De profundis. Epístola: in carcere et vinculis, por León Sarcos

De profundis. Epístola: in carcere et vinculis, por León Sarcos

Cuando aprendemos a respetarnos a nosotros mismos, también comprendemos que estamos obligados a tolerar y a soportar a los otros: su religión, sus ideas, sus modos y sus inclinaciones sexuales, por muy diferentes que sean de las nuestras; pero no declarativamente, sino de alma.

 Hasta hoy la humanidad ha vivido de principios asumidos a distancia unos de los otros, pero las nuevas tecnologías nos han puesto frente a frente, y veremos cuáles son las reacciones. En lo que a mí respecta, puedo observar más explícitamente menos tolerancia y mucha más violencia incontrolable a futuro, especialmente contra las minorías. 

Si toda la vida te preparan para que la culpa te asedie y no aceptes a quien tiene una distinta religión, una diferente forma de pensar, de amar y de sentir, entonces tú te confirmas en tu rechazo tan acentuado a los hombres amantes de los hombres y a las mujeres amantes de las mujeres, y no entiendes porque, paradójicamente, puedes convivir tanto tiempo con la injusticia y el autoritarismo, aun siendo un hombre libre.

La belleza, al igual que el amor, cuando la sentimos muy de cerca, en ocasiones puede resultar muy dolorosa y sus consecuencias fatales. Especialmente para quienes saben que amarse a sí mismo es el comienzo de un amor que enseña y dura toda la vida.  Friedrich Schiller decía que el encanto de la belleza estriba en su misterio; si deshacemos la trama sutil que enlaza sus elementos, se evapora toda su esencia.

Una epístola para hacer historia

Dudo que un ser humano haya concebido en la historia de las letras, una epístola más extensa e intensa y estéticamente más prolífica en deslumbrante prosa y desgarrado y sublime despecho, que la escrita por Mr. Wilde en su célebre carta desde Reading a su amante Lord Alfred Douglas (Bosie), a finales del siglo XIX.

Como dice Luis Emilio Pacheco en el prólogo de la versión original hecha pública en 1960 y traducida en una edición en 1975: Oscar Wilde, aquel joven de honrada nobleza y mesurada extravagancia, se había convertido en el escritor de más éxito en Londres en 1895. 

Ese año, el tres de enero, se estrenó en el Haymarket Un esposo ideal. Poco después, en Saint James, se presenta La importancia de llamarse Ernesto. Vuelve a escena El abanico de lady Windermere y se publica un libro de ensayo titulado, El alma del hombre bajo el socialismo.

Solo dos años después, inexplicablemente la vida lo convierte en el más desdichado de los amantes y uno de los seres humanos más infelices y sobajados de Inglaterra y el mundo: en la bancarrota, abandonado por su familia y sus amigos y sometido al escarnio público.  Proust, con su exquisita ironía, diría: sufrirían menos los hombres amantes de los hombres, si no fingieran que les gustan las mujeres.

Wilde pagaba con prisión su coronación como un gran creador que defendía la amoralidad en el arte, y la libertad por ser diferente y concebir el amor de manera no convencional. La sociedad victoriana, en venganza, le imponía una sentencia que lo obligaba a cumplir trabajos forzados, acusado de conducta indecente.

Sale de prisión en 1897, después de vivir un par de años de crueles calamidades. El sistema carcelario inglés –dice Wilde– tenía como objetivo destruir las facultades mentales del ser humano. El de hoy, en la mayor parte de los presidios del mundo, acabarlo completamente. La muerte a cuentagotas; derrumbe lento y sistemático de la dignidad y la moral: ultrajes al alma.

Por primera vez aparece De Profundis

En 1905 se publicó por primera vez De Profundis y se reimprimió en cinco oportunidades ese mismo año. Wilde había muerto cinco años antes, el 30 de noviembre 1900, de forma prematura, a los cuarenta y seis años. El mejor crítico inglés de su tiempo, Max Beerbohm, comentaría en Vanity Fair, con el más apasionado y glamoroso juicio inglés, lo siguiente sobre la grandeza de esta bella epístola:

Finas como son las ideas y emociones en De profundis, lo que más me deleita es la escritura en sí, la maestría de la prosa. Excepto Ruskin en su mejor momento, ningún escritor moderno ha logrado en prosa los efectos límpidos y liricos que alcanza Wilde. No parece que uno esté leyendo un escrito: las palabras cantan. Nada hay de aquella formalidad, de aquella dura y astuta precisión de muchas de las prosas que justamente admiramos. El sentido es artificial pero la expresión es natural y mágicamente hermosa. Se diría que las sencillas palabras crecen unidas como las flores.

