La semana pasada se hizo público un extracto de una “charla vocacional” a cargo del profesor Pablo Aure, Secretario Académico de la Universidad de Carabobo, en la cual expresaba a los estudiantes del Colegio YMCA de Valencia que “niño es niño y niña es niña, y punto” en clara alusión a su desacuerdo con el matrimonio igualitario y la existencia de la transexualidad. El vídeo se hizo viral en las redes sociales y muchos aplaudieron el marcado discurso de odio. Un poco después el profesor Aure difundió un audio donde reafirmaba lo dicho pero matizaba diciendo que podría admitir la “regulación de una relación estable” entre personas del mismo sexo pero sin llamarlo matrimonio “porque matrimonio viene de matriz”.
El profesor Aure ha sido particularmente insistente en su narrativa antiderechos, cualquiera puede constatarlo revisando su cuenta de Twitter, no preocuparían sus delirios si fuese que estuviera hablándole a su espejo, pero no es así. Su condición de autoridad universitaria le confiere una amplia visibilidad y, además, por lo visto en las redes, su discurso de odio tiene muchos simpatizantes.
Sería una perdida de tiempo debatir con Aure a sabiendas de sus llanos y superficiales razonamientos sobre la sexualidad humana. Pero si que me gustaría reflexionar públicamente sobre las consecuencias que narrativas homofóbicas y transfobicas pueden generar sobre las víctimas, es decir, sobre la comunidad LGBTIQ+.
En las escuelas, desde muy temprana edad, los niños manifiestan rasgos de su identidad y personalidad. Sin importar su sexo biologicamente asignado, pueden tener inclinaciones hacia un deporte determinado, hacia la música o el baile, a ciertas formas de expresión verbal y a compartir intereses con sus pares. Lógicamente hay un moldeado colectivo innegable, la identidad es en buena medida un constructo social. Nuestra constitución nacional expresamente indica que existe el derecho al desarrollo libre de la personalidad, por tanto, imposiciones estereotipadas de cómo debe ser un niño, cómo se debe vestir, cómo debe hablar, como debe jugar y a quién puede querer son contrarias a la constitución.
Pero, quienes pasamos por la escuela, el liceo y la universidad, sabemos que la presión por encajar en esos estereotipos es intensa. Forzosamente, a los niños les tiene que gustar el fútbol o el béisbol, a las niñas la danza, la cocina y el maquillaje, “los niños no lloran” y “las niñas juegan con muñecas”. Los que no se estandarizan, rápidamente son excluidos, muchas veces discriminados y hasta violentados. Lo dice quien personalmente vivió el peso de las respetables opiniones de personas como Pablo Aure convertidas en puños sobre su propio rostro. El odio inicia con “argumentos” y termina con sangre.
Si constantemente le decimos a los niños que la normalidad es que los varones deben usar el pelo corto y las niñas el pelo largo y que, fuera de eso, es lo “anormal” legitimamos la exclusión, la discriminación y hacemos objeto de burla y amenazas a un grupo de niños que por inclinación propia no se ajustan a la heteronormatividad. Luego, unos pocos años después, en la adolescencia, los jóvenes exploran su sexualidad. A tientas, van acercándose y reconociéndose a sí mismos en esa importante dimensión de la vida, pero las presiones continúan. No solo en la calle o en la escuela, también en el propio hogar.
Cuando he compartido tiempo para hablar y conocer las necesidades de las personas del espectro LGBTIQ+, se me ha hecho persistente escuchar “mi papá me botó de la casa”, “mi mamá no me habla”, “cuando salí del closet, perdí mi trabajo”, “me negaron la caja del CLAP porque mis vecinos no me consideran a mi y a mi pareja como una familia”, “no pude donarle sangre a un allegado”, “en la escuela de mi hijo se burlan de él porque tiene dos mamás”, “por ser trans solo puedo tener dos trabajos, peluquera o prostituta”. Ese mundo, al que los conservadores no quieren ver, está lleno de sufrimientos, rencores y violencia. Son violaciones de derechos humanos que inician con “una opinión personal y todos son libres de expresarla libremente”.
Claro que solo existen dos sexos, eso es indiscutible. Pero las expresiones de la sexualidad si que son muchas y estás, conforme a la constitución vigente, deben ser respetadas. Textualmente la constitución dice que está prohibida la “discriminación en base a la orientación sexual”. La misma constitución dice que el matrimonio es entre un hombre y una mujer, pero bien es sabido que la constitución puede reformarse y que en otros países, casi todos en el hemisferio occidental, han permitido el matrimonio igualitario (entre personas del mismo sexo) y eso ha logrado construir sociedades más respetuosas y tolerantes. El matrimonio permite el disfrute de los bienes conyugales, la adopción de hijos, el reconocimiento adecuado de derechos patrimoniales y hereditarios y, claramente, dotar de dignidad a las familias homoparentales.
Pablo Aure matiza en su discurso que, magnanimamente, toleraria a las parejas del mismo sexo pero sin aprobarles mediante ley el matrimonio sino con “una regulación de las uniones estables”. Al menos eso es un avance. Pero queda en el aire una duda. Si la regulación que imagina Aure se hiciera realidad, ¿seguiría visitando escuelas a decirle a los jóvenes que “niño es niño y niña es niña y punto”? ¿acaso no estaría insultando con esas aseveraciones a parejas que se acogieran a aquella “regulación de uniones estables”? ¿acaso no estaría diciéndole a los niños en ese futuro distopico que no importa que exista una ley de “uniones estables” porque igual esas parejas son “antinaturales o anormales”?.
Julio Castellanos / jcclozada@gmail.com / @rockypolitica