Alrededor de las 11:30 a. m. del viernes, Claudia trabajaba en su oficina, dijo, cuando escuchó el staccato de chasquidos secos: pá-pá-pá. Se asomó afuera solo para ver hombres fuertemente armados que disparaban a una minivan blanca.
Vio que a un cuerpo lo arrastraban por la calle y se agachó fuera del alcance de las ventanas. Claudia, quien creció en la zona, insistió en que solo se le mencionara por nombre de pila por temor a represalias.
En una primaria cercana, las maestras, acostumbradas al sonido de las balas, gritaron para que los estudiantes se echaran al suelo, comentó otro testigo.
El caos que se desarrolló en la ajetreada intersección de tres vías en la zona centro de Matamoros, México, podría haberse recordado solo como un acto de violencia angustiosamente común en una ciudad fronteriza agobiada por la violencia. Excepto que en esta ocasión las víctimas eran estadounidenses.
Luego de que la nacionalidad de las personas atacadas y secuestradas por los hombres armados ese día se dio a conocer ampliamente, el presidente de México prometió poner toda la fuerza de su gobierno detrás del esfuerzo desesperado para hallarlos.
Lea más en The New York Times