El magnicidio que convulsionó Europa: 55 días secuestrado, once balazos en el pecho y una víctima en el carro

El magnicidio que convulsionó Europa: 55 días secuestrado, once balazos en el pecho y una víctima en el carro

Una foto de Aldo Moro mostrando el diario La Republica del día anterior como evidencia de vida. El secuestro del líder italiano se extendió por casi dos meses completos 

 

Faltaban pocos minutos para el mediodía del 9 de mayo de 1978 cuando el teléfono de Franco Tritto, uno de los asistentes más cercanos al ex primer ministro italiano Aldo Moro. Del otro lado de la línea, un hombre que se identificó como el “dottor Nicolai”, le dio un mensaje de ocho palabras que no necesitó descifrar. “Encontrará el cuerpo del Honorable en Via Caetani”, dijo y colgó.

Por infobae.com





Con el auricular todavía en la mano, Tritto marcó el número de la policía y avisó. No necesitaba que nadie le aclarara que “el Honorable” era Moro, el líder de la Democracia Cristiana que llevaba 55 días secuestrado por las Brigadas Rojas, un grupo político militar de izquierda que venía actuando cada vez con más violencia desde hacía casi una década.

La policía encontró el cadáver de Moro a las dos de la tarde, en el baúl de un Reanult 4 color rojo. El cuerpo estaba encogido, ladeado y tapado con una manta. La autopsia determinó después que tenía once balazos en el pecho.

El lugar de la Via Caetani donde lo dejaron también encerraba un mensaje. Era una ubicación estratégicamente elegida: estaba a 150 metros de la sede romana del Partido Comunista y a 200 del cuartel general de la Democracia Cristiana.

No se trataba de una simple provocación a dos de los tres partidos políticos más importantes de Italia en ese momento, también un sangriento posicionamiento político.

Cuando Moro fue secuestrado acababa de conseguir, mediante posturas moderadas dentro de su partido y hábiles negociaciones con el otro, un histórico acuerdo de unidad nacional entre democristianos y comunistas, conocido como Compromesso Storico, al que también se había sumado el Partido Republicano.

Paradójicamente, ese acuerdo –además de la oposición de los partidos Socialista y Liberal de Italia– había molestado tanto a los Estados Unidos como a la Unión Soviética, aunque por razones diferentes, que trataron de evitarlo por todos los medios a su alcance.

Era un acuerdo que significaba, de alguna manera, el no alineamiento italiano con las dos potencias enfrentadas en la Guerra Fría.

A Washington le preocupaba ese acercamiento entre uno de los partidos que consideraba uno de sus aliados de la posguerra, la Democracia Cristiana, y los comunistas. Moscú veía en el acuerdo un paso más en el paulatino alejamiento del eurocomunismo de la órbita -y los lineamientos- del Partido Comunista de la Unión Soviética.

El desenlace del caso causó conmoción, no solo en Italia sino en casi todo el mundo.

También hizo crecer más de una teoría conspirativa, porque no faltaron quienes sospecharon que detrás del magnicidio perpetrado por las Brigadas Rojas podía haber manipulaciones de la Casa Blanca o del Kremlin, es decir, de la CIA o de la KGB.

Los numerosos errores de la investigación policial, los claroscuros e intrigas de la política italiana, el contexto de la Guerra Fría y algunos episodios sin clarificar de aquellos convulsos días han nutrido un sinfín de libros, películas y series de televisión.

Revisando todo eso años después, Rosario Forlenza, profesora de Historia y Antropología política de la Universidad Libre de Guido Carli, con sede en Roma, concluiría: “Como ocurrió con Kennedy en los Estados Unidos los agujeros negros de la investigación han echado a volar la imaginación de muchos italianos, y han contribuido a esa obsesión”.

55 días antes

El 16 de marzo de 1978 apuntaba a convertirse en un día histórico en Italia. En el Congreso, a las 9 de la mañana, se iba a realizar la investidura del cuarto gobierno del primer ministro democristiano Giulio Andreotti, por primera vez con el apoyo del Partido Comunista italiano, producto de las negociaciones de Moro para lograr el Compromesso Storico.

El acuerdo iba a verse reflejado aquel 16 de marzo, con la oposición del ala más derechista de la Democracia Cristiana y también de la extrema-izquierda, que no entendía que el PCI apoyara al gobierno de Andreotti.

