Muchas empresas públicas, bajo la actual administración, han pasado a manos privadas en procesos muy poco transparentes. El ejemplo más palpable, aquí en Carabobo, es el de los Abastos Bicentenario. En esa lista entran algunos hoteles propiedad estatal, que pasaron a ser “administrados” o “gestionados” por operadores privados de origen extranjero y hasta espacios públicos como el Parque Recreacional del Sur en Valencia, con solo llamarse “Draculandia”, comenzó a cobrar entradas. Poco a poco, el discurso de la privatización se convierte en los hechos de la privatización, de la palabra a la acción, a lo concreto. Algunas autoridades universitarias, y muchos que aspiran a serlo en los procesos electorales próximos a celebrarse, ya hablan concretamente de buscar fuentes de ingreso a las casas de estudio superior que sean distintos a los fondos públicos (“para asegurar su supervivencia”) y esto, en principio, no está mal, lo que estaría mal es que esa fuente de ingreso sea, a falta de otros, el pago de la matrícula directamente de los bolsillos de los estudiantes, lo cual, junto con la desaparición del transporte universitario y el comedor, causarían que estudiar en la universidad sea en vez de un derecho un privilegio de algunos pocos.
¿Qué sucedería en el futuro si ese discurso termina por causar que el Estado venezolano sea mínimo y todas las empresas públicas, los servicios públicos e, incluso, la educación y la salud, se privaticen?. No hablemos del obvio impacto sobre el grueso de la población cuyos bajos ingresos les impediría acceder a esos bienes y servicios y, por tanto, ateniéndonos a los criterios más aceptados académicamente para entender la pobreza, pasarían de ser pobres a secas a pobres extremos. Mejor hablemos de si aquella sociedad distópica, el paraiso terrenal de los IESA boys, sería económicamente eficiente y próspera.