La Royal Mile (Milla Real) es la arteria central de la parte vieja de Edimburgo. Une el castillo que vigila la ciudad desde su imponente altura con el palacio de Holyrood, la residencia oficial de los monarcas británicos en la capital escocesa. Es un desfiladero estrecho con casas de piedra a los lados y acera de adoquines, donde el eco hace que cada grito de protesta suene con el doble de fuerza. Carlos III y Camila de Inglaterra han podido escuchar este miércoles claramente, cuando descendían de su Rolls Royce granate —claret, el color oficial de la casa real— para entrar a la catedral de St. Giles, los gritos de las decenas de simpatizantes de la organización antimonárquica Republic: “Not my king, not my king!” (República: No es mi rey, no es mi rey). La presencia policial a lo largo del trayecto ha sido amplia, pero a diferencia de la ceremonia de coronación del pasado mes de mayo en Londres, ni se han intentado esconder las protestas tras chapas de metal ni se ha detenido a sus organizadores. Y la BBC ha sido generosa a la hora de mostrar la presencia de disidentes o de permitir que se oyeran sus consignas.
Por: El País
Junto a Carlos y Camila, han viajado hasta la capital escocesa los príncipes de Gales, Guillermo y Catalina.
La jerga popular llama a la ceremonia de Edimburgo la “coronación escocesa”, aunque no lo sea realmente. Coronación solo hay una, y la de Carlos III tuvo lugar el 6 de mayo en la abadía de Westminster. El monarca participa estos días en la llamada “Semana de Holyrood”, dedicada a la celebración de la cultura escocesa, de sus tradiciones, su historia y su orgullo de nación. En ese sentido, tiene algo de broche definitivo en la consagración del nuevo rey. Antes de que Carlos y Camila llegaran a la catedral, lo habían hecho, a bordo de otro Rolls Royce, los llamados Honores de Escocia, las joyas de la corona más antiguas de Gran Bretaña. La corona, el cetro y la espada de estado o espada isabelina. La regalía escocesa con la que fueron coronados María I o Jacobo VI. Las joyas ocultas durante siglos en el castillo para preservarlas de la ira republicana de Oliver Cromwell, redescubiertas en 1818 por un grupo de investigadores que incluía al escritor Walter Scott, símbolo escocés por excelencia.
“Todo esto es parte intrínseca de aquello que hace que una nación sea una nación. Es algo intrínseco a su identidad, su historia y su cultura. Y Carlos está muy orgulloso de las culturas y tradiciones británicas y escocesas”, defendía con entusiasmo en la BBC la profesora de Historia de la Universidad de St. Andrews.
Como en la ceremonia de Londres, un rey de naturaleza tradicionalista es consciente de la necesidad de modernizar y popularizar, en dosis homeopáticas, los ritos monárquicos, por muy milenarios que sean. La llamada Procesión del Pueblo, compuesta por profesores de escuela, bomberos, miembros de la guardia costera, médicos, enfermeros, empleados de correos y hasta un inmigrante al que se ha concedido el derecho de asilo en territorio escocés, han desfilado por la Milla Real antes de que saliera del castillo el cortejo real. Detrás de ellos, 700 miembros de las fuerzas armadas y decenas de caballos grey, de las caballerizas reales de Edimburgo. A ambos lados de la calle, miles de ciudadanos asistían al desfile. Por entusiasmo, curiosidad o devoción monárquica. Cada uno con sus propias razones, pero parte de una minoría en una ciudad que, como ocurrió también en Londres, disfrutaba del día festivo pero no desbordaba entusiasmo por la llegada de los monarcas.
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