La instantánea pasará a la posteridad. Carlos III, coronado el pasado 6 de mayo tras una vida a la sombra de Isabel II, posa con una media sonrisa y los brazos entrelazados. Una fotografía regia más de una extensa pila que han saltado a los medios de comunicación esta misma semana. O eso parecía… Pero los ojos avezados de mil internautas señalaron el elefante en la habitación del que nadie hablaba: las manos del monarca. En ellas sobresalían unas falanges hinchadas; los llamados ‘dedos de salchicha‘. Y no es una chanza, sino una enfermedad, la llamada dactilitis, que ha saltado a los medios de comunicación estas últimas jornadas.
Por abc.es
Poco se había sabido hasta ahora de esta curiosa enfermedad que podría padecer el monarca. Carlos III la habría intentado apartar de la vida pública para evitar los comentarios que, hace algunas semanas, empezaron a bullir en las redes sociales. Lo cierto es que el comportamiento no debería escamar a sus súbditos, ya que se han contado por decenas los líderes mundiales que, a lo largo de los milenos, han ocultado extrañas dolencias. Entre ellos se cuenta, por ejemplo, el tercer presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, que padeció durante la última parte de su vida una diarrea crónica que intentó paliar con mil y un medicamentos. Y así, otros tantos.
Dedos de salchicha
La de Carlos III es una enfermedad peculiar. Así lo especifican los autores de ‘Dactilitis‘, un dossier elaborado para la Fundación Española de Reumatología. En sus palabras, esta dolencia se define como «la inflamación de uno o más dedos de la mano o del pie». Y no podría ser más visible, pues provoca una hinchazón y enrojecimiento imposibles de ocultar. Tampoco es inocua para el paciente, que se ve abocado a padecer de dolores constantes y a ver reducido su movimiento articular. Que el monarca no sufra a la hora de asir bolígrafos o firmar documentos ha generado ciertas dudas sobre sí realmente sufría de ‘dedos de salchicha’. Las dudas siguen abiertas, y la Casa Real todavía no las ha disipado.
En palabras de los expertos, la dactilitis no es más que la respuesta del cuerpo a una infección. Y, como no podía ser de otra manera, la pueden provocar una infinidad de enfermedades. «Existen dactilitis inflamatorias (espondiloartropatías, gota o sarcoidosis), dactilitis infecciosas (tuberculosis, sífilis o dactilitis distal ampollosa) o dactilitis no inflamatorias (anemia de células falciformes)», explican los autores. La forma de acabar con ella, por tanto, consiste en atacar su origen, aunque algunas son crónicas y resultan difíciles de erradicar. Tampoco parece que Carlos III fuera a tener problemas severos si tuviera ‘dedos de salchicha‘, ya que el dolor suele remitir a golpe de los medicamentos más típicos.
Diarrea crónica
Carlos III puede estar tranquilo, pues Thomas Jefferson también sufrió durante años en silencio una infinidad de enfermedades. El presidente, conocido por haber orquestado la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y haber impulsado la expedición de Lewis y Clark hasta el Océano Pacífico, padeció desde migrañas hasta disuria. Esta última, un dolor severo al orinar que le acompañó hasta que dejó este mundo en 1826. Lo curioso es que, a pesar de acumular un cóctel de achaques, el norteamericano se mostró siempre reticente a los remedios médicos; algo que corrobora la historiadora Gaye Wison en sus muchísimos artículos sobre el tema.
De todos los males que padeció, hubo uno que le avergonzó en especial durante los últimos 25 años de su vida: una diarrea crónica que trató de paliar por todos los medios y que, a la larga, fue una de las causas que le provocó la muerte. Tan humillante le parecía que, cuando se refería a él, le denominaba «queja visceral». Y eso, en las escasísimas ocasiones en las que por su boca salía alguna palabra que hiciera referencia a este mal. No en vano, y según explica el historiador Andrew Burstein en su obra ‘Jefferson’s Secrets, Death and Desire at Monticello’, el político escondió esta enfermedad a su familia durante lustros: «Hasta que estuvo a punto de morir, no dijo a su familia que había sufrido diarreas periódicas desde el comienzo de su presidencia».
La aparición de esta enfermedad fue fortuita. De hecho, antes de su llegada a la presidencia de los Estados Unidos, en 1801, el político siempre había presumido de tener un tránsito intestinal normal. «He sido bendecido con órganos de digestión que aceptan y elaboran, sin jamás murmurar, lo que sea que el paladar elija imponerles, y todavía no he perdido un diente por la edad», le explicó en una ocasión al también padre fundador, médico y amigo Benjamin Rush.
