Muy a su pesar, y aun cuando lo hizo todo por evitarlo, Gary Coleman pareció quedarse para siempre en aquella infancia transcurrida en los 70 en Illinios, Estados Unidos. Y es que cuando alcanzó la popularidad teniendo apenas 10 años, el público ya nunca más pudo observarlo de otra forma: como un niño.
Por infobae.com
Fue en aquellos días cuando supo que su vida no se desarrollaría por encima del 1,40 de altura (llegaría a medir dos centímetros más), y que su salud siempre sería endeble, empeorando con el paso del tiempo. Pero a la vez que recibía el lapidario diagnóstico de los médicos, lo alumbraba el sueño del cual se arrepentiría más tarde: convertirse en actor.
La sitcom Diff’rent Strokes se estrenó en 1978 en la cadena NBC. Cuatro años después llegaría a la Argentina como Blanco y negro, por la pantalla de Canal 13. Allí Gary, quien ya había acumulado cierta popularidad haciendo comerciales, interpretaba al adorable Arnold Jackson, un nene de comentarios ácidos que fruncía el ceño, miraba de costado y aumentaba el volumen de sus labios para pronunciar con voz gruesa: “¿De qué estás hablando, Willis?”.
Por su carisma, su simpatía y su sonrisa, los espectadores lo adoptaron de inmediato. A décadas de la llegada de series como This is us, Arnold era el favorito de una familia disfuncional que irrumpía en la televisión y buscaba derribar prejuicios y resentimientos: un blanco millonario llamado Phillip Drummond (Conrad Bain) y su hija Kimberly (Dana Plato) le daban cobijo en su casa a un niño afroamericano. Ese era el argumento original. Luego se incorporaría el hermano mayor de Arnold, Willis Jackson (Todd Bridges).
Con ellos, Diff’rent Strokes sería un suceso en todo el planeta que se extendería por ocho años con niveles de audiencia siderales, brillando en el nacimiento de la década del 80. Los autores apuntalaron los guiones sobre Arnold, basados en lo que el personaje provocaba en el público, pero también, aprovechándose sin reparos de la apariencia constante del actor: mientras Willis y Kimberly iban transcurriendo su adolescencia, ese niño nunca crecía.
Esa cruel alegoría televisiva de Peter Pan tenía su origen en una enfermedad congénita del riñón que le había provocado nefritis. Por esa razón, además de las sesiones de diálisis, Gary recibió dos trasplantes: el primero a los cinco años y el segundo, a los 15, en pleno éxito de la sitcom. Para esa edad, Coleman ya era una leyenda del entretenimiento, de fama mundial: cobraba 100 mil dólares por capítulo y su protagonismo era tan grande que en varios países la sitcom se llamaba Arnold, el travieso, cuando no (como en Uruguay y España) simplemente Arnold.
La maniobra de los creadores de Blanco y negro de prolongar indefinidamente una infancia concluida tiempo atrás, tuvo su correlato en el público: Coleman iba perdiendo el favoritismo a medida que cumplía años. Y aquel mundo que lo había cobijado con el mismo cariño que Drummond a los hermanos Jackson, lo abandonaría sin miramiento alguno a la vez que la serie concluía.
Sucedió en 1986, con 189 capítulos al aire y un Gary de 18 años recién cumplidos que ya no era Arnold: no había manera de que siguiera sosteniendo aquel simpático rol. Y sin embargo, nunca dejaría de serlo a los ojos de los demás. De esta paradoja Coleman no lograría escapar jamás.
Acabado el idilio de la comedia familiar, comenzó el drama de su vida personal. A principios de los 90 demandó a sus padres y a su exrepresentante por haberse apropiado del fideicomiso de 8,3 millones de dólares que había acumulado siendo Arnold Jackson. Si bien ganó el juicio, en 1999 se declaró en bancarrota.
Alguna participación esporádica en la sitcom Married with children (aquí, Casados con hijos) y poco más: la misma industria que le había abierto las puertas de par en par al niño Gary se las clausuraría bajo siete llaves al Coleman adulto. Lo intentó como director, productor, guionista, cantante; hasta prestando su voz. Casi nada resultó del todo bien.
Los Simpson le dedicaron un episodio, aunque no a modo de homenaje ni reconocimiento. Repararon en el trabajo que había conseguido como guardia de seguridad en un parque y en un violento episodio que casi lo lleva a la cárcel: golpeó a una mujer que le había pedido un autógrafo. La causa se cerró con el pago de una multa. Los personajes amarillos de esa clásica familia de Estados Unidos creada por Matt Groening tomaron lo ocurrido para burlarse de Coleman. Desde sus hogares, millones de norteamericanos también rieron. No era la primera vez que lo hacían, tampoco sería la última.
En 2003 Coleman probó con la política y se postuló como gobernador de California. Los 14 mil votos cosechados lo ubicaron octavo entre más de 100 candidatos. El ganador de la elección fue otro actor, nacido en Austria y tocayo del personaje que lo lanzó a la popularidad: un tal Arnold… de apellido Schwarzenegger.
Ese mismo año tuvo un papel autorreferencial en un musical de Broadway con cierto suceso, Avenue Q, en el que cantaba: “Soy Gary Coleman, de Diff’rent Strokes. Hice mucho dinero que fue robado por mi familia, ahora estoy sin dinero y soy el blanco de bromas de todos (…) Traten de imaginar a gente deteniéndote para preguntarte y preguntarte: ‘¿De qué estás hablando, Willis?’. Eso fastidia…”.
Como si fuera una maldición del programa, Dana Plato y Todd Bridges -sus hermanos en el éxito- también lidiaron contra sus demonios, propios e impuestos. La vida de Dana concluiría trágicamente, demasiado rápido, mientras que Todd se convertiría en un sobreviviente. Coleman, por su parte, tentaría a la muerte con dos intentos de suicido.
A partir del final de Blanco y negro, Gary debió cargar la cruz de aquel sueño de su niñez. “Aunque amo la profesión, mi mayor arrepentimiento siempre será ser actor -confesaría, ya al borde de las cuatro décadas-. Si tuviera el tamaño y la edad, actuaría en películas de ciencia ficción, pero no doy el physique du rôle. Nunca me interesó ser leyenda ni una celebridad. Soy mortal”. Y es que a diferencia de otras estrellas de Hollywood, tuvo conciencia de su finitud desde aquel diagnóstico temprano.
Gary Wayne Coleman falleció el 28 de mayo de 2010 en Utah, luego de que una caída le provocara una hemorragia intracraneal. Tenía 42 años. Para entonces el público ya lo había condenado a un castigo quizá peor que el olvido. Porque lo recordaba, sí, pero con sorna antes que por las sonrisas que les había generado con Arnold. No le perdonaron que el artilugio de los guionistas -ser un niño eternamente- no se correspondiera con la realidad. La crueldad del entretenimiento a menudo excede a la propia industria.
Pero cada tanto la memoria de Gary encuentra revancha. Sucede cuando, en el zapping por algún canal de cable perdido o en el fragmento de un video subido a Instagram, es posible encontrarse con viejos episodios de Blanco y negro. Y entonces reír junto a Arnold, en vez de reírse de Coleman. De aquel hombre que de niño soñó a lo grande. Aunque el destino -por una enfermedad, por una ficción, por la industria, por el público- se empecinó en no dejarlo crecer.