Hay que dejar la tierra sembrada con la sangre y las cenizas de las grandes batallas que han librado los seres humanos en nombre de la libertad. Foucault afirmaba que la más descarnada ternura, así como el más sangriento de los poderes, necesitan confesión. Y agregaba… hay que ser un verdadero héroe para enfrentarse a la moralidad de la época.
Yukio Mishima, desde que presenta Confesiones de una máscara, con la reflexión de Los Hermanos Karamazov, cargada de la vehemente estética que caracteriza la escritura de Dostoievski, nos habla del talante de su valentía para desafiar a la sociedad de su tiempo:
¡La belleza es cosa terrible y espantosa! Es terrible debido a que jamás podemos comprenderla, ya que Dios solo interrogantes nos plantea. En el seno de la belleza, las dos riberas se juntan y todas las contradicciones coinciden. ¡Ciertamente los misterios son infinitos!…
… ¿Hay belleza en Sodoma? Creedme, muchos son los hombres que encuentran su belleza en Sodoma ¿Sabías este secreto? Lo horroroso es que la belleza no solo es aterradora, sino también misteriosa. Dios y el Diablo luchan en ella, y su campo de batalla es el corazón de los hombres. Pero el corazón del hombre solo de su dolor quiere hablar. Escuchad que os contaré lo que dice.
Una vida entre el cielo y el infierno
Casi todo lo expresado por Mishima en su literatura está cargado de originalidad. Él es lo que yo llamo un personaje múltiple, con muchos procesos coexistiendo en él y varios destinos entrecruzados, propios de seres humanos de espíritu complejamente temerario y temperamento desafiante y desbocado en busca de abismos que encuentren significado al vacío.
En él, sus sentidos sigilosamente conducen, inevitablemente, sin posibilidad de coacción alguna, a desatar su elan vital, motor incontenible de voluntad, para drenar belleza atroz, éxtasis y muerte. Esa es su naturaleza, la esencia de su estética y el código secreto de su arte.
Su vida infantil transcurrió entre el infierno y el paraíso. No hay término medio, no hay purgatorio. Desde que nació un 14 de enero de 1925, Kimitake Hiraoka –un nombre que reflejaba la pretensión aristocrática de la familia–, a los cuarenta y nueve días fue arrebatado de los brazos de su madre Shizue Hashi, una joven hija de un maestro confuciano, por su abuela materna Natzu Nagai, perteneciente a una familia samurái culta, egoísta, inteligente pero muy desequilibrada que sufría ataques de histerismo.
Y allí, según John Nathan -profesor de literatura japonesa en La Universidad de Princeton, traductor y biógrafo autorizado por la familia de Mishima-, le mantuvo prisionero hasta los doce años, guardándole celosa, fiera e histéricamente de sus padres y del mundo exterior. Es posible que esperara inculcar en su primer nieto las ideas que ella creía le correspondían por derecho de nacimiento y poder así prolongar su vida en él.
Aunque habitaba en la misma casa, solo que en pisos diferentes, los gestos por las disputas para ganarse el cariño y la atención del niño tuvo que soportarlos Kimitake, con la más dolorosa expectación. La tensión entre su madre y su abuela era tanta que Natzu, reloj en mano, vigilaba el tiempo en que la madre daba de mamar al niño y cuando ella pensaba que era suficiente, lo desprendía de sus brazos y lo llevaba de nuevo a su cuarto.
En ese infierno transcurrieron los primeros años, cuando su caprichosa abuela pensó que ya era tiempo de devolverlo a sus padres. Entonces pasaría de un infierno pequeño a uno mayor: el acecho y la persecución de su padre Azusa Hiraoka.
La consigna de Azusa, aun después de muerto Mishima, era: Un padre tiene que ejercer presión. Estruja y estruja y, a cualquier niño que no lo aguante, más le vale morirse.
Hijo de un matrimonio infeliz
Azusa Hiraoka, era un abogado graduado en la Universidad Imperial. Un empleado público que no había podido pasar de director suplente del Departamento de Pesca del Ministerio de Agricultura, para quien la literatura era un asunto de extraviados: la práctica de la literatura conviene únicamente al pueblo de una nación degenerada.
