A raíz del derrumbe del comunismo en 1989 ingresa Occidente al quiebre epocal o Era de la gobernanza digital y de la inteligencia artificial, destacando la horadación o prosternación del Estado constitucional de Derecho.
En el Foro de Sao Paulo (1990-1991) y sus textos se precisan como propósitos de los causahabientes del marxismo el acceder al poder democráticamente, pero con fines de perpetuación; tanto como advierten que se verán judicializados por lo anterior sus miembros, forjándoseles vínculos con el narcotráfico y el terrorismo.
Ha lugar, así, a las rupturas constitucionales que conocen Venezuela (1999), Bolivia (2007) y Ecuador (2008), bajo experiencias constituyentes que repite, en 2022 y sin éxito inmediato, el Chile de Boric. El molde deconstructivo transita por la inflación de derechos humanos al detal, imposibles de ser tutelados eficazmente, ser dispersores de la unidad nacional, propiciadores de enconos, mientras se incrementa la actividad electoral para banalizarla. Es utilería de teatro.
Llegado el COVID-19, los causahabientes del marxismo dejan de calificarse como socialistas del siglo XXI. Abandonan los nichos históricos que recrearan para sustituir al Estado y a la nación (bolivarianos, martinianos, sandinistas) –los tachan ahora como desviaciones fascistas– y se asumen de progresistas. Forjan el Grupo de Puebla y endosan los objetivos deconstructivos del Programa de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas (Agenda 2030), y otra vez denuncian, en 2019, que, por defenderlos están siendo judicializados sus líderes. Hablan de Law Fare o guerra judicial, y he aquí lo central.
El Law Fare amalgama como nombre al grupo de juristas y constitucionalistas que sirven bajo las administraciones de Bush y Obama, y le hacen seguimiento a las decisiones de la administración Trump, en lo particular para frenar por vía judicial su Orden Ejecutiva 13.769 de 2017 sobre Protección de la Nación contra la Entrada de Terroristas Extranjeros en Estados Unidos. Esta la detiene un Tribunal de Apelaciones en sentencia que celebra el Grupo y no es ocioso hacer presente, al efecto, que el presidente español J. L. Rodríguez Zapatero –miembro del Grupo de Puebla, junto a Ernesto Samper (judicializado por la Suprema Corte a raíz del Proceso 8000, 1995)– impulsa en 2005 la Alianza de Civilizaciones, justamente para frenar el castigo de terroristas por Estados Unidos a raíz del derrumbe de las Torres Gemelas.
A lo largo de este tiempo se hacen máximas de la experiencia la destitución de jueces sin fórmula de juicio y su sustitución, por abogados próximos al “autoritarismo electivo” de turno. Así pasó en Venezuela, en 1999, cuando Chávez controla para sus fines al Tribunal Supremo de Justicia, desde donde se decide siempre, en toda causa, a favor de los objetivos revolucionarios y deconstructivos. Antes, a partir de 1997, bajo el gobierno del presidente Fujimori en el Perú, ocurre la destitución de los magistrados del Tribunal Constitucional que buscaban impedirle su reelección. Y tal como luego lo hace Nicolás Maduro, Fujimori denuncia la Convención Americana de Derechos Humanos, para evadir sus controles.
La perpetuación en el poder usando con fraude y mendacidad al Estado constitucional de Derecho, que toma cuerpo luego en la misma Venezuela (2007, 2013), en Honduras (2016), en Bolivia (2018), en El Salvador (2021), fue denunciada, sin eco, por la Comisión de Venecia (2018) y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, buscando salvar el principio de la alternabilidad democrática (2021).
No es azar, entonces, el actual desconocimiento del orden constitucional y de las decisiones del Tribunal Supremo por los líderes catalanes independentistas en España, queriendo fracturar la unidad nacional; el choque del presidente argentino con la Corte Suprema de Justicia, por la condena de su vicepresidenta; la inestabilidad endémica en el Perú, que afecta la neutralidad e imparcialidad de la Justicia; los empeños “destituyentes” en el Ecuador, animados por otro condenado, Rafael Correa; el despotismo iletrado de Nicaragua, donde hay absoluta ausencia de Estado de Derecho; las prisiones políticas en Bolivia, y en Venezuela, donde igualmente fracasa la Transición constitucional hacia la Democracia, mientras la comunidad internacional se neutraliza respecto de esta cuestión y exige que la legalidad se transe con la ilegalidad.
En fin, como el absurdo no falta, la Colombia de Santos sustituye la regla contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad para abrirle espacios a una «justicia transicional» que los perdona –y le gana el Premio Nobel– o la Colombia de Petro, quien predica que la criminalidad se acaba derogando delitos en el código penal, al igual que pugna abiertamente contra la Fiscalía y la Corte Suprema.
He allí, pues, la abierta judicialización de la política en Estados Unidos, morigerada u oculta tras los extremismos de su opinión pública, o el caso de Nayib Bukele en El Salvador, que divide voluntades. Dice haber acabado con la criminalidad destituyendo con su “mayoría parlamentaria” a la Justicia Constitucional, pues controlaba sus actos. Ha establecido verdaderos campos de concentración que muestra con orgullo, para encerrar delincuentes a los que detiene indiscriminadamente con ausencia de revisiones judiciales autónomas. Y ahora, como lo hiciera Chávez en Venezuela, instruye directamente al Ministerio Público y ordena a los jueces despojar de sus patrimonios a los adversarios de su causa. Por si fuese poco, en México, el gobierno de Andrés M. López Obrador avanza una reforma constitucional para manejar la ingeniería electoral y modificar los patrones de la representación política, buscando perpetuar su dominio.
Lo preocupante, a todas estas, es que la agenda del Foro de Sao Paulo, la del Grupo de Puebla y la de la ONU 2030, no hablan de la democracia –que no sea para deconstruirla desde adentro, apuntando hacia un estadio de posdemocracia– y menos le dan importancia al Estado de Derecho. No cuenta para ellas. Acaso lo reducen a las ideas de paz, de justicia, y el tener instituciones «fuertes». A la Justicia independiente la ven de elitista y prescindible, por no abonar a la deconstrucción cultural ni someterse al dictado de las mayorías y el populismo.
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