De profundis, siento y sugiero, es el momento en la escritura del genio inglés que coincide con la lírica incandescente y luminosa de la prosa de Marcel Proust, donde las cadenas de enredaderas de largas y vistosas oraciones coinciden con los ramilletes de sentencias que como flores brotan de un alma profundamente herida, para dejar bello testimonio del dolor sentido. Solo que el inglés logra su producción en un momento de tribulación y el francés lo hace como un oficio propio de su natural estilo.

Un amor apasionado no correspondido

Según Luis Emilio Pacheco, en los últimos meses de prisión, entre enero y marzo de 1897, luego del largo silencio de Lord Alfred Douglas (Bosie), Oscar Wide escribió la epístola más extensa que conoce la historia, por lo menos hasta 1975. Veinte pliegos de cuatro páginas cada uno, en papel azul de Reading, con el sello real en la parte superior.

El Reglamento impedía que la correspondencia, después de ser sometida a revisión, saliera, de modo que Wilde no pudo enviarla junto con otra para Robert Ross, en que él, a partir del primero de abril, lo nombraba albacea literario y se la entrega.

La Carta Comienza así:

Querido Bosie:

Tras larga y vana espera, he decidido escribirte… No me cabe duda que en esta carta en la que tengo que escribir de tu vida y la mía, del pasado y del futuro, de cosas dulces que se tornaron amargas y cosas amargas que pueden trocarse en alegría, ha de haber mucho que hiera tu vanidad en lo vivo. De ser así, lee y relee mi carta hasta que aniquile tu vanidad.

…Si hubiera en ella un solo pasaje que lleve lágrimas a tus ojos, llora como lloramos en la cárcel, donde el día no menos que la noche está hecho para llorar.

En la redacción, conociendo su inteligencia y su fuerte talante irlandés, ya se asoma la ironía que sabía desplegar con fiero encanto y una rabia disimulada y despechosa suministrada con distinguida y altiva benevolencia. 

Tienes que leer esta carta de principio a fin, aunque cada palabra sea para ti el fuego o el escalpelo del cirujano, que hace arder o sangrar la carne delicada. Recuerda que el necio a los ojos de los dioses y el necio a los ojos del hombre son muy distintos… El verdadero necio, del que los dioses se ríen o al que arruinan, es el que no se conoce a sí mismo. Yo he sido de esos demasiado tiempo. Tú has sido de esos demasiado tiempo. No tengas miedo. El vicio supremo es la superficialidad.

El despecho y la venganza comienzan a tomar cuerpo en las palabras y corren a formar oraciones que estrepitosamente ruedan por una cascada para lucirse con soltura al deslizarse con suave estruendo contra el cuerpo incólume de las rocas indiferentes.

Un mea culpa sostenido

Me reprocho por haber permitido que dominara enteramente en mi vida una amistad no-intelectual cuyo primer objetivo no era la creación y contemplación de las cosas bellas. Desde un inicio se abrió entre nosotros un abismo inmenso… Me reprocho el haber dejado que me llevaras a una ruina financiera absoluta y deshonrosa… Pero sobre todo me reprocho el haber permitido que me hundieras en la completa degradación moral. La base del carácter es la fuerza de voluntad. Mi fuerza de voluntad fue completamente sometida a la tuya. 

El mea culpa del poeta no puede ser más patético y estremecedor. Wilde, en dos años de solitario y vil encierro, vio lo que era marchitarse el poder impresionante de su prosa, su ingenio para ironizar y burlarse de la ignorancia y la debilidad humana.

Todos sus atributos de artista consagrado ceden como un castillo de naipes frente a la astucia y la utilización de un buscavidas. La carta no es otra cosa que el reencuentro con su ego maltratado y el intento por recuperar su voluntad, su genio y su prestigio, perdidos a causa de una etapa de amorosa locura, y de redimirse en la fe católica y en su perdón. Fe que abrazo tardíamente, pues había sido bautizado en la religión anglicana.

Pensé que te hubiera convenido una naturaleza menos cultivada que la mía… La conversación, el lazo de toda compañía debe tener una base común: entre dos personas con grandes diferencias culturales la única base común está en el nivel más bajo… Pero las frivolidades y tonterías de nuestras vidas me resultaban con frecuencia fastidiosas: solo en el lodo podíamos encontrarnos.

Cuando confiesa el dolor por la muerte de su madre se siente su desesperado abatimiento. Yo, que una vez fui dueño y señor del lenguaje, no tengo palabras para expresar mi angustia y mi vergüenza. Ni siquiera en los días más perfectos de mi desarrollo como artista podría haber encontrado palabras capaces de sostener tan magno peso ni moverme con música majestuosa en el cortejo púrpura de mi incomunicable aflicción.

