En las paredes de un colegio público de una barriada al este de Caracas está escrita la frase “zona de seguridad”. Las letras en pintura negra son una advertencia y, al mismo tiempo, un mecanismo de defensa. Es ese el espacio donde estudiantes y profesores deben protegerse en caso de fuego cruzado.
Por Adriana Núñez Rabascall / VOA
Las detonaciones cerca de esa escuela, enclavada en la cima de los llamados “cinturones de miseria” de la capital venezolana, se escuchan entre 4 a 5 veces por semana, de acuerdo con la directora de la institución, que prefiere mantener su identidad en resguardo. Con desesperanza, cuenta que los alumnos se habituaron a diferenciar el calibre de las municiones.
Hace un par de meses, a las 9 de la mañana, en pleno horario de clases, 15 agents de la policía entraron por la fuerza a la institución. Buscaban a un delincuente que se había ocultado dentro del colegio.
El operativo dejó marcadas las huellas de las balas en uno de los muros, que aún pueden verse, pues no hay presupuesto para cubrir ese mal recuerdo con cemento y pintura.
“Hemos tenido que formar a nuestros niños para saber qué hacer en caso de una detonación, en caso de una emergencia, que los niños aprendan que no es salir corriendo por el medio de la calle, que no pueden empezar a pegar gritos y a dar carreras, sino que -por el contrario- al sentir algún movimiento extraño, ya ellos empiecen a ser precavidos”, relata la docente con tres décadas de experiencia.
Cuando se escuchan los disparos, el entrenamiento que recibieron de parte del Comité Internacional de la Cruz Roja instruye que deben lanzarse al suelo, alejarse de las ventanas y hacer lo posible para llegar hasta los espacios marcados como “zona de seguridad”.
“Ya hay niños que están afectados, de hecho, cuando se hacen las prácticas, para evitar qué hacer en el momento dado, hay niños que se muestran muy nerviosos, que les da por llorar”, relata.
En otra comunidad, al sur de Caracas, hace tiempo que no hay refriegas entre bandas, según padres y docentes, pero permanecen grabadas las marcas de al menos 4 proyectiles que, hace un par de años impactaron en las puertas y ventanas de una de las oficinas de una escuela local.
“Muchas veces se tenían que suspender las clases, entonces el muchacho no puede venir a estudiar. Un día estaban cantando el himno nacional y se formó la plomazón y todo el mundo empezó a correr para acá para allá. En ese tiempo vinieron unas personas a dar un taller de qué hacer cuando hicieran esas cosas”, narra la madre de un alumno, quien tambièn prefiere mantener el anonimato.
La organización Centros Comunitarios de Aprendizaje reporta que en al menos 7 escuelas de Venezuela se diseñaron protocolos para proteger a los estudiantes de la violencia. Sin embargo, vivir en medio de esas circunstancias deja secuelas como el estrés postraumático.
“El primer impacto, por supuesto, implica vivir con miedo y ansiedad, y esto definitivamente compromete lo que es el objeto de la escuela, que es promover procesos de aprendizaje para los niños. Ningún niño aprende mejor con miedo, ningún docente realiza su trabajo de manera segura y plena cuando siente amenazada su integridad, y por supuesto que los padres no consiguen estar tranquilos”, alerta el psicólogo social, Abel Saraiba.
Venezuela se mantiene, junto a Honduras y Guatemala, entre los tres países más peligrosos de América, según el Observatorio Venezolano de Violencia. El año 2022, cerró con una tasa de 36 muertes violentas por cada 100.000 habitantes.
Sin embargo, por primera vez en tres décadas, la cifra de homicidios en el país ha bajado y expertos atribuyen ese fenómeno a la emigración de las bandas de delincuentes y a los operativos policiales que buscan controlarlas.