Esa mañana, Aldo Moro salió de su casa con su custodia habitual. Tenía previsto asistir al Congreso, pero antes -como era habitual en un hombre tan religioso como él– haría una parada para asistir a la misa en la parroquia de Santa Chiara, la más cercana a su residencia.

Ni él ni sus custodios podían suponer que en el trayecto se encontrarían con una operación militar milimétricamente montada.

El líder democristiano viajaba en un Fiat 130 junto al mariscal de carabineros Oreste Leonardi y el conductor Doménico Ricci. Lo escoltaba un Alfa Romeo con tres policías.

En la Via Stressa un Fiat 128 interceptó al auto de Moro y antes de que nadie pudiera reaccionar, unos diez miembros de las Brigadas Rojas, cuatro de ellos vestidos con uniformes de Alitalia, se dirigieron a los dos vehículos y dispararon con metralletas. Luego se contarían 91 balas.

Muertos todos los custodios, sacaron a Moro del auto y se lo llevaron con rumbo desconocido en un vehículo que esperaba con el motor en marcha.

Apenas conocida la noticia, miles de italianos salieron a las calles para repudiar el secuestro de Moro. Mientras tanto, en la Cámara de Diputados, la investidura de Andreotti siguió adelante.

Dos días después, las Brigadas Rojas dejaron un comunicado en el diario Il Messaggero: “Un núcleo armado de la Brigadas Rojas ha capturado y recluido en una cárcel del pueblo a ALDO MORO, presidente de la Democracia Cristiana. Ha sido el jerarca más poderoso, el ‘teórico’ y el ‘estratega’ indiscutible de este régimen democristiano que desde hace treinta años oprime al pueblo italiano. Moro es el padrino político y el ejecutor más fiel de las directivas impuestas por las centrales imperialistas”, decía.

También informaban que sería sometido a “un tribunal del pueblo” y que sólo sería liberado a cambio de los miembros de las Brigadas Rojas y el reconocimiento político de la organización.

En el sobre había una foto polaroid que mostraba a Moro en mangas de camisa con la bandera de la organización como fondo.

La respuesta del primer ministro Andreotti fue parca y cerró toda negociación. “No se puede pactar con los que tienen las manos llenas de sangre”, dijo en un discurso ante el Parlamento.

Las Brigadas Rojas

Fundadas en 1970 por un grupo de profesores y estudiantes de la Universidad de Trento, nacieron casi como un coletazo del Mayo del 68 francés y en coincidencia con el final del “milagro económico” italiano de la posguerra.

En sus orígenes, la organización se había definido como marxista-leninista, opuesta a la postura conciliadora del Partido Comunista Italiano, al que los brigadistas definían como reformista y traidor del proletariado, y proponía la salida de Italia de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (NATO) – que respondía a los Estados Unidos – y la toma del poder por métodos insurreccionales.

Entre sus fundadores se contaban Marco Boato, Mauro Rostagno, Renato Curcio y su futura esposa, Margherita Cagol. Curcio, redactor de la revista Lavoro Político, se convirtió en su líder e ideólogo. De formación marxista leninista, en un principio tuvo una posición crítica hacia la lucha armada, pero el aumento de la violencia neofascista y la represión policial a las manifestaciones obreras y estudiantiles provocaron un viraje en su posición y la del grupo, que empezó a seguir con atención el desarrollo de las organizaciones guerrilleras latinoamericanas, en especial de los Tupamaros en Uruguay, a los que tomaron como modelo de acción.

Las primeras operaciones fueron propagandísticas – volanteadas y ataques a instalaciones fabriles con bombas molotov – y con ellas ganaron espacio en la prensa y la opinión pública, pero pronto pasaron a realizar acciones de mayor envergadura.

De ahí en más se sucedieron secuestros – tanto de tipo político como para la obtención de fondos para la organización – y enfrentamientos armados con la policía. En uno de ellos, la organización recibió el primer gran golpe, con la muerte de Mara Cagol, la esposa de Curcio.

Para principios de 1976, la organización parecía agonizar. Casi toda su dirección – gracias a una paciente labor de infiltración por parte de la policía – estaba presa. A Curzio la capturaron el 16 de enero de ese año.

La jefatura de la organización quedó en manos de Mario Moretti, planificador del secuestro y autor de los disparos que se llevaron la vida de Aldo Moro.

Política, comunicados y cartas

Desde el primer momento, el gobierno de Andreotti, correligionario de Moro, se negó a negociar con los secuestradores y el arco político italiano, casi en su totalidad, apoyó su postura.

