La oscuridad de la noche, el murmullo del agua y los misteriosos sonidos de la selva. Las Cataratas del Iguazú, en la frontera entre Argentina y Brasil, ofrecen la posibilidad de adentrarse en sus entrañas bajo la luz de la luna llena y vivir una experiencia sensorial única.
Declaradas Patrimonio Mundial por la Unesco y reconocidas como una de las Siete Maravillas Naturales del Mundo, las Cataratas de Iguazú impactan a los miles de turistas que las visitan cada día.
Pero una experiencia aún más inefable surge cuando el sol se pone y la noche da paso a las estrellas, la hora perfecta en la que se activa el 60 % de las especies animales que moran en este refugio de selva paranaense que es el Parque Nacional Iguazú, el más visitado de Argentina.
En ese paréntesis entre que el sol se esconde y la luna aún no asoma, la oscuridad obliga a adaptar de a poco la vista y a ejercitar los otros sentidos.
LUNA BELLA
De camino a la Garganta del Diablo, el más caudaloso de los saltos del río Iguazú, se escucha el murmullo del torrente, el canto de algún ave. La bruma comienza a acariciar el rostro. Se huele como a dulce en la atmósfera. Pero se ve poco. Hasta que allá, en el horizonte, recortado de palmeras y de las aguas del Iguazú, comienza a asomar la luna llena, un espectáculo sin parangón.
La luna llena en este mes de julio ha asomado singularmente grande y con tonalidades rojizas. Y el entorno se vuelve mágico. Las aguas se precipitan pintadas de plata. Y más allá se dibuja un arcoíris. Sí: en las Cataratas hay arcoíris lunares.
“En la noche se viven un montón de otras experiencias en la selva que de día, por el sesgo de la vista, no vemos“, cuenta a EFE Luis Rojas, guardaparque del parque nacional Iguazú, quien invita a llenarse de la “energía” con la que vibra la selva a partir del crepúsculo.
Porque la luna llena transforma la fauna y la flora de manera crucial. La savia de los árboles fluye con más intensidad hacia las copas por la fuerza de atracción, mientras que para muchos animales representa un auténtico peligro.
“La vida nocturna es nocturna porque necesita esconderse“, señala Rojas. Las presas son más cautas, pues quedan más expuestas con el intenso resplandor del satélite y se ven obligadas a guarecerse para evitar un trágico final: ser cazadas por sus depredadores.
OLORES FÉTIDOS Y LAMENTOS FANTASMALES
La noche en la selva paranaense también revela olores imperceptibles durante el día por el dominio de la vista sobre los otros sentidos.
En medio de la oscuridad, un hedor invade, de repente, uno de los caminos de tierra que serpentean el Parque Nacional Iguazú. Es un aroma fétido. Su origen, un opilión, y se siente amenazado.
Este tipo de arácnido, una especie de chinche con patas largas, desprende un fuerte olor a azufre para repeler a cualquiera que quiera atacarlo.
Pero hay otros aromas en la selva: los frutos, las hojas de algunas plantas al rozarlas y hasta los cadáveres de los animales sueltan otros olores en la noche, según Rojas.
Esa mezcla de estímulos olfativos se mezcla con el resquebrajar de las hojas, el coro de las cigarras y hasta el agonizante lamento del urutaú, un ave de hábitos nocturnos que se mimetiza completamente con el ambiente. Se camufla como si fuera una rama de árbol.
“Su canto es muy fantasmal, canta como una mujer que está llorando o lamentándose“, describe el guardaparque.
LOS DUENDES DE LA SELVA
Además de la rica biodiversidad, cuenta la mitología guaraní que dentro de la selva paranaense o misionera “existen muchos duendes“, entre ellos el Yasy Yateré, “el hijo de la luna“, un niño albino, de cabellos rubios, que se convierte en ave.
El ave vinculada a esta leyenda es real y hay dos tipos: el yasy yateré chico y el grande.
Todo ello “dentro de la magia de los duendes, los guardianes de los animales“, indica Rojas quien se atreve a imitar el cántico del Yasy Yateré con un silbido melodioso. Asegura que, aún hoy, es escuchado en zonas de pastizales y monte bajos durante el crepúsculo. EFE