En una sala sellada, tras un cerco de guardias armados y tres filas de alambre de púas, en el Depósito Químico de Pueblo, en Colorado, un equipo de brazos robóticos se apuraba para desmontar algunas de las últimas y espantosas reservas de armas químicas de Estados Unidos.
Se trataba de proyectiles de artillería cargados con el mortífero agente mostaza que el Ejército había almacenado durante más de 70 años.
Los robots de color amarillo brillante perforaron, escurrieron y lavaron cada proyectil, y luego los hornearon a 815 grados.
De allí salía chatarra inerte e inofensiva, que caía de una cinta transportadora a un contenedor marrón normal y corriente con un sonoro ruido metálico.
“Ese es el sonido de un arma química muriendo”, dijo Kingston Reif, que pasó años presionando por el desarme fuera del gobierno y ahora es subsecretario adjunto de Defensa para la reducción de amenazas y el control de armas.
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