Perú y otros de nuestros pueblos eligen mandatarios de esta naturaleza. Entre otros factores, la respuesta común suele ser la desigualdad social y económica. Pero no es cierto, la desigualdad es una realidad, mas no una causa. La raíz real es la creencia popular de que solo un gobierno, benefactor y dador, vendrá a rescatar a su pueblo de la pobreza. La ignorancia de que los gobiernos no generan bienes y dinero para repartir y, al contrario, suelen ser parasitarios de quienes sí invierten y producen.
Como en otras cosas importantes, todo radica en la ausencia de educación ciudadana, que permita distinguir entre un charlatán populista y un estadista responsable de sus actos.