Tan solo el Vaticano, los socialistas y algunos amigos personales de Moro querían dialogar con las Brigadas para liberarlo.

El Papa Paulo VI, con quien Moro había tejido una amistad que ya llevaba tres décadas, rogó una y otra vez a los secuestradores que liberaran a su amigo. El Vaticano también le hizo saber en secreto al gobierno italiano que estaba dispuesto a pagar hasta 10 mil millones de liras en efectivo – unos 5,5 millones de dólares – a cambio de la libertad de Moro.

Las Brigadas Rojas siguieron enviado comunicados en los que reiteraban el reclamo por la libertad de sus integrantes presos.

También hicieron llegar a diversos medios una serie de cartas escritas de puño y letra por el ex primer ministro cautivo, en las que instaba al gobierno a negociar.

A medida que pasaban los días, sus cartas se fueron volviendo más furiosas, más llenas de reproches, dirigidos sobre todo a Andreotti y sus correligionarios, a los que acusó de hipocresía y de haberlo abandonado a su suerte.

Como única respuesta, la mayoría de los líderes demócrata cristianos argumentó que las cartas no mostraban más que la voluntad secuestrada de Moro y siguieron negándose a negociar, a pesar de los desesperados pedidos de la familia.

El caso tuvo otro giro dramático el 18 de abril, cuando se dio a conocer un supuesto comunicado de las Brigadas Rojas donde se informaba que “el presidente de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, ha sido ejecutado mediante suicidio” y que su cadáver estaba en el lago Duchesse.

La policía no encontró nada rastreando el fondo del lago y poco después llegó un comunicado de los secuestradores, donde negaban la autoría del mensaje anterior y decían que era obra de “especialistas en guerra psicológica”.

Para evitar dudas, el texto llegó acompañado por una foto de Moro mostrando el diario La Repubblica del día anterior.

El ouija de Romano Prodi

Los días seguían corriendo y la investigación policial no iba ni para atrás ni para adelante. En los 55 días que estuvo cautivo Moro se movilizaron 13.000 policías, se hicieron 40.000 registros domiciliarios y 72.000 controles de caminos, pero no se produjo ninguna detención.

Cuando ya había pasado casi un mes del secuestro entró en escena un desconocido profesor de la Universidad de Bolonia que, años después, sería primer ministro y presidente de la Comisión Europea.

Su nombre era Romano Prodi y aseguraba que durante una sesión de espiritismo que había realizado con varios compañeros utilizando una tabla de ouija habían invocado a un amigo muerto de Moro, Giorgio La Pira, por su paradero. La respuesta de la tabla, decía Prodi, fue: “Gradoli”.

Los investigadores se apresuraron a buscar pistas en la comuna de ese nombre, ubicada al norte de Roma, sin ningún resultado. En cambio, no pusieron vigilancia sobre la calle Gradoli, en la capital, donde después se sabría que funcionaba una casa operativa de las Brigadas Rojas.

En realidad – se supo mucho después – Prodi no había participado de ninguna sesión de espiritismo, sino que esa fue la excusa que utilizó para ocultar la identidad de su fuente de información.

Pero, si bien la de Vía Gradoli era una casa de la organización, Moro nunca estuvo allí sino que pasó todo su cautiverio en una falsa habitación camuflada detrás de una librería la Vía Montalcini nº 8 de Roma, custodiado por el jefe del comando, Mario Moretti, y por los brigadistas Prospero Gallinari, Germano Maccari y Anna Laura Braghetti.

En una de sus últimas cartas, Moro les escribió a las máximas autoridades de la Democracia Cristiana: “Mi sangre caerá sobre ustedes”.

Fue poco antes del 9 de mayo de 1978, cuando el asistente Trotti recibió el llamado en el que el “dottor Nicolai” le informó dónde podían encontrar el cadáver del ex primer ministro.

“Moro había sido condenado a muerte, directamente por las Brigadas Rojas, y de forma indirecta por la Democracia Cristiana”, escribiría después el novelista y ensayista Leonardo Sciascia en su trabajo El caso Moro.

El asesinato de Moro fue también determinante para dos hechos. Por un lado, significó el principio del fin de las Brigadas Rojas, porque muchos de sus integrantes se alejaron de la organización por no estar de acuerdo con el crimen. Por el otro, mató antes de nacer el Compromesso Storico que el malogrado líder democristiano había tejido con los comunistas y que inquietaba tanto a Washington como a Moscú.