Por momentos suele elevarse moralmente: Los dioses me concedieron casi todo. Tuve genio, un nombre distinguido, alta posición social, brillantez, audacia intelectual; hice del arte una filosofía y de la filosofía un arte; cambié las ideas de los hombres y los colores de las cosas; ninguno de mis actos ni de mis palabras dejó de asombrar a la gente… Ahora veo que el dolor, por ser la suprema emoción de que es capaz el hombre, es emblema y prueba de todo gran arte.

Reencuentro con la fe

En otros párrafos predica enseñanzas inolvidables. Refiriéndose dolido al acentuado egoísmo de su amante, escribe:

Si quieres una inscripción que puedas leer en el alba y en el crepúsculo, en el placer y en el dolor, inscribe en los muros de tu casa, en muros que dore el sol y platee la luna: Cuanto le sucede a otro me sucede también a mí. Y si alguien te pregunta qué significan esas palabras puedes responder: El corazón de Nuestro Señor y el cerebro de Shakespeare.

El verdadero lugar de Cristo se haya entre los poetas. Todo su concepto de la Humanidad provino de la imaginación y solo mediante ella puede ser comprendido. El hombre fue para él lo que Dios para el panteísta.

Vuelve en las siguientes páginas a insistir en la figura de Jesús, y esta vez, inspirado en su biografía escrita por Renan, acude al Quinto Evangelio que podríamos llamar el Evangelio de Santo Tomás, que dice que el gran triunfo de Cristo fue hacerse amar tanto durante su vida como después de su muerte. Si su lugar está entre los poetas, Él es también maestro de todos los amantes.

Comprendió que el amor es el secreto perdido del mundo que los sabios habían estado buscando, y que solo mediante el amor podemos aproximarnos al corazón del leproso y a los pies de Dios.

Insiste con un ánimo y una vocación de creyente católico admirable: Desde que Cristo vino a salvarnos, la historia de cada individuo es o puede llegar a ser la historia del mundo… Quienes poseen temperamento artístico acompañan a Dante en su exilio, conocen la amargura del pan ajeno y lo empinado de los escalones en tierra extraña; alcanzan por un instante la augusta serenidad de Goethe, aunque sepan muy bien lo que Baudelaire clamó a Dios:

Dadme, señor la fuerza y el coraje/ de contemplar sin asco mi cuerpo y mi corazón.

Epílogo

La epístola merece una rigurosa lectura; en mi caso, ha tenido muchas. Es una transparente resonancia de un alma adolorida que canta su tragedia. Por eso, al final solo puede reflejar todo el sufrimiento inflingido a un altivo inocente que siempre estuvo más allá del bien y del mal.

Por eso escribe: Quiero estar en armonía con mi espíritu. Estoy harto de las expresiones articuladas de los hombres y las cosas. Lo que busco es lo Místico en el Arte, lo Místico en la Vida, lo Místico en la Naturaleza. Y en las grandes sinfonías Musicales, en la iniciación que ha representado el dolor, en las profundidades del Mar puedo encontrarlo, me es indispensable encontrarlo en alguna parte.

Casi para terminar, redacta uno de los poemas en prosa de despedida más bellos y dolorosos de los que haya leído o tenga noticias:

La sociedad, tal y como la hemos establecido, no tiene sitio para mí ni puede ofrecerme nada. Pero la Naturaleza, cuya dulce lluvia cae por igual sobre justos y pecadores, tendrá oquedades en las rocas donde pueda esconderme y valles secretos en cuyo silencio pueda llorar tranquilo. Pondrá colgadura de estrellas en la noche para que pueda caminar sin tropiezos en las tinieblas y enviar al viento a borrar mis huellas a fin de que nadie pueda seguir mi rastro ni hacerme daño; me purificará con sus grandes aguas y me sanará con sus hierbas amargas.

Su cierre es un botón de oro: Viniste a mí para aprender los placeres vitales y los placeres artísticos. Quizá me fue dado enseñarte algo mucho más maravilloso: el sentido del dolor y su belleza. 

                                                                                              Con todo el afecto de tu amigo

                                                                                                                           Oscar Wilde

Algunos biógrafos afirman que, al salir de la prisión, Wilde pidió a la Compañía de Jesús su ingreso a un retiro de seis meses y le fue negado. Dicen que cuando recibió la respuesta lloro desconsoladamente.

El poeta nicaragüense Rubén Darío, uno de los máximos exponentes del modernismo literario en lengua española, escribiría al conocer su fallecimiento en Francia: Un hombre acaba de morir, un verdadero grande poeta, que pasó los últimos años de su existencia, cortada de repente, en el dolor, en la afrenta, y que ha querido irse del mundo al estar a las puertas de la miseria. Este hombre, este poeta dotado de maravillosos dones de arte, ha tenido en su corta vida sobre la tierra los mayores triunfos que un artista pueda desear, y las más horribles desgracias que un espíritu pueda soportar. 

León Sarcos. Mayo 2023

Exit mobile version