Aquella alegría le duró poco. Tras ser elegido como el mandamás de los Estados Unidos, Jefferson empezó a tener una serie de problemas intestinales que derivaron en la aparición de una diarrea crónica. Es decir, una «variación significativa de las características de las deposiciones respecto a su hábito deposicional previo, tanto en cuanto a la cantidad o aumento de la frecuencia, y con disminución de la consistencia», tal y como desvelan los doctores M. Esteve Comas y F. Fernández Bañares en la obra colectiva ‘Tratamiento de las enfermedades digestivas’.
Síndrome de Guillain-Barré
Alejandro III de Macedonia, ‘el Magno’, no debería estar asociado a la enfermedad, sino a la grandeza. Rey a los 20 años, desde el 336 a.C., extendió sus dominios en poco más de una década a través de Egipto, Persia y Asia Central. Y no porque ansiara poder, sino por una sed insaciable de aventuras. «Lo que deseaba no eran riquezas, ni regalos, ni placeres, sino un imperio que le ofreciera combates, guerras y gloria», escribió Plutarco en el siglo I d.C. Sin embargo, su figura siempre permanecerá ligada al extraño mal que acabó con su vida. Cuenta el historiador griego que, en el 323 a.C., el gran monarca se hallaba en Babilonia cuando las «fiebres ardientes y los delirios» tomaron su cuerpo. Su estado de salud fue a peor hasta que, once días después, murió entre severas «fiebres que no remitieron».
Se desconoce qué provocó aquella dolencia, pero se barajan tres posibilidades: el envenenamiento, una malaria nacida por bañarse en aguas pantanosas o, según una teoría esgrimida en 2019, una enfermedad neurológica llamada síndrome de Guillain-Barré. Este último trastorno puede provocar parálisis o, en última instancia, hasta un coma profundo; lo que explicaría a su vez por qué, en palabras del historiador del siglo I d.C. Quinto Curcio Rufo, su cuerpo permaneció «incorrupto» durante una semana. No porque fuera un semidios, como se barajó entre sus generales, sino porque Alejandro había sido declarado muerto de forma prematura.
Epilepsia
El gran Alejandro Magno murió, pero se convirtió en un ídolo para otros generales como Cayo Julio César. En ‘La vida de los doce césares’, elaborada en el siglo II d. C., se explica que el vencedor de Vercingétorix en la Galia lloró de emoción frente a un monumento dedicado al macedonio en Gades (Cádiz). Poco después, y en la cercana Córdoba, el romano sufrió el primero de los ataques de una enfermedad que le acompañó hasta que fue asesinado: la epilepsia. Todos los grandes historiadores clásicos hicieron referencia de una u otra forma a que padecía este mal; desde Apiano hasta Eutropio, entre otros.
El mismo Plutarco señaló que Cayo Julio César «estaba sujeto a dolores de cabeza y un mal epiléptico». Una enfermedad que, en sus palabras, le impidió combatir en la batalla de Tapso: «Algunos dicen que César no se encontró en la acción, porque al ordenar y formar las tropas se sintió amargado de su enfermedad habitual; y que […], antes de llegar al estado de perturbación y de perder el sentido, aunque ya con alguna convulsión, se hizo llevar a un castillo de los que estaban inmediatos, y en aquel retiro pasó su mal». En los últimos años, varios estudios han relacionado la enfermedad del dictador con una esclerosis cerebral o la ingesta excesiva de bebidas con alcohol.
Corazón de vaca
Manuel Azaña también padeció una enfermedad que mantuvo en secreto en los últimos momentos de su vida. En febrero de 1940, el presidente, que residía en Pyla-sur-Mer, llevaba un tiempo achacoso. Se notaba con dolores y molestias en el pecho y su cansancio iba en aumento. Debió ver cerca a la Parca, pues, a pesar de que en principio se negaba a ser visitado por un médico, terminó por aceptar la propuesta de su cuñado y permitió que le auscultaran. El elegido para ello fue el doctor Monod, de una familia que su cuñado, Rivas Cherif, calificó como «ilustre en Francia» y «muy particularmente en la historia».
«El expresidente accedió como excusándose de que le hubiéramos llamado para cosa tan sin importancia a su parecer; no sé bien si en el fondo de su ánimo no sentía la preocupación, o quisiera ahuyentarla con desentenderse de sus propios dolores y molestias. La que más me alarmaba era la que decía en la parte alta del pecho, casi en la garganta, cada vez que, sentado sobre en una butaca, se apoyaba en el respaldo».
Tras examinar al paciente, Monod corroboró que padecía una «lesión del corazón muy importante, de años, sin duda». Aunque le instó a ver a otros especialistas para confirmarla, no quiso que la familia se hiciese ilusiones y le explicó que «aquella primera investigación era lo suficientemente segura para afirmar que la aorta y el corazón estaban dilatadísimos». No había solución. Tan solo se podía paliar el dolor y los síntomas con descanso constante y reposo. «Tenía lo que los médicos franceses llaman coeur de beuf y los españoles corazón de vaca», explicaba Cherif. Aquello le llevó a la tumba el 3 de noviembre de 1940.