Según Nathan, Azusa había sido siempre un marido cruel y un padre aterrador. Pero, hasta que Mishima se fue a vivir con ellos no se dio cuenta de lo desgraciados que eran ambos en el matrimonio. Aunque estaba en su casa muy poco tiempo, por su trabajo, especialmente entre 1938 y 1942, las veces que la pasaba con la familia el hogar era un verdadero infierno.
Para Mishima, su paraíso era su mundo interior, su imaginación, su gran poder para crear relaciones y mundos inéditos y desatar sus particulares preferencias, los rasgos acentuados de su devoción por la belleza y sus misterios, y el erotismo obsesivo que le provoca el éxtasis por la noche, la sangre y la muerte, que serán una constante en sus libros.
Su primer escrito, saludado con honores por el director de la revista de la escuela de nobles donde Mishima ingresó después de haber aprobado un examen de admisión, que no tenía que rendir la mayoría, llevó por título Acedera: los elementos básicos son un bosque oscuro, un niño hermoso que llora, y un criminal.
A los doce años, Mishima contempla con temor la ensombrecida pureza de un niño que es como un dios. Y tiene los ojos tan claros como un lago de otoño. El temor que le inspira la pureza al niño tiene su origen en la sensación que le provoca el haber perdido la suya.
Se gesta el idealismo nacionalista de los románticos
A los quince años, se convirtió en el miembro más joven de la junta editorial de un club literario que tenía un siglo y al año siguiente sería su director. Animado por Fumio Shimizu, quien le estimuló a escribir su primera novela, redactó Un bosque en plena floración. Según Nathan, esta corta novela era un alarde de destreza, resuelto de una forma deslumbrante, a pesar de su decidida precocidad y de todo su artificio.
Todos los mentores de Mishima asiduos a la peña se consideraban apóstoles de un grupo de escritores y críticos destacados, conocidos como miembros de La Escuela Romántica Japonesa y fue principalmente a la influencia de esa escuela a la que estuvo expuesto Mishima en esos años en los que fue el niño prodigo del grupo literario.
Sus dos dirigentes más influyentes, Yojuro Yasuda y Fusao Hayashi, eran marxistas y serían quienes más tarde presentarían a Mishima a los jóvenes que iban a convertirse en los primeros cadetes de la Sociedad del Escudo que fundo dos años antes de su muerte. En un ensayo que escribió Fusao Hayashi en 1941, habla acerca de su conversión al ideal nacionalista, estando encarcelado:
Es imposible que el marxismo funcione como eterno soporte del espíritu japonés. No es más que una teoría arbitraria, basada en la sociedad de clases occidental del siglo XIX. Es una ideología, pero no puede ser nunca una causa por la que el pueblo japonés pueda morir con alegría. El fundamento del espíritu nacional tiene que descubrirse dentro del pueblo. La tradición, producto de tres mil años de cultura, es la única causa por la que el pueblo puede morir.
Desde 1868, con la llegada de la dinastía Meiji, la elite japonesa estaba dividida en dos tendencias: la partidaria de la occidentalización y la ferviente partidaria del nacionalismo, aferrada a la vieja tradición milenaria de la cultura japonesa.
Los románticos estaban obsesionados con la idea de la pureza y la estirpe, y con esa fijación fomentaban la idea de la muerte. Para Mishima esa idea era ya consustancial a su existencia, sembrada por su abuela, antes de que aparecieran los románticos, que solo lograron solidificarla y hacerla institucional.
Pero no la muerte por la muerte, que había evadido al simularse enfermo durante el examen practicado para partir al frente en el momento más álgido de la guerra, en junio de 1944. Él era presa de un deseo romántico de la muerte como ideal estético, que nacía de su naturaleza erótica, de su misma identidad sexual.
Es el momento en que lee intensamente a los clásicos japoneses, profundiza sobre Oscar Wilde, lee a Proust, a Tanizaki, a Rainer María Rilke, a Cocteau y, gracias a él, descubre a Raymond Radiguet, quien había sido su amante y quien solo escribió dos obras, pues murió a los 23 años: Con el Diablo en el cuerpo y El baile del conde de Orgel, que Mishima leyó y releyó en muchas ocasiones.
Confesiones de una mascara
Debo a Yukio Mishima, en parte, mi vocación por la escritura. Hoy a más de cuatro décadas de haberlo leído con la pasión y la rebeldía propia de la juventud, he vuelto a sentir el enorme gozo y la misma conmoción que experimento mi alma cuando lo leí por primera vez. Hoy veo al asesino en serie que retorna a disfrutar con placer el escenario donde se cometió el delito: las páginas de un libro.
Me enamoré de su estilo, de su prosa, de su precoz capacidad de autoaceptación y de su desmesurado coraje para desafiar a la sociedad de su época, cuando leí las primeras páginas de Confesiones de una máscara:
Durante muchos años afirmé que podía recordar cosas que había visto en el instante de mi nacimiento… Por muchas explicaciones que me dieran, por mucho que, mediante risas, se desembarazasen de mí, yo seguía creyendo que recordaba mi nacimiento… Fuere lo que fuere, una cosa estaba seguro de haber visto con mis propios ojos. Era el borde del recipiente en que me dieron el primer baño de mi vida.
A ese evento, que describe con tanta naturalidad estética Mishima, con la tina de madera pulida, con brillo y suavidad de seda –donde recibió su primer baño, invadido por un rayo de luz–, que yo le llamo memoria genética -porque ya la traía-, yo creí también tenerla y eso facilitó mi empatía: cuando salí del vientre de mi madre e iba de brazo en brazo de mis hermanas mayores, que me lanzaban amorosamente de un lado a otro, como si de un lindo muñeco se tratara.
Todo en Mishima es desafío a la moral convencional
Lo que seduce de Mishima es su desmedido coraje para hacer confesiones a mitad del siglo XX, en un mundo conservador y falsamente moralista -muy lejos del destape que provocó la rebelión de los 60-, de una imagen emblemática, con la cual declara prematuramente su manifiesta inclinación por seres de su mismo sexo:
A los cuatro años pone su vista, fascinada, en el descenso de un hombre por una calle que lo marcará para siempre. El examen al que somete a aquel joven fue insólitamente minucioso para un niño de su edad, especialmente de su vestuario y de la parte inferior de su cuerpo.
El joven de hermosas y coloradas mejillas y ojos resplandecientes, con una sucia tiara alrededor de su cabeza para contener el sudor, era porteador de las inmundicias de la noche. Bajaba por una calle con una caña atravesada sobre su hombro, hábilmente armonizando su paso, con un suave balanceo, manteniendo los baldes en equilibrio.
Desafiante, la sensación que le provoca el olor a sudor de los soldados, cuando en desfile pasan frente a su casa y recibe de ellos cartuchos de bala vacíos. Estéticamente deslumbrante el dulce eros que le causa la contemplación durante horas y horas de la figura de una ilustración…
Esta mostraba un caballero en un blanco corcel y con la espada en alto. El caballo, dilatados los ollares, golpeaba el suelo con sus patas delanteras. En la armadura del caballero había un hermoso escudo de armas. El caballero de bello rostro, miraba con la celada y blandía la temible espada recortada contra el cielo azul, enfrentándose con la muerte o, por lo menos, con un objeto que lo atacaba rebosante de maligno poderío. Estaba convencido de que aquel caballero moriría en el instante siguiente.
El hechizo de esta composición gráfica duraría hasta que un día la institutriz que lo encontró embelesado, para su decepción, le dijo: Esa figura no es un hombre. Es una mujer y se llama Juana de Arco.
Me enamoraba de los príncipes y entre estos aquellos que morían asesinados. Me prendaba de todo joven que muriera de mano airada. Aquí a los 24 años ya se anuncia la decapitación de la mano de su lugarteniente Morita cuando tomen el cuartel donde se hará seppuku. Solo a través del escritor podemos oír las vibraciones profundas de la muerte, como cada uno de nosotros oye desde adentro el fluir de su voz y el rumor de su sangre.
Su confesión más profana, herética e insultante al establishment moral y religioso, será el frenético deseo que le provoca la imagen de San Sebastián, semidesnudo y atravesado por decenas de flechas, frente al cual le rinde culto por primera vez a Onan, regando la figura del santo con el fruto ¨pecaminoso¨ de su sangre.
Nace una celebridad en las letras
Confesiones de una máscara hizo de Yukio Mishima una celebridad. En 1949, vender 20.000 ejemplares de una novela tan poco convencional tenía que convertirlo en tal. Con reservas de la crítica, especialmente porque lo que más molesto fue la brutal belleza de estilo con la que el autor confesaba sus inclinaciones sexuales por una práctica tan severamente condenada para entonces.
Lo cierto es que todos los críticos que se consideraban de primera línea tuvieron que aceptar al final que era una gran novela. Uno de los que lo subestimó fue Nakamura. Kawabata, por el contrario, hablando para los influyentes, escribió un artículo titulado Mishima, la esperanza de 1950.
Yukio Mishima llegaría a ser uno de los pocos grandes escritores que, con su primera novela, lograba imponerse al público. No solo conquistaba la masiva atención de la gente, sino que también obtenía la independencia económica y el reconocimiento literario que le permitía seguir delante de manera autónoma. No le había sido fácil, en el otoño de 1949 pidió a su primer editor Tokuzo Kimura un psiquiatra.
Luego vendría La noche más blanca, la primera novela por entregas, de 17 que escribió. Después, Colores prohibidos. En 1951 iniciaría una gira por algunos países occidentales, Estados Unidos, Brasil, París, ciudad de la cual escribió en su diario: La belleza de París es comparable a la de una vieja fea con un grueso maquillaje.
Mas tarde estaría cinco días en Inglaterra y, definitivamente en Grecia. Para Mishima un paraíso que le inspiró El ruido de las olas en 1954, un rotundo éxito que batió récord de ventas en la postguerra, con 106.000 ejemplares.
En 1956, a los treinta y un años, era uno de los novelistas más famosos del mundo. Ese año publicó por entregas dos novelas diferentes: El pabellón de oro y Demasiada primavera. ambas, cuando fueron completamente editadas, alcanzaron ventas superiores a los 150.000 ejemplares. En la primavera del año siguiente escribirá Un Patinazo de la virtud, de la cual se vendieron 300.000 ejemplares.
Se cumple el ritual del matrimonio
Comprometido con el deseo de sus padres de que formara una familia, en marzo de 1958 conoce una joven de 19 años, Yoko como la de Lenon, pero esta de apellido Sugiyama. Hija de uno de los pintores tradicionales más famosos de Japón.
Yoko tenía que saber sobre las inclinaciones sexuales de Mishima y este en su descargo escribió en un ensayo sobre El escritor y el matrimonio: Creo que el escritor es una persona a la que su mujer no entiende nunca, y eso a mí me parece muy bien. Siento que Mishima dejó a la libre elección de su mujer la valoración de su condición sexual. Dos hijos tuvieron en el matrimonio, Norico Tomita e Ichiro Hiraoka.
Para algunos especialistas, las obras literarias más importantes de Mishima fueron producidas durante la década del 60: El marinero que perdió la gracia del mar (1963). La tetralogía, El mar de la fertilidad, compuesta de las novelas: La nieve de primavera, Caballo desbocado, El templo del alba y La corrupción de un ángel, que entrego al editor el mismo día del suicidio (editada póstumamente).
Y el otro, el de la muerte por mano propia también
El final de Yukio Mishima es trágico, tan trágico y patético como el del británico Oscar Wilde, a quien tanto admiró de joven. Un epilogo de un romántico inspirado en el idealismo nacionalista. Una verdadera pesadilla de terror, tal cual la vivió de niño y adolescente. Esta vez la temporada, el mes, el día y la hora las escogería Kimitake para rendir culto a 3.000 años de cultura tradicional, humillada y mancillada por el occidente al que ellos provocaron, creyéndose invencibles, en Pearl Harbor
Después de ver derrotado a su emperador, tomado su territorio, vulneradas sus costumbres y todavía muy vivo el horrendo crimen de Hiroshima y Nagasaki, Mishima se sentía obligado al martirio, a la espectacular ceremonia de la muerte ritual, para rendir culto al Japón de los Samuráis.
Ejecutaba así el sueño de toda su vida al practicarse el harakiri, al que seguía en el ritual la decapitación. Se cumplía con su muerte la fórmula estética desde que tuvo noción de ser, en la que Belleza, Éxtasis y Muerte eran equivalentes y, en conexión, constituían para él su santo grial.
Mishima, como Jorge Luis Borges, nunca ganó el Premio Nobel de literatura. En el año 1968, cuando lo recibió el primer japonés, Yasunari Kawabata, quien había sido uno de sus mentores, dirá: Ignoro por qué me han dado el Nobel a mí, existiendo Mishima. Un verdadero genio literario como el suyo lo produce la humanidad cada dos o tres siglos.
León Sarcos